El día que murió Chanquete (14 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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Todo estaba listo. Los nervios se dispararon cuando tuve el billete en la mano: la idea ya era una realidad y en un mes estaría volando hacia un país del que sólo conocía los tréboles, la Guinness, a Sinead O'Connor y U2. El pánico que nunca antes me perturbara se presentaba ahora cada dos por tres en forma de morriña prematura y miedo a que los planes, que tan claros estaban en mi cabeza, no se llegasen a materializar una vez allí y verme obligado a volver, y esto era lo más duro, con el rabo entre las piernas.

Fue en ese momento de debilidad, asaeteado por las dudas y con la sensibilidad emocional en plena ebullición, cuando una carta sin remite llegó a mi buzón inesperadamente. El Fantasma de las Navidades Pasadas se me apareció con su bigote y sus inquietantes ojos verdes, pero me equivoqué. La carta estaba firmada por Rafa, el profesor de Universidad de Alicante con quien estuve follando un par de meses y a quien dejé de ver tras una lacrimógena charla post-polvo en la que me confesó que se había enamorado de mí. ¡Hasta me propuso irme a vivir con él!

Querido Jesús:

Han pasado ya dos años y siete meses de nuestro último encuentro.
—¿tanto?—
No estoy seguro de que sigas viviendo en esta dirección porque nunca contestaste a mis cartas. Espero que llegues a leer esto.

Muchas cosas han cambiado en mi vida desde entonces. Me han dado la cátedra, he perdido 15 kilos
—qué lástima—
y he conocido a alguien con quien voy a compartir mi vida
—¡mira qué bien!, me alegro de que ya tengas repuesto—.
De hecho, este es el motivo principal para escribirte. Me gustaría que, si puedes y quieres, asistieses a mi boda el próximo 17 de marzo, aquí en Alicante
—¡boda! ¿con una tía?—.

Supongo que te sorprenderá que vaya a dar este paso, pero no creas que para mí ha sido fácil
—-¡joder!, seguro que no; ¡pero si te gusta más una polla que a un tonto un lápiz! ¿Sabe ella que tus amigos te llamaban la Culoenpompa?—.
Pero tengo 42 años y ya estoy un poco cansado de brujulear sin rumbo en busca de algo que no voy a encontrar. Hay cosas que sólo pasan una vez en la vida, y estoy convencido de que el amor verdadero es una de ellas. No me malinterpretes, no estoy reprochándote nada. El amor no se puede ni exigir ni imponer. Pero yo sé que nunca volveré a sentir algo así por nadie, así que, ¿para qué perder más el tiempo?

Toñi es encantadora, seguro que te gustará
—con ese nombre lo dudo—.
Es una mujer fuerte,
cariñosa, pizpireta y me lleva hecho un pincel. Tiene una niña, Tamara, de un matrimonio anterior, así que voy a ser papá sin hacer nada, tiene guasa la cosa
—ya te digo—.

Sé lo que estás pensando: que cómo voy a casarme con una mujer después de lo que pasó entre nosotros
—no se me había ocurrido—.
Pues es muy fácil, ella me quiere mucho y yo a ella también, aunque claro, es un cariño diferente. Hay veces en la vida en que hay que hacer concesiones para conseguir algo, y a estas alturas de la mía yo necesito estabilidad. Y también está mi familia, ya sabes cómo es mi madre
—pues no me acuerdo, pero me la puedo imaginar—.

En fin, sé que lo entenderás. Créeme si te digo que me haría muy feliz verte en la boda, he he hablado de ti a Toñi (sólo lo que se puede contar)
—ya me imagino, si se lo cuentas todo no se casa—
y está deseando conocerte. Te esperamos los dos el próximo 17 de marzo para que nos acompañes en este día tan especial.

Un abrazo sincero de un amigo que no te olvida.

Rafa

P.D: En breve te mandaré el tarjetón, pero quería explicártelo todo antes. Te agradecería que me confirmases tu asistencia lo más pronto posible. Te recuerdo mi teléfono por si lo has traspapelado: 667033...

En otro momento de mi vida habría pensado que no era más que otro maricón hipócrita dispuesto a hundir su vida, y la de una mujer inocente, en un mar de mentiras. Pero la asfixiante similitud con mi propia pesadilla me dejó estupefacto. Recordé los pequeños regalos que estuvo enviando durante meses: unos peluches de Epi y Blas, un muñeco de Michelin antiguo, de los que iban sentados sobre el parachoques de los camiones... Y las breves notas que los acompañaban, que entonces me parecieron un puñado de topicazos sensiblones con ribetes de chantaje emocional, se llenaban ahora de significado, de dolor y de angustia.

Le debía una respuesta, al menos eso. Le escribí dándole la enhorabuena y disculpándome por no poder asistir a la boda: para esas fechas estaría ya en Irlanda. No intenté persuadirle, ni siquiera dejé ver la más mínima sorpresa por ese giro radical en su vida, porque entendí que estaba en su derecho de elegir, de buscar cierta felicidad de la forma que considerase oportuna, aunque estaba claro que esta salida antinatural estaba condenada al fracaso. Al final le pedía perdón por el daño que le pude hacer, porque nunca fue mi intención herirle y si lo hice fue por la inconsciencia del joven inexperto, incapaz de calibrar las consecuencias de sus actos.

