El difunto filántropo (16 page)

Read El difunto filántropo Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

Todas sus palabras sonaban a falso y sin duda, por contraste, nunca había dado Maigret una impresión tan tranquila y confiada como en aquel momento.

Parecía de una corpulencia desmesurada. Cuando pasaba bajo la bombilla, casi la rozaba con la cabeza, y sus espaldas llenaban ampliamente el rectángulo de la ventana del mismo modo que los grandes señores medievales, con sus amplias mangas ahuecadas, rozan el marco de los antiguos cuadros.

Continuó poniendo en orden la estancia, lentamente.

—Pero usted sabe que yo no le maté, ¿verdad? —dijo San Hilario enervándose.

—¡Siéntese! —respondió Maigret.

—Prefiero estar de pie.

—¡Siéntese!

Obedeció como un niño miedoso cuando el comisario se volvió hacia él.

Tenía la mirada furtiva y el rostro descompuesto del que, sintiéndose inferior al papel que debe desempeñar, busca la manera de salvar la situación.

—Imagino —refunfuñó Maigret—, que no será preciso que haga venir aquí al inspector de contribuciones de Nevers para que reconozca en usted a su antiguo camarada Emilio Gallet.

»¡Oh! Hubiera sabido descifrar la verdad sin su ayuda. La investigación hubiese durado más tiempo, eso es todo.

»Hacía tiempo que me daba cuenta de que había algo que no encajaba en esta historia. ¡No intente usted comprenderlo! Cuando todas las pruebas contribuyen a embrollar las cosas en lugar de simplificarlas, es que están falseadas.

Y todo, sin excepción, era falso en este asunto. Nada encajaba. El disparo y el cuchillazo. La habitación del patio y el muro. La equimosis de la muñeca izquierda y la llave perdida.

»¡E incluso tres presuntos asesinos!

»¡Pero especialmente Gallet, sonaba a falso tanto vivo como muerto!

»Si el inspector no hubiese hablado, estaba decidido a investigar la vida del muerto, a remontar su pasado tanto como fuese preciso. Hubiese ido al colegio incluso, y allí hubiese sabido la verdad. De hecho usted no debió permanecer mucho tiempo en el colegio de Nantes.

—¡Dos años! ¡Me expulsaron!

—¡Diablos! ¡Jugaba usted a fútbol! ¡Y sin duda iba tras las chicas! ¿Se da cuenta cómo no encaja? Fíjese en esta fotografía. ¡Pero, mírela! Cuando usted saltó el muro del colegio este pobre nombre ya se cuidaba el hígado.

»Hubiese necesitado tiempo para recoger pruebas. Aunque ya conocía lo principal: mi hombre, que tenía necesidad inmediata de encontrar veinte mil francos, no había venido a Sancerre más que para pedírselos a usted.

»¡Y usted le recibió dos veces! ¡Y, por la noche, usted le observaba por encima del muro! Usted sospechaba que iba a matarse, ¿no es cierto? Tal vez incluso él mismo se lo había dicho.

—¡No! Pero me dio la impresión de que estaba muy excitado. Por la tarde hablaba con una voz entrecortada que me impresionó.

—¿Se negó usted a darle los veinte mil francos?

—No podía obrar de otro modo, porque hubiese vuelto a pedírmelos una y otra vez. Además, creo que debía cuidar de mis intereses.

—¿Fue en Saigón, en casa del notario con el que usted trabajaba, cuando se enteró usted de que él iba a heredar?

—¡Sí! Un cliente extravagante había venido para ver al notario. Era un viejo maniático que vivía en los bosques desde hacía veinte años y que apenas veía a un blanco cada tres años. Estaba consumido por las fiebres y por el abuso del opio. Estuve presente durante la conversación.

—¡No tardaré en reventar! —dijo textualmente—. Y todavía no sé si me queda algún familiar por algún sitio. Tal vez quede algún San Hilario, pero lo dudo porque, cuando me fui de Francia, el último estaba tan arruinado que debió morir de consunción. Si queda algún descendiente y puede usted localizarlo será mi heredero universal.

—¡Entonces, se le ocurrió a usted la idea de enriquecerse de un solo golpe! —dijo Maigret abstraído.

A través de aquel hombre de cincuenta años, sudoroso y descompuesto que tenía delante de sí, Maigret creyó ver al alegre calavera, falto de escrúpulos, que había organizado una ceremonia grotesca para poseer a una joven indígena.

—¡Continúe!

—De todos modos, tenía que venir a Francia a causa de las mujeres. Había abusado un poco por allí. Había maridos, hermanos y padres que tenían quejas de mí.

»Tuve la idea de buscar a un San Hilario y no fue cosa fácil. Encontré el rastro de Tiburcio de San Hilario en el Colegio de Bourges. Me dijeron que no sabían qué había sido de él. Supe que era un muchacho serio, reservado, que no había tenido ningún amigo en la escuela.

—¡Qué quiere! —rió Maigret burlonamente—. ¡No tenía ni un centavo en el bolsillo! Lo imprescindible para pagar la pensión hasta que terminase de estudiar.

—En aquel momento, mi idea era de compartir la herencia empleando un medio cualquiera, todavía no había pensado cuál. Pero me di cuenta de que era más difícil compartir la herencia que quedarme con todo. Empleé tres meses para localizarle en el Havre, donde intentaba contratarse como intérprete a bordo de un paquebote.

»Le quedaban diez o doce francos. Le ofrecí algo para beber y aún tuve que sacarle las cosas con sacacorchos. ¡Respondía únicamente con monosílabos!

»Había sido preceptor en un castillo, corrector en una editorial de Rouen, dependiente en una librería.

«Llevaba ya una chaqueta ridícula y una curiosa perilla demasiado escasa de pelo, de color rojizo.

»Me jugué el todo por el todo. Le expliqué que quería hacer fortuna en América y que allí nada ayuda tanto a un hombre, especialmente acerca de las mujeres, como tener un título de nobleza.

»Le propuse comprarle el nombre. Tenía algo de dinero, porque mi padre, que era comerciante de caballos en Nantes, me había dejado una pequeña herencia.

»Pagué treinta mil francos por el derecho a llamarme Tiburcio de San Hilario.

Maigret lanzó una ojeada al retrato, miró a su interlocutor de pies a cabeza y le miró fijamente a los ojos de tal manera que, sin añadir más, éste empezó a hablar con prontitud exagerada.

—¿Acaso no es esto lo que hace un financiero que compra doscientos francos de títulos que sabe que podrá volver a vender un mes más tarde cinco veces más caros? ¡Yo esperé la herencia durante cuatro años! Aquel viejo loco, allí abajo, no se decidía a morirse, en la jungla. Y yo, privado de su dinero, estuve a punto de reventar de hambre.

»Éramos aproximadamente de la misma edad. Era suficiente con un simple cambio de papeles. Por lo demás, estaba a salvo con no volver a poner los pies en Nantes, donde hubiese podido encontrar a alguien que le conociese.

»En cuanto a mí, apenas tenia por qué tomar precauciones. El auténtico Tiburcio no había tenido jamás un amigo. Y generalmente, en los lugares en que trabajó, no dio su auténtico nombre, porque más bien le perjudicaba.

»¿Cree usted que un dependiente de librería se llama Tiburcio de San Hilario?

»Por fin, leí una pequeña nota en los periódicos que anunciaba la herencia y rogaba a los beneficiarios, si es que había alguno, que se diesen a conocer.

»¿Cree usted que no merecía recibir los doscientos mil francos que dejaba el viejo?

Empezaba a recobrar el aplomo animado por el silencio de Maigret, al cual lanzó una ojeada.

—Naturalmente, Gallet, que se había casado y que no nadaba en la abundancia, se presentó inmediatamente; me reprochó mi conducta con un aire tan hosco que por un momento creí incluso que iba a matarme.

