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Authors: José L. Collado

El día que murió Chanquete (5 page)

BOOK: El día que murió Chanquete
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—Ya, y ella se lo cree.

—¿Y por qué no?

—Y no sospecha nada.

—No creo, es una mujer muy tradicional. Ella es feliz cuidando de los crios y esas cosas. Además, yo salgo a menudo a tomar pintas con amigos y compañeros de trabajo y no pasa nada.

—¿Y follas con ella?

—No follamos desde hace... unos tres años.

—¡Tres años! Pobre mujer.

—¡Qué va! Nunca le gustó mucho el sexo.

—Pues no lo entiendo.

Degustábamos vino y hachís tras un polvo glorioso. Después de la primera lección decidimos prescindir de preámbulos y quedar directamente en casa, donde yo tenía siempre preparada una botella de vino de mi tierra y un par de enormes copas de vidrio azul que compré especialmente para nuestros encuentros. En la casa ya sabían de mis tendencias porque yo mismo se lo conté a los más próximos, que, imagino, se lo contarían al resto. Nadie se escandalizó. Ni siquiera el irlandés de Cork, fanático del rugby, hurling, fútbol y demás deportes, mostró inconveniente en vivir bajo el mismo techo que un invertido. Reconozco que me sorprendió gratamente, pero en todas las ocasiones en que tuve visita procuré ser lo más discreto posible y evitar cualquier molestia al resto de inquilinos.

—¿Y por qué te casaste?

—Me pareció una buena idea en su momento. Yo era muy joven.

—¿Y qué pasaría si encuentras a alguien especial, te enamoras y decides que quieres compartir tu vida con él?

—Si llegase el momento, podría ser divertido.

Pero lo dijo con la seguridad del que sabe que no sucederá nunca. Y yo le reí la broma aliviado, contento de haber encontrado por fin al comodín perfecto, un orondo padre de familia de perilla blanca, ojos grises y panza abundante, con una predisposición innata al sexo más desenfrenado y lúbrico, sin tabúes de ningún tipo y ansioso por descubrir un mundo del que se había autoexcluido durante más de 40 años. Y lo mejor de todo, lo que más tranquilidad me daba, era que jamás podría permitirse el lujo de enamorarse de mí.

Nos abrazamos con ternura en la penumbra de la buhardilla. Nos besamos largamente y terminamos retozando una vez más entre fluidos ya añejos.

Segundo

Yo no podía enamorarme de un ser gris. Desde aquel 9 de octubre del 99 en que la tristeza de sus ojos se clavó en los míos a traición, mi vida ya no volvió a ser la misma. No fue un flechazo, no creo que supiese identificar uno si se me presentase. Fue otra cosa.

Aún no sé qué le llevó a él a dejar a sus amigos para venir a preguntarme por mis orígenes, mi miopía me parece una razón de poco peso. Lo mío fue simple curiosidad, porque de las tres ces apenas si cumplía una y media. Canas abundantes, eso sí, pero carnes escasas, apenas una barriguita cervecera intuida bajo el amplio suéter negro. Calva ninguna. Al contrario, una buena mata de pelo gris alborotado con un leve clareo en la coronilla. Un rápido vistazo a las manos me confirmó la escasez de vello corporal.

—No soy de aquí, he venido al festival —fue mi primera y distante reacción ante la pregunta del desconocido.

—Me refería a si eras español —sonrió clavándome sus ojos verdes—, nadie es de Sitges.

Me hizo gracia. Le expliqué que procuraba no perderme el festival, porque me gusta el cine y es la excusa perfecta para disfrutar unos días de Sitges y de todos sus encantos.

Lo cierto es que ese rincón de la costa barcelonesa tiene algo especial. No es sólo el clima privilegiado que en octubre permite todavía un buen baño en sus playas. Hay también un peculiar clima humano, y es muy normal ver a parejas del mismo sexo recorriendo de la mano el paseo marítimo junto a familias convencionales, niños y suegras incluidos. Nadie se sorprende, no hay miradas reprobadoras ni risitas ahogadas. Es un pequeño paraíso de normalidad, la prueba palpable de que la convivencia en tolerancia es posible. Aunque también están los que, abundando en el tópico de la pela es la pela, ven esa tolerancia como puro interés. Porque es bien sabido que los gays somos un mercado cada vez más apetecible para todo tipo de negocios. Consumistas, caprichosos, con profesiones liberales y sin familias numerosas que mantener, todo lo gay es rentable. Y si no que le pregunten a Mónica Naranjo o al gobernador de Mikonos.

A mis 25 años yo no era precisamente el prototipo del gay caprichoso y consumista. Me alojaba en un hostal cutre de la calle Espalter, justo encima de la sauna, y a las marisquerías del paseo marítimo ni me acercaba. Lo mío era el Pans&Company y los maratones de cine, y entre película y película me entretenía persiguiendo a Jaume Figueras, esa filmoteca andante, paradigma de las tres ces, que suele cubrir el festival todos los años. Nunca me atreví a dirigirle la palabra.

