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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El difunto filántropo (9 page)

BOOK: El difunto filántropo
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Desde las siete de la mañana no había levantado la cabeza de su trabajo, más que cuando Maigret entraba de repente o pasaba por delante de la ventana que daba al camino de las ortigas.

—¿Nada?


Yo le

—¿Cómo?

—Acabo de encontrar las palabras
yo le
¡y aún gracias! porque falta la
e
.

Había extendido sobre la mesa unas placas de cristal muy delgadas, que iba untando con cola líquida a medida que ésta se calentaba en el infiernillo. De vez en cuando se acercaba a la chimenea y recogía con cuidado uno de los muchos pedazos de papel quemado y lo ponía en una de las placas.

La ceniza era frágil, quebradiza, fácil de desmenuzar. A veces era necesario esperar cinco minutos, para que se ablandase al contacto con el vapor de agua. Después de esta operación, quedaba pegada en el cristal.

José Moers tenía frente a él un estuche que era un auténtico laboratorio portátil. Los pedazos de papel carbonizados tenían a lo sumo unos siete u ocho centímetros. Los más pequeños de ellos se reducían a polvo.

Óbolo / prepara- / yo le

Éste era el resultado de dos horas de trabajo, pero, al contrario de lo que le sucedía a Maigret, Moers seguía inmutable ante la idea de que aún no había examinado más que una centésima parte del contenido de la chimenea.

Una mosca grande y violácea con reflejos metálicos zumbó durante largo rato en torno a la cabeza de Moers. Por tres veces se detuvo en su frente y ni tan sólo esbozó un gesto para apartarla. Tal vez no había reparado en ella.

—¡Lo que me molesta es que cada vez que abre usted la puerta hay corriente de aire! —se quejó dirigiéndose a Maigret—. Por su culpa he perdido un pedazo de ceniza.

—¡Está bien! ¡Entraré por la ventana! No lo dijo en broma. Lo hizo así. Los papeles seguían en esta habitación que Maigret había escogido como gabinete de trabajo y en la que no se había tocado nada, ni tan solo la ropa extendida en el suelo atravesada por el puñal.

El comisario estaba impaciente por conocer el resultado de las indagaciones del perito iniciadas a petición suya y, mientras esperaba, no podía estarse quieto.

Estuvo paseando durante un cuarto de hora con la cabeza gacha y las manos en la espalda por el camino lleno de sol. Después, saltó por la ventana y mientras se secaba el sudor del rostro reluciente y tostado par el sol, rezongó:

—¡Qué despacio va esto!

¿Le oyó Moers? Sus gestos eran delicados como los de una manicura y su única preocupación la constituían las placas de cristal que iban cubriéndose de manchas negras de contornos irregulares.

Maigret estaba nervioso porque no tenía nada que hacer, o para ser más exactos, prefería no intentar nada antes de cerciorarse del contenido de los papeles quemados la noche del crimen.

Y mientras recorría a grandes zancadas el camino en el que el follaje de los robles hacía bailar con ligereza manchas de luz y de sombra por todo su cuerpo, Maigret examinaba minuciosamente las mismas ideas una y otra vez.

—Enrique y Eleonora Boursang pueden haber matado a Gallet antes de ir a la estación. Eleonora puede haber venido sola para matarle después de haberse ido su amante. ¡Por último, están el muro y la llave! Y por añadidura hay un tal señor Jacob cuyas cartas guardaba Gallet temerosamente.

Dos veces consecutivas se acercó a la cerradura para examinarla y no descubrió en ella nada nuevo. Luego, mientras pasaba por delante del lugar en que Gallet se había encaramado al muro, tomó una decisión repentina, se quitó la chaqueta y apoyó la punta del pie derecho en la primera hendidura entre dos piedras.

Pesaba unos cien kilos; no obstante, apenas tuvo dificultad en asirse a unas ramas que colgaban y, una vez que las tuvo en la mano, fue un juego de niños terminar la ascensión.

El muro estaba construido con piedras sin labrar, irregulares y recubiertas con una capa de cal. La parte alta estaba formada por una hilera de ladrillos colocados en posición horizontal. El musgo la había invadido, e incluso crecían en ella algunas gramíneas bastante altas.

Desde su lugar, Maigret podía ver perfectamente a Moers ocupado en descifrar algo con la lupa.

—¿Hay alguna novedad? —dijo Maigret gritando.

—Una
s
y una coma.

Por encima de su cabeza tenía, no el follaje de un roble, sino el de un haya que crecía dentro del cercado.

Se arrodilló porque el muro no era ancho y no se sentía seguro de su equilibrio; examinó el musgo a izquierda y a derecha y murmuró:

—¡Vaya, vaya!

El descubrimiento no era sensacional. Comprobó solamente que el musgo había sido pisoteado e incluso arrancado parcialmente en un lugar preciso, justo encima de las huellas del muro y en ninguna otra parte más.

—Tengo que averiguar si saltó dentro del cercado de la propiedad.

Esta zona no podía considerarse incluida en el parque. La utilizaban para dejar trastos, sin duda, porque el terreno estaba poblado de numerosos árboles.

A unos diez metros de Maigret se amontonaban algunas barricas vacías; estaban rotas o desprovistas de aros. Se veían también botellas —algunas de ellas de productos farmacéuticos—, cajas, una segadora estropeada, herramientas oxidadas y paquetes de periódicos antiguos atados con cordeles que, empapados por las lluvias, secados al sol, faltos de color y sucios de tierra daban auténtica pena.

Antes de bajar del muro Maigret se aseguró de que debajo suyo, es decir, debajo del lugar que ocupó Gallet, no había ninguna huella en el suelo. Para no arriesgarse a arañar el muro saltó, procurando caer a gatas para no lastimarse.

De la finca de Tiburcio de San Hilario no se veían más que algunas manchas claras a través del follaje. Se oía el ronroneo de un motor que servía —según se había informado Maigret por la mañana— para conducir el agua del pozo a los depósitos de la casa.

En aquel lugar abundaban las moscas a causa de los trastos viejos amontonados en él. A cada instante, el comisario se veía obligado a apartarlas de un manotazo; cosa que realizaba con creciente mal humor.

—Primero el muro.

Fue fácil examinarlo; el interior, igual que el exterior del muro había sido revocado con cal la primavera pasada. Así pues, pudo comprobar sin dificultad que no había en él ninguna mancha ni ningún rasguño, como tampoco había huella alguna en una zona de diez metros a la redonda.

En cambio, cerca de los toneles y de las botellas, el policía señaló que habían arrastrado una barrica unos dos o tres metros para aproximarse al pie del muro. Todavía estaba allí. Maigret se subió a ella y quedó a una altura en que su cabeza sobresalía del cercado y a una distancia exacta de diez metros del lugar en donde había saltado.

Desde el punto en que se encontraba también podía ver a Moers que seguía trabajando sin detenerse ni para secarse el sudor.

—¿Todavía no hay nada?


Clignancourt
. Pero creo que este trozo es mejor que los otros.

El musgo del muro, encima de la barrica, no estaba arrancado sino apostado como si alguien hubiese apoyado los brazos en él. Maigret lo probó un poco más lejos y obtuvo idénticos resultados.

—Esto prueba que Gallet subió al muro, pero no saltó al interior del cercado. Por su parte, un desconocido procedente del interior de la propiedad se subió a esta barrica, pero no se encaramó al muro ni salió del cercado, al menos por este procedimiento.

Si los paseantes nocturnos hubieran sido un muchacho y una joven, el asunto sería algo más comprensible. De todos modos, quienquiera que fuese el que se encontrara en el interior del cercado hubