Read El día que murió Chanquete Online
Authors: José L. Collado
Mi sorpresa para aquel sábado consistió en dos entradas para el Teatro Olympia. Debido a mi escasa cultura teatral y a la paupérrima oferta de la ciudad, me dejé convencer por una breve sinopsis aparecida en el periódico y los nombres de José Coronado, Amparo Larrañaga y Mario Gas como cabezas de cartel. Pero fue el propio Enric quien, gratamente sorprendido, me ilustró sobre la obra que estábamos a punto de ver,
The Blue Room,
al parecer una adaptación libre de
La Ronda
de Arthur Schnitzler (de los Schnitzler de toda la vida). Creo que agradeció más el gesto que el espectáculo en sí, y la verdad es que la supuesta estrella del montaje, Coronado, me decepcionó incluso a mí. Lo único inolvidable de aquella olvidable función fueron nuestras manos cogidas ininterrumpidamente desde que se apagaron las luces hasta que cayó el telón, incluso cuando la mari de mi lado, barnizada de oro como un faraón y con gafas tipo Rappel (nueve de cada diez marujas valencianas eligen este modelo), nos descubrió y torció el morro con desprecio. Le clavé los ojos desafiante y no volvió a mirar ni de reojo siquiera.
Nos quitamos el regusto agridulce con una elaborada y agradabilísima cena en el Seu Xerea, con cuyo jefe de sala había tonteado yo en un par de ocasiones y que enseguida captó de qué iba el rollo y se desvivió por hacer de la velada algo especial. Ya con el estómago lleno, y ante su petición de evitar los lugares de moderneo de gimnasio, me dispuse a guiar a Enric por el circuito de ambiente alternativo del barrio del Carmen: el Café de la Seu, junto al Miguelete, histórico punto de encuentro del rojerío creativo de los 70; North Dakota, rancio saloon del Oeste almeriense con los codos de su talludita clientela marcados a fuego sobre la barra; Oh Valencia, un vórtice hacia el pasado más sórdido, con un show que vendría a ser como si metemos a Carmen de Mairena en
Ay Carmela,
con un punto de cabaret sicalíptico para deleite de una concurrencia prostática perdida; y para terminar la noche, Victor's, un divertidísimo antro heredero del ambiente de catacumba y aglutinador de los restos de serie más variopintos de la noche valenciana. Música petarda, decoración imposible y freaks de toda índole animados por la incombustible Kiwi Light, drag ceceante con muchas tablas y muy mala baba que una vez traumatizó a la pobre Silvia cuando le soltó: tu no te rías tanto, bonita, que eres lo más macho que hay en la sala.
Una noche diferente, en fin, divertida, sin prejuicios, en la que Enric estuvo encantado de dejarse llevar, un poco sorprendido por la decadencia de la ciudad inquieta e izquierdosa que él conoció antes de que una alcaldesa hipócrita e hidrófoba la ahogara bajo toneladas de moños, espardeñas y ninots chabacanos. Me lo agradeció Enric ya en la intimidad de la alcoba, en la penumbra de la vela de intenso aroma a canela que me trajo de Barcelona, y yo le di las gracias también por haberme permitido mostrarle mi pequeño mundo, que no sería gran cosa pero era el mío. Me abrazó fuerte de nuevo y por unos minutos fui absolutamente feliz. Y no fui capaz de contener esa felicidad dentro de los límites de mi piel, y la dejé salir por fin:
—No sé si será el alcohol pero... te quiero.
No dijo nada. Se limitó a mirarme fijamente, su bigote a un palmo de mi cara, y su sonrisa se transformó en una mueca extraña, una sonrisa sin alegría, una sonrisa congelada por un alud prehistórico. Pero fue su mirada la que despedazó mi felicidad. La profunda tristeza de sus ojos exentos de cualquier otro rasgo, las dos mirillas verdes por las que en ese momento, como nunca, pude ver el interior desolado de su alma atormentada. Le estaba haciendo sufrir, y antes me hubiese dejado descuartizar que hacer daño a la única persona que había amado nunca.
—Bueno, me alegro de que tengamos la confianza suficiente como para que no te veas obligado a decir algo que no sientes.
Soplé la vela y me acurruqué al calor de su cuerpo. Me devolvió un abrazo desesperado, febril, asfixiante, que liberó con un largo suspiro rematado por lo que me pareció un sollozo ahogado.
Le vi por última vez a través de la ventanilla del Euromed. Se suponía que debía haberle dejado a la entrada de la estación y marcharme a casa sin más, pero también se suponía que habría más encuentros y no los hubo. Ahora me alegro de haber desoído su ruego: un abrazo apresurado en el parkin y un «gracias por todo, estamos en contacto» no hubiese tenido la dimensión trágica que un adiós definitivo merecía.
Aparqué la vespa, localicé el andén y lo recorrí de punta a punta rogando para que su asiento quedase en el lado visible. Así fue, y allí me quedé plantado, mirándole fijamente a través del cristal como un crío en una juguetería, absorto en su ignorancia de mi presencia, inmóvil como un documentalista frente al último ejemplar de una especie extinta. Era la primera vez que le observaba sin que él fuese consciente, y la intuición de lo definitivo me llenaba de angustia, melancolía y gratitud nihilista.
Miraba su periódico sin mover un músculo, serio, con los ojos fijos en algún punto fuera de este mundo, y yo seguía inmóvil, sin parpadear para no perderme nada de aquel momento embriagadoramente doloroso, a dos metros y un cristal de él.
Los trenes y las estaciones han perdido su glamur. Ya no atruenan sus silbatos a la hora de partir. Ya no hay vapor que sobresalte a ninguna Marilyn repolluda. Ya no puede uno subirse en marcha para dar esquinazo a los malos en el último momento. Ni siquiera bajar la ventanilla para una última despedida cuando el tren ya echa a andar. Ultimo aviso por megafonía, las azafatas suben los escasos peldaños y las puertas se cierran en silencio. Y yo con la mirada fija en la ventanilla hermética, en la figura enmarcada en ella, a punto de arrancar de mi vida para siempre. Levantó los ojos del periódico y no me moví. Me descubrió y seguí sin moverme. Intenté una sonrisa y no me salió. A él tampoco. La sorpresa se transformó en comprensión y compasión en sus ojos brillantes. Me llevé la mano a la nariz con disimulo, y de ahí a los labios para mandarle un beso, el último, que atravesó vidrio, piel y esternón cuando el tren se escabullía ya, silencioso, arrebatándomelo para siempre.
—Diga'm?
—¿Margarida?
—Si, qui ets?
—Soy Jesús, el amigo de Enric, de Valencia.
—...
—Perdona que te moleste a estas horas... ¿Sabes algo de Enric? Le he dejado un montón de mensajes pero no...
—¿Quién te ha dado mi teléfono?
—En la productora. Perdona que te llame así, pero es que hace más de una semana que se fue y no me ha llamado ni sé nada de él. ¿Le ha pasado algo?
—¿Pero tú quién coño eres para llamar a mi casa a estas horas?
—Perdona... Tienes toda la razón, lo siento, pero es que eres el único contacto que tengo. ¿Sabes si está fuera de Barcelona?
—No sé nada de Enric. Adiós.
—Vale, gracias y perdona que...
—¡Clac!
Fue la desesperación, con la agravante de nocturnidad y la atenuante de insomnio. Jamás me hubiese atrevido a invadir la intimidad de una casi desconocida, pero ¿qué podía hacer? Tras diez angustiosos días con sus noches, una docena de mensajes cada vez más desesperados y los dedos en carne viva de morderme los padrastros, Enric seguía sin dar señales de vida. Margarida era la última liana a la que intentar agarrarme antes de estrellar mi cabeza contra el suelo desconchado de la piscina. ¿Qué podía hacer? Me daba igual que Margarida me odiase, y con razón. Lo que no podía soportar era la idea de no volver a saber de él. No podía aceptar que se hubiese esfumado de mi vida sin más. Alguna catástrofe le impedía llamar y necesitaba saber qué le estaba pasando.
El móvil se convirtió en una extensión de mi propio cuerpo. Siempre junto a mí, encendido día y noche, un sobresalto con cada llamada, el relojito de la pantalla avanzando imparable, millones de miradas en busca de improbables llamadas perdidas: la danza del teléfono.
Los días siguieron pasando. Dejé de fumar porros para estar lúcido cuando llamase. Dejé de ir al cine por si no notaba las vibraciones. Dejé de ir en moto por si sonaba y no podía cogerlo. Dejé de quedar con gente porque no podía estar acompañado cuando llamase. Dejé de ver a Silvia para no ver la verdad.
Pasaron tres semanas. La poca razón que aún me quedaba me aconsejaba empezar a pasar página. Pero, ¿cómo pasar una página que no había terminado de leer? ¿Cómo podría entender el resto de mi vida si se me escapaba el final del capítulo más importante?
Por fin acepté lo que era obvio desde el principio: todo había acabado entre Enric y yo. Pero seguía sin aceptar que esta fuese la forma. No podía creer que el Enric que yo conocía hubiese caído en la cobardía del «ya nos llamamos». Él no. Necesitaba una explicación y me la iba a dar.
—¿Si?
—¿Margarida? Por favor, no cuelgues. Perdona que te vuelva a llamar, pero es que no puedo más, no sabes lo que estoy...
—¡Jesús! No, perdóname tú. El otro día me pillaste en un mal momento. Me he acordado mucho de ti...
—No, tenías toda la razón, pero necesito saber algo, lo que sea. ¿Le has visto?
—Sí.
—¿Cuándo? ¿Está bien? ¿Por qué no me ha llamado?
—Mira, Jesús, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de todo. Enric es un tío muy complicado.
—Pero no puedo olvidarme de todo así como así, Margarida. Necesito una razón, algo que me ayude a zanjar esto y seguir con mi vida. ¿Qué te ha contado?
—Pues nada, que lo de Valencia le afectó mucho porque tú ibas en serio.
—¿Y?
—Pues eso... Enric es una persona solitaria.
—¡Y yo, no te jode! Perdona, ¿qué más te dijo?
—Poco más. Está pasando una mala racha. Hace una semana que nadie sabe nada de él, ni su hermana, ni en el trabajo, nadie.
—¡Le ha pasado algo!
—No creo, no es la primera vez que desaparece así.
—¿Y entonces?
—Pues nada, ya aparecerá cuando se le pase.
—Ya.
—Olvídale, Jesús, por tu propio bien.
—Ojalá pudiese... Tú no sabes lo que es esto, Margarida.
—Sí que lo sé...
—Hazme un favor. Cuando aparezca dile que necesito hablar con él, que ya sé que esto se ha acabado, pero que necesito que termine de otra forma. Dile que me debe un adiós. Por favor, díselo.
—Tranquilo, se lo diré en cuanto hable con él.
—Muchas gracias. Y perdona otra vez por darte el coñazo a ti.
—No, perdona tú. Yo le quiero mucho, pero no es justo esto que te está haciendo... Intenta olvidarle, Jesús, eres muy joven y tienes toda la vida para encontrar a alguien que valga la pena...
—Ya. Dile eso, por favor.
—Descuida.
—No te molesto más. No sabes cuánto me has ayudado. Muchas gracias, de verdad.
—De nada, suerte.
—Adiós.
Como una broma del Destino, la ansiada resurrección ocurrió en la tarde del 28 de diciembre y justo en el peor momento: «Enric-Barna» parpadeando en la pantalla y yo rodeado de desconocidos en un autobús atestado que me llevaba de vuelta a la capital tras pasar la Nochebuena en el pueblecito del interior. Venía yo de cumplir con el ritual anual de la gula obligatoria, el alcoholismo bendito, el teatro de los cuñados, tíos y primos y las poco ocurrentes evasivas ante la sempiterna cuestión:
¿y de novias qué?
Había salido airoso un año más, pero creo que mi madre y su octavo sentido, el eterno cordón umbilical, se percataron de que algo olía a podrido en la Dinamarca paellera. Las madres lo saben todo. No me preguntó, nunca lo hizo. Se limitó a cebarme para devolverme los kilos evidentemente perdidos y me despidió con un ruego: «ven a vernos más a menudo, esta casa es demasiado grande para dos», lo que traducido vendría a ser: si necesitas cobijo, la madriguera siempre estará esperándote.
—Hola, Enric —yo no estaba nervioso.
—Hola —él sí.
—¿Cómo estás?
—Oye, me pillas en el autobús. ¿Te importa si te llamo cuando llegue a casa? Así hablamos tranquilamente.
—Vale, sí, mejor.
—¡Pero cógeme el teléfono!
—No te preocupes.
—Sí me preocupo. Te llamo en cuanto llegue.
—Vale.
—Un beso.
Las esperadísimas palabras no habían sido más que susurros y silencios que ahora reverberaban en mis oídos como una sicofonía apocalíptica. Había tenido todo un mes para planificar respuestas ante cualquiera que fuese su actitud, y esta, este tono de perro apaleado, era una de las más probables. Aún así, la realidad de su voz retornada del Más Allá convulsionó mis entrañas como un Alien luchando por salir de su nido humano. El estómago se desplazó hasta la nuez y pude sentir el latido acelerado de mi corazón instalado en el cerebelo.
Ya en casa, vacié la mochila con tranquilidad y metí en el congelador varias fiambreras con las especialidades culinarias maternas. Me puse ropa cómoda, cené una manzana, encendí un cigarro y busqué Enric-Barna en la agenda del teléfono.
Un tono, dos tonos, tres tonos, la luna es un tono que se me escapó. El puto contestador con el puto mensaje bilingüe. «Soy yo, ya estoy en casa» y otra vez a esperar. No estoy nervioso. Intuyo cómo va a ser la conversación y, por primera vez, me siento superior, soy yo quien domina la situación. Estoy preparado para lo peor, casi lo deseo, cualquier cosa será mejor que volver a pasar por el martirio de la espera.
Suena al fin. Cuando todo esto termine cambiaré la musiquilla. O mejor aún, cambiaré el móvil por uno de esos nuevos con pantalla en color.
—Hola.
—Hola.
—¿Has visto a Margarida?
—Sí, vino a casa esta tarde.
—Te habrá contado que hemos hablado un par de veces.
—Sí.
—Es muy maja, y te quiere mucho.
—Ya lo sé...
—Bueno, qué, ¿dónde te habías metido?
—Necesitaba estar solo.
—Ya. Podías haber avisado.
—Lo siento. Ya sé que he sido muy injusto contigo. Tienes motivos para odiarme.
—No te odio. No podría aunque quisiera. Pero estaba preocupado, no estoy acostumbrado a que la gente que me importa desaparezca sin decir nada.
—Jesús, tengo un problema. No es ninguna excusa, de verdad... Llevo un año yendo a un sicólogo... Bueno, es un siquiatra, pero no creo que me solucione nada.
—¿Qué problema?
—Soy incapaz de querer a nadie.
Reconozco que no me esperaba algo así. No era un escenario previsto en mis noches de desveladas elucubraciones. Lo dijo en un susurro acongojado, y ese tono de sinceridad desgarrada me descabalgó de mi atalaya de un plumazo, me arrastró junto a él en su martirio, me sumergió en su sufrimiento y reavivó el mío propio.