»Le di diez mil francos y acabó por aceptarlos.

»Seis meses más tarde volvió. Luego otra vez. Me amenazaba con decir la verdad. Intenté demostrarle que iban a condenarnos a los dos por la misma causa.

»Además, él tenía familia, una familia de la que parecía estar atemorizado.

»Poco a poco fue bajando de tono. Envejecía rápidamente. Con su chaqueta, su perilla, su piel amarillenta y sus ojos de orejas plomizas, me movía a compasión.

»Poco a poco su actitud se transformaba en la de un mendigo. Empezaba siempre reclamando cincuenta mil francos —¡de una vez por todas!—, juraba, y al final se iba con un par de billetes de mil.

»¡Pero sume usted todas las cuentas de los dieciocho años! Le aseguro que si no me hubiese puesto firme hubiera acabado por salir perdiendo.

»¡Yo trabajaba! ¡Buscaba la manera de invertir el dinero! Planté cepas en todas las tierras que están en la parte superior de la propiedad.

»En cambio, él, durante ese tiempo. Hacía ver que viajaba por cuenta de una casa comercial cuando, en realidad, se limitaba al oficio de sablista.

»Le había tomado gusto al asunto. Bajo el nombre de Clément, como ya conoce usted, se dedicaba a hacer visitas periódicamente.

»¿Qué tenía que haber hecho, dígame?

Su voz subía de tono.

Maquinalmente, se levantó.

—El sábado en cuestión quería que le entregase veinte mil francos inmediatamente. Aunque hubiese querido dárselos hubiera sido imposible, porque el banco estaba cerrado. ¡Y, además…! ¡Me parece que ya le había dado bastante dinero otras veces! ¿No cree usted?

»¡Se lo dije así! Le dije que era un degenerado. Por la tarde volvió a la carga, pero con un aire de humildad tan servil que me sentí asqueado.

»¡Un hombre no tiene derecho a abandonarse nunca hasta ese punto! ¡Cada cual juega su partida! ¡Se gana o se pierde! Pero debe saber conservar algo de dignidad en cualquier caso.

—¿También le dijo usted eso? —interrumpió Maigret con un tono de voz sorprendentemente suave.

—¿Por qué no? Esperaba poder darle un poco de energía. Le ofrecí quinientos francos.

Apoyado en la chimenea, el comisario había acercado hacia él el retrato del muerto.

—Quinientos francos —repitió.

—Estoy dispuesto a enseñarle a usted mi libreta de cuentas y podrá comprobar que a fin de cuentas me ha sacado más de doscientos mil francos. Por la noche, yo estaba en el parque.

—Y no muy tranquilo.

—Estaba nervioso, no sé por qué.

»Oí un ruido a este lado del muro. Después vi que arreglaba no sé qué en el árbol. Al principio creí que quería jugarme alguna mala partida.

»Pero desapareció del mismo modo que había llegado. Subí encima del tonel. Él había vuelto a entrar en su habitación y se mantenía en pie junto a la mesa mirando hacia mí. No era posible que me viese.

»Yo no comprendía aún. Puedo jurarle que en aquel momento sentí miedo. El disparo sonó a diez metros del lugar donde yo estaba, y Gallet no se movió.

»Únicamente su mejilla derecha se había puesto completamente encarnada. Empezó a correr la sangre. Gallet seguía en pie, mirando fijamente al mismo punto, como si estuviese esperando algo.

Maigret tomó el revólver que estaba encima de la chimenea. Una cuerda de guitarra, de metal trenzado, igual a las que se utilizan para pescar el lucio, estaba todavía atada a él.

Bajo el cañón del arma había una pequeña caja de hojalata sólidamente atada y unida al gatillo por un hilo tenso.

Maigret abrió la caja con la uña y descubrió en ella un mecanismo idéntico a los que se encuentran fácilmente en los comercios y que permite fotografiarse uno mismo.

Basta con poner tenso un resorte que se dispara por sí mismo al cabo de unos segundos.

Pero, en este caso, el dispositivo era de triple acción, y en consecuencia, era capaz de producir tres disparos.

—¡El resorte debió de aflojarse después del primer disparo! —dijo lentamente, con voz ensordecida.

Las últimas palabras de su interlocutor resonaban en sus oídos: «Únicamente su mejilla derecha se había puesto completamente encamada. Empezó a correr la sangre. Gallet seguía en pie mirando fijamente al mismo punto, como si estuviese esperando algo».

»¡Diablos! ¡Contaba con dos balas más! Sin duda desconfiaba de la precisión del disparo. ¡Con tres balas, tenía la seguridad de recibir una en la cabeza!

»¡Las dos restantes no se habían disparado! Tuvo que sacar el cuchillo del bolsillo.

»Vaciló al apoyar la hoja del cuchillo contra su pecho. Cayó completamente rígido. Estaba muerto, naturalmente. La primera idea que se me ocurrió fue que había intentado vengarse, que debía de haber dejado cuidadosamente preparados algunos papeles que probasen la verdad e incluso tal vez me culpara en ellos de haberle asesinado.

—¡Realmente, es usted un hombre prudente! ¡Y de sangre fría! Usted se dirigió entonces a la cocina para coger unos guantes de caucho.

—¿Acaso debía permitir que la policía encontrase mis huellas en la alcoba? Salí por la verja. Me puse la llave en el bolsillo. ¡Mi visita fue inútil! Había quemado él mismo todos los papeles. Sentí miedo. Sus ojos abiertos me impresionaban. Entré con tanta precipitación que olvidé cerrar la verja con llave. ¿Qué hubiese usted hecho en mi lugar? Al fin y al cabo ya estaba muerto.

»Pasé mucho más miedo el día que estaba jugando a cartas en casa del notario y vino usted diciendo que se habían producido dos disparos.

»Fui a examinar el arma de cerca. No me atreví a tocarla porque, en caso de que sospechasen de mí, era la prueba de mi inocencia.

»Era una pistola automática de seis balas. Comprendí que el resorte, que se había aflojado a causa del disparo, se había puesto tenso de nuevo a consecuencia de influencias atmosféricas ocho días más tarde.

»Pero aún podían quedar tres balas, ¿comprende? Desde entonces he vigilado continuamente esta zona del parque, tenía el oído alerta. Ahora mismo, mientras los dos estábamos aquí, me he cuidado muy bien de colocarme junto a la mesa.

—¡Pero no decía nada cuando me ponía yo! Finalmente, tiró usted la llave al camino cuando le amenacé con registrar su casa.

Los pensionistas, habiendo terminado de cenar, se paseaban por la carretera, y podían oírse sus pasos regulares. Un ruido intermitente de platos llegaba desde la cocina.

—No debí ofrecerle dinero.

Maigret sintió el impulso de reír, y si no hubiese podido contenerse, su risa hubiese sido espantosa.

Estaba de pie delante de su interlocutor, a quien, en altura, le llevaba la cabeza, y al que además doblaba en anchura de espaldas. Maigret le miraba con aire feroz, y balanceaba la mano como para asirlo de repente por el cuello o para aplastarle la cabeza contra la pared.

No obstante, Tiburcio de San Hilario se mostraba bajo un aspecto lastimoso intentando justificarse, buscando la manera de recuperar la confianza en sí mismo.

Era un pobre canalla que no tenía suficiente valor para hacer frente a su propia canallada. ¡Quién sabe si tenía clara conciencia de ella!

Other books

Dreams of Gold by Carroll-Bradd, Linda
No Such Person by Caroline B. Cooney
My Man Godric by Cooper, R.
Collected Stories by Isaac Bashevis Singer
The Dead Man by Joel Goldman
Wolves of Haven: Lone by Danae Ayusso
Show & Tell by Rhonda Nelson
Alice in the Middle by Judi Curtin
Saving Sam (The Wounded Warriors Book 1) by Beaudelaire, Simone, Northup, J.M.