Cuando Enric, que así se llamaba el bigotudo despeinado, me abordó en la terraza del Café Montroig, yo disfrutaba de una cerveza fresquita después de tres horas de cortos de animación en el Casino Prado. Esa terraza de la Calle Marqués de Montroig, más conocida como la Calle del Pecado, es el lugar idóneo desde donde observar al ganado de paso por el pueblo. Todo el mundo desfila por allí tarde o temprano. Es un buen punto para localizar presas a las que atacar más tarde en la vorágine de locales nocturnos de los alrededores. Acababa de pasar por delante de mis narices Jean Paul Gaultier, un asiduo, pero yo hubiese preferido a Gianfranco Ferré.

—¿Te importa que me siente un momento? —susurró el bigotudo mirando de reojo a la mesa de la que se acababa de levantar—. Estos pesados me tienen frito.

Ningún ejemplar interesante había llamado mi atención hasta el momento, así que, contra mi primer impulso, accedí a su petición con la idea de charlar un rato para luego marcharme con alguna excusa a proseguir mi cacería. Pero no iba a ser tan fácil. Se sentó frente a mí sin una palabra a sus acompañantes, cuarentones requemados intentando aparentar diez años menos a base de estridente ropa de marca y maquillaje que debían de creer discreto. Nos miraban cuchicheando y soltando risitas que cuarteaban el barniz sobre sus patas de gallo. A Enric no parecía importarle su descaro, y desde luego a mí mucho menos.

Me contó que estaba allí por placer pero también por trabajo, porque era asesor de contenidos culturales para televisión y le interesaba mucho todo lo audiovisual. Hablaba pausadamente, con una voz suave y amable, sonriendo constantemente. Y la sonrisa de sus labios combinaba de forma extraña con la tristeza de sus ojos verdes. No desentonaba en absoluto. Muy al contrario, el conjunto inspiraba una ternura inquietante, una especie de desprotección encubierta, y la suma de aquella voz sutil y tierna, que no amanerada, terminó por desarmarme como a un adolescente primerizo.

Hablamos durante horas, y coincidimos bastante en los temas que conforman los cimientos de cualquier personalidad: la importancia de la independencia, de la sinceridad con los demás y sobre todo con uno mismo, de la amistad con mayúsculas... A él también le traía sin cuidado el qué dirán y vivía su vida de acuerdo a sus principios. Como yo, odiaba la hipocresía intrínseca de la Iglesia Católica, la prepotencia inculta de los yanquis, los juicios basados en las apariencias, a los homosexuales de doble vida, a la derecha renacida...

—Sabina dijo una vez que un obrero de derechas es un obrero tonto. Yo digo lo mismo de los gays —sentenció repantigado ya en la silla de mimbre.

—Por una vez le doy la razón a Sabina —le seguí la broma, encandilado por la forma y el contenido de cada una de sus palabras.

El único tema en el que discrepamos fue el del físico.

—No soporto a todas esas niñas vestidas iguales, con los mismos músculos, huecos como sus cabezas, las cejas perfiladas y los pechos depilados —abandonó su sonrisa por un momento.

—Y los peores son los que pretenden mantener esa estética a ciertas edades... como tus amigos.

—No son mis amigos, son conocidos del trabajo. Y tienes razón, eso es aún peor. No se dan cuenta de lo patéticos que son, y encima se permiten criticar a todo el que pasa, no veas la tarde que me han dado.

—La edad hay que llevarla con dignidad —decidí tantear el terreno—. A mí me gustan las canas, los kilos de más... incluso una calva puede tener su atractivo.

Observé atentamente su reacción. Se quedó en silencio unos segundos, dio un sorbo a su cerveza y continuó:

—Yo me debería de cuidar más. Las canas no me importan, pero esta cosa que me ha salido aquí —se agarró la barriga con las dos manos—. Siempre he tenido tendencia a engordar, pero hasta hace unos años la controlaba, más o menos. La semana pasada empecé una dieta de esas de comer lo que quieras pero sin mezclar, y una vez a la semana me inyecto unos extractos de alcachofa que diluyen la grasa. Ya sólo me falta ir al gimnasio, porque apuntarme me apunté hace dos meses, pero...

—¡Qué dices! Los gimnasios son los potros de tortura del siglo XX, y el puto culto al cuerpo es la Santa Inquisición vestida de anuncio de yogur. Estás muy bien como estás. Incluso te diría que estarías mucho mejor con unos cuantos kilos más.

—¿Más? ¡Ni hablar! Tú no sabes la cantidad de ropa que ya no me puedo poner.

—Tú mismo, pero unos kilitos más te abrirían mercado. Hay un público para los gorditos, no sé si lo sabes.

—Lo sé, pero no me interesa ser un oso de esos. Y aunque no te lo creas, yo tengo mi público —dijo con fingida altivez.

Por supuesto que me lo creía, yo ya empezaba a ser parte de ese público. íbamos ya por la tercera caña y el grupito de peterpanes había desaparecido sin decir ni mu. Cuando los camareros empezaron a recoger la terraza, Enric propuso tomar una copa en alguno de los bares cercanos. Acepté encantado y me dejé llevar hasta el XXL, cuyo prometedor nombre no hacía justicia al público que lo abarrotaba. Licra, músculos, tatuajes y atuendos para-militares en una concurrencia mayoritariamente extranjera. Se abrió paso hasta la barra y al poco volvió con dos gintónics. Yo ya conocía el local, pero nunca me había aventurado en el laberinto oscuro del piso superior. Y es que no me gustan los cuartos oscuros o similares. Siempre que he entrado en uno, iba ya acompañado. Me resulta inconcebible la idea de tener entre mis brazos a alguien cuyo físico no he visto y que podría ser un delgaducho pellejudo o, peor aún, un cachitas de gimnasio. Recuerdo una ocasión en Valencia, en la antigua discoteca Víctor's, en que ligué con un gordito poco agraciado (a altas horas de la madrugada y con cuatro copas en el cuerpo todos bajamos el listón) y subimos al cuarto oscuro para explorarnos a fondo. Cuando noté una quinta mano en mi culo, solté un codazo certero y arrastré a mi mediocre gordito a la intimidad de una cabina, donde pudimos rematar la faena tranquilamente. Jamás nos volvimos a ver, ni ganas.

La música no estaba mal. House facilón del que te hace seguir el ritmo con la cabeza. Para comunicarse había que gritar con la boca pegada a la oreja contraria, así que aproveché para olfatearle como un perro discreto. Restos de un perfume seco mezclados con un suave olor masculino, el punto justo de sudor fresco y excitante antes de convertirse en alerón cantarín. Una de las veces en que creí que iba a decir algo acerqué la oreja, pero lo que recibí fue un beso fugaz en la mejilla. No me sorprendió, yo estaba reuniendo el valor para hacer algo parecido, así que le di un piquito en los labios y los dos sonreímos y chocamos nuestros vasos en el rincón de la pista de baile al que nos había empujado la marea sudorosa.

Nos miramos largamente, y las miradas decían más que mil palabras, y apuró su copa de un trago y me arrastró de la mano escaleras arriba hacia la zona oculta tras cortinas de camuflaje. El único cubículo libre tenía el pestillo roto, y las paredes de plástico translúcido daban directamente sobre la pista. Aquel metro cuadrado semidescubierto no era exactamente la intimidad que estábamos buscando, pero servía. Apoyados contra la puerta para mantenerla cerrada y golpeados por las luces estroboscópicas de la pista, nos besamos despacio, como a mí me gusta, con un ligero roce de labios primero, reprimiendo el bocado obsceno, avanzando poco a poco en un crescendo culminado con el frenesí de las lenguas desatadas y ansiosas por alcanzar el fondo del esófago contrario. Descubrí la prieta redondez de su barriga, más abundante de lo que mi primera impresión me había hecho temer, y unas tetas generosas de pezones puntiagudos, perfectos para ser mordidos. Así lo hice y pareció gustarle, a juzgar por los suspiros y la tensión en su bragueta. No me equivoqué sobre el vello, pero el triángulo grisáceo de su pecho me pareció suficiente, y el caminito oscuro que lo unía al ombligo y se perdía bajo los pantalones sugería mayor abundancia de cintura para abajo, lo que pude constatar cuando por fin liberé la dichosa hebilla e introduje mi mano bajo la tela. Él parecía encantado con mis atributos, que liberó y chupó con gran habilidad en cuanto tuvo ocasión.

Estaba claro que los dos queríamos más. Era una de esas rarísimas ocasiones en que la comunicación fluye de forma natural al primer contacto, en que das en la diana con cada movimiento y parece que el otro conoce tus debilidades desde siempre.

—Vámonos de aquí —dijo él, harto de empujones a la puerta y bultos curiosos tras las paredes—, este no es lugar para nosotros.

Así que nos recompusimos la vestimenta y salimos aliviados al frescor del benévolo otoño.

Acepté encantado la invitación a su hotel, consciente de lo poco romántico del austero catre de mi hostal, y anduvimos cogidos de la mano por las calles desiertas, en silencio, borrachos y felices. Su hotel resultó ser una preciosa casa de huéspedes con un hermoso jardín y decorada con muebles antiguos. El dueño, un tal Alfredo, era un amigo de Enric de toda la vida, amante de las antigüedades y restaurador él mismo en sus ratos libres, que siempre le tenía reservada una habitación. El cuarto era un acogedor rincón, ocupado casi en su totalidad por una enorme cama cubierta de almohadones con borlas, rasos y pasamanería variada. Demasiado barroca incluso para mí, aunque muy cómoda, aquella cama fue testigo de una noche plagada de lujuria, con ratos de sueño ligero para retomar fuerzas y volver a empezar. Una noche especial y nueva en muchos sentidos. Abrazos estrechos, largos y fuertes, intercambiando energías, fundiendo sudores y olores, con miradas silenciosas, caricias tiernas, y más piruetas de pasión, sin tabúes, sin límites, en sintonía plena, sin palabras por innecesarias, dejando a los instintos fluir en libertad, seguros de estar haciendo feliz al otro, encajados como las dos únicas piezas de un puzle improbable.

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