El anciano cogió unos cubitos de hielo de la cubitera y los puso encima de la mesa.
—No es tan grave —consoló a Robert—. Es exactamente lo mismo que pasaba antes con los cocos, sólo que esta vez no se trata de triángulos, sino de cuadrados:
—Por favor —dijo Robert—, no hace falta que me expliques nada. Hasta un ciego vería lo que ocurre aquí. Son lisa y llanamente números saltarines. Cuento el número de cubitos que hay a cada lado del cuadrado y hago saltar la cifra:
»Bueno, etcétera, como de costumbre.
—Muy bien —dijo el diablo de los números—. Diabólicamente bien. Eres un aprendiz de brujo de primera clase, querido, eso hay que reconocértelo.
—Pero yo quiero bañarme —refunfuñó Robert.
—¿ Quizá aún quieras saber cómo funcionan los números pentagonales? ¿O los hexagonales?
—No, gracias, de verdad que no —dijo Robert. Se puso en pie y saltó al agua.
—¡Espera! —exclamó el diablo de los números—. La piscina entera está llena de números. Espera un momento a que los saque.
Pero Robert ya estaba nadando, y los números se mecían en las olas a su alrededor, todo números triangulares, y nadó hasta que ya no pudo oír lo que le gritaba el anciano, más y más lejos. Porque era una gran piscina infinita, infinita como los números e igual de maravillosa.
—Probablemente crees que soy el único —dijo el diablo de los números cuando volvió a aparecer. En esta ocasión estaba sentado en una silla plegable, en medio de un enorme campo de patatas.
—¿El único qué? —preguntó Robert.
—El único diablo de los números. Pero no es cierto. Soy sólo uno de muchos. Allá de donde vengo, en el paraíso de los números, hay montones de nosotros. Por desgracia no soy el más importante. Los verdaderos jefes están sentados en sus habitaciones, pensando. De vez en cuando uno se ríe y dice algo parecido a: «Rn igual a hn dividido entre función de n por f de n, abre paréntesis, a más theta, cierra paréntesis», y los otros asienten comprensivos y ríen con él. A veces ni siquiera sé de qué hablan.
—Pues para ser un pobre diablo eres bastante engreído —objetó Robert—. ¿Qué quieres, que te compadezca ahora?
—¿Por qué crees que me hacen andar por ahí por las noches? Porque los señores de ahí arriba tienen cosas más importantes que hacer que visitar a principiantes como tú, mi querido Robert.
—O sea que puedo decir que tengo suerte de poder soñar por lo menos contigo.
—Por favor, no me malinterpretes —dijo el amigo de Robert, porque entre tanto se habían hecho casi viejos amigos—, lo que cavilan los señores de ahí arriba no es realmente malo. Uno de ellos, al que aprecio especialmente, es Bonatschi. A veces me cuenta lo que va averiguando. Es italiano. Por desgracia hace mucho que ha muerto, pero eso no significa nada para un diablo de los números. Un tipo simpático, el viejo Bonatschi. Por otra parte, fue uno de los primeros que entendieron el cero. Desde luego no lo inventó, pero en cambio se le ocurrió la idea de los números de Bonatschi. ¡Deslumbrante! Como la mayoría de las buenas ideas, su invento empieza con el uno... ya sabes. Más exactamente, con dos unos: 1 + 1=2.
»Luego coge las dos últimas cifras y las suma:
así que... y luego... otra vez las dos últimas... etcétera.
—Hasta el aburrimiento.
—Naturalmente.
Entonces, el diablo de los números empezó a salmodiar los números de Bonatschi; sentado en su silla plegable, cayó en una especie de canturreo.
Era la más pura ópera de Bonatschi:
—Unounodostrescincoochotreceveintiunotreintaycuatrocincuentaycincoochentaynuevecientocuarentaycuatrodoscientostreintaytrestrescientossetentaysiete...
Robert se tapó los oídos.
—Ya paro —dijo el anciano—. Quizá sea mejor que te los escriba, para que puedas aprendértelos.
—¿Dónde?
—Donde tú quieras. Quizá en un pergamino.
Desatornilló el extremo de su bastón y sacó un fino rollo de papel. Lo tiró al suelo y le dio un golpecito. ¡Es increíble la cantidad de papel que había dentro del bastón! Una interminable serpiente que se desenrolló cada vez más y corrió más y más lejos por los surcos del campo, hasta que su extremo desapareció en la lejanía. Y, naturalmente, en el rollo estaba toda la serie de Bonatschi con sus números:
A partir de ahí, los números estaban tan lejos y eran tan pequeños que Robert ya no pudo leerlos.
—Bueno, ¿y qué? —preguntó Robert.
—Si sumas los cinco primeros y añades uno, te sale el séptimo. Si sumas los seis primeros y añades uno, te sale el octavo. Etcétera.
—Ya —dijo Robert. No parecía especialmente entusiasmado.
—Pero también funciona si te saltas siempre un número de Bonatschi, sólo tienes que tener siempre el primer uno —dijo el diablo de los números.
»Mira:
(y ahora te saltas uno)