Y al echar la carta al buzón, y en los ajetreados días que siguieron, y en la soledad melancólica del aeropuerto, esperando el vuelo que me debía llevar a mi nueva vida, me juré una y mil veces que nunca dejaría que esto volviese a pasar. Nunca volvería a destrozar el corazón de una buena persona.

Tercero

Me vuelve a vibrar la entrepierna: «Parking already». Sonrío, apago el iPod y salvo la vida a Björk, que está a punto de despeñarse por un acantilado para averiguar cómo suena su cuerpo al estrellarse contra las rocas. Esta mujer está como una chota, pero a los genios se les perdona todo. Miro el reloj y luego hacia la salida de peatones. Supongo que vendrá de traje, a su mujer le ha dicho que iba a una de sus ferias de mayoristas. Me equivoqué. Sudadera de rugby, zapatillas deportivas y vaqueros que le sientan como una patada en los huevos, como a todos los gordos. Y para rematar el conjunto, una zarrapastrosa gorra de béisbol que en origen debió de ser azul marino pero que millones de lavadas han convertido en azul mono-de-obrero-sobado. Las canas son más blancas a la luz del día, parece mayor a pesar del atuendo. No hay beso, ni siquiera apretón de manos, sólo un «hi» y dos enormes sonrisas. Corremos hacia el control de seguridad dando gracias por no tener maletas que facturar. Llegamos a la puerta de embarque jadeando por sus kilos y mis cigarros, a tiempo para que la azafata, muy inglesa ella, nos suelte con una sonrisa falsísima: «Han estado a punto de perder el vuelo, disfruten de su viaje». «Lo haremos», contesta Barry echando a andar hacia el túnel. Y con su sonrisa de crío malo me susurra: «es nuestro aniversario, ¿no?».

Mierda, un Boeing. Los Airbus son infinitamente más cómodos y tienen esas pantallitas desplegables que muestran el lugar exacto en el que está el avión en cada momento. En estos tres años he cogido más aviones que en toda mi vida, y al final uno desarrolla filias y fobias como en cualquier otra rutina. Igual que en España un taxista que escucha la
Cope
me provoca desprecio sin conocerlo y no se lleva propina, las azafatas de Aerlingus me caen mejor que las de Ryanair, aunque utilizo mucho más los servicios de esta última por los precios increíbles, procurando no pensar demasiado de dónde recortarán gastos para poder vender vuelos a un euro.

Aparte de la incomodidad, los Boeing son otro ejemplo del imperialismo económico de los yanquis. Es curioso, a poco que uno conozca a los irlandeses se da cuenta de que la animadversión del resto de Europa hacia la cuna de Jotaerre y Charles Manson apenas es visible aquí. En buena medida, porque los irlandeses son miembros fundadores de la patria del Ku Kux Klan, y por lo tanto coinciden bastante con los principios que rigen la mayor dictadura encubierta del planeta (que todavía lo es más desde el 11-S: tortura legal, asesinato legal, censura informativa legal, invasión legal de la privacidad, culto irracional a los símbolos nacionales... ¿Es la Rusia estalinista? No, es el paradigma de la democracia perfecta... tururú).

Y uno de los efectos colaterales de esta admiración es la realidad estadística que dice que Irlanda está a la cabeza de Europa en el índice de obesidad entre su población. Les encanta la comida basura, son adoradores de la mantequilla (que no margarina) y en ningún otro sitio han visto mis ojos tanta y tan presente variedad de chocolatinas en kioscos y supermercados. Uno de los snacks caseros preferidos de este país es el sándwich de mantequilla con patatas fritas de bolsa. Y si a todo esto añadimos la adicción inhumana a la cerveza de todos los colores (aquí todavía se dice que la Guinness es beneficiosa para la salud porque tiene hierro, y cuentan los ancianos que antaño se les daba a los neonatos mezclada con la leche por sus propiedades nutritivas), es fácil explicarse el porqué de sus volúmenes. Me viene todo esto a la cabeza porque delante de nosotros hay un grupo de hinchas de la selección irlandesa de rugby. De los seis, cuatro pesan más de cien kilos y hay un quinto que debe rondar los ciento treinta. Descoloridos tatuajes talegueros decoran sus antebrazos y escupen el argot propio de la zona norte de Dublín, la zona chunga. Yo no consigo pillar más que alguna palabra suelta de este lenguaje barriobajero que mi subconsciente identifica con problemas, pero Barry me traduce y se ríe con algunos de los comentarios.

—Van a ver el partido de mañana.

—Ya me imagino. Y sus mujeres se quedan en casa calladitas por si les llueve una hostia.

—Bueno —se ríe—, digamos que en este tipo de familias los roles están muy definidos, sí.

Estos especímenes de nivel sociocultural bajo, con tendencia al alcoholismo, la violencia y todo tipo de hooliganismos, son conocidos como knackers. Es esta una de las primeras palabras que uno aprende al llegar al país, y por alguna razón tiene un gran éxito entre los españoles, que tendemos a usarla, con razón o sin ella, como aglutinante de todas nuestras fobias. Pero también se aprende pronto a evitar que los supuestos knackers te oigan llamarles así, porque la palabrita en cuestión es sumamente despectiva y la consecuencia más probable es que te partan la cara. Y es que Dublín es una ciudad violenta. Si tenemos en cuenta que mucha de esta gente empieza a beber a las 12 de la mañana (porque antes no se vende alcohol), para las 7 de la tarde de un sábado son ya miles los borrachos que se tambalean por sus calles. A partir de las 10 de la noche no es aconsejable andar solo al norte del río Liffey, e incluso en el sur es fácil encontrar problemas. Yo he desarrollado un rictus de mala hostia que adopto inconscientemente siempre que salgo a la calle para evitar encontronazos con indeseables (la altura también ayuda), y la verdad es que sólo en un par de ocasiones me he visto envuelto en algún altercado sin consecuencias. Pero conozco gente apaleada y apuñalada por el simple hecho de ser gay, o extranjero, o peor aún, las dos cosas.

Tengo mi cazadora sobre las rodillas. La desplazo hasta cubrir también las de Barry y nos cogemos la mano por debajo. Me mira y sonríe traviesamente.

—¿Por qué has llegado tan tarde? Ya pensaba que me habías dado plantón.

—¿Estás loco? Por nada del mundo me perdería este viaje. Llevo toda mi vida esperándolo.

Nos miramos con complicidad, apoyo la cabeza en su hombro mullido y, reconfortado por el suave olor de su axila, me quedo frito en algún lugar sobre el Mar de Irlanda.

Acabamos de tomar tierra en Stansted, son las diez y media de un frío viernes de finales de febrero y aún tenemos una hora de tren hasta el centro de la ciudad más cosmopolita y anónima de Europa. Barry sonríe en silencio bajo su gorra tiñosa. Yo le miro y veo a un crío en un parque de atracciones.

Se me ocurrió en España, el día de Navidad, con la barriga y el espíritu empachados de marisco y familia, deseando que acabase cuanto antes el tradicional martirio de fin de año para volver a mi patria de alquiler. Españoles e irlandeses sufrimos de forma muy similar este tipo de celebraciones seudorreligiosas, y Barry no tardó en responder a mi mensaje de felicitación/pésame confesándose también saturado de familia, corbatas y turkey and ham. Casi un año había pasado ya y nuestras sesiones lúbricas no habían perdido intensidad. Muy al contrario, mi alumno aventajado se esforzaba cada vez más por aprender nuevas y jugosas lecciones, aunque la verdad es que el libro del profesor estaba llegando a sus últimas páginas y a mí me resultaba más y más difícil proponer nuevos firsts con que alimentar su gula carnal. Y fue entonces cuando se me ocurrió el first de todos los firsts, la experiencia llamada a ser el mayor hito en su tardía carrera como gay y que quedaría por los siglos de los siglos en los anales de su analidad.

Nuestros encuentros se han limitado hasta ahora a las habituales sesiones de tarde-noche, apoteósicas, tremendamente satisfactorias para ambos, pero invariablemente mutiladas cuando, en el abrazo posterior, semitraspuestos por el cansancio físico y el sueño, al pobre Barry le vence la responsabilidad del padre de familia y con un resignado «this is too nice» se pone en pie para vestirse y volver a la mentira de su matrimonio. Nunca pudo pasar una noche completa en mi cama. Nunca despertamos juntos. Después de un año, por increíble que parezca, nunca nos habíamos visto las caras a la luz del día.

La proximidad del aniversario de nuestro primer encuentro me dio la idea y, desde el núcleo del opresivo ambiente familiar en el pueblecito del interior valenciano, le envié un esemese proponiendo, sin muchas esperanzas, el que podría ser un importante hito también en mi intensa carrera erótico-afectiva: «Se me ha ocurrido un first para el nuevo año, si lo superas te habrás ganado la licenciatura cum laude. Ahí va: un fin de semana conmigo en Londres para que puedas ejercer de gay 24/7. ¿Te atreves?». Tardó mucho en contestar. Supuse que aquello era demasiado para su doble vida. No era difícil encontrar una excusa para llegar tarde a dormir, pero lo sería un poco más inventar algo creíble para ausentarse un fin de semana completo. Me encontré su respuesta al encender el móvil por la mañana: «¡Me encantaría! Me gusta eso de cum ;-) ¿Para cuándo tenías pensado?». «Bueno, en febrero hace un año de tu primera lección. Sería una buena ceremonia de graduación, ¿no crees?» «Perfecto. Empiezo a mirar fechas. Hablamos cuando vuelvas. Gracias, Santa, por este regalo. Take care.»

No parecía tan descabellado después de todo. Si él era capaz de escaquearse un fin de semana, yo estaba más que dispuesto a corromper aún más a este ejemplar padre de familia que, con 44 años y dos hijos monaguillos, nunca había pisado un bar de ambiente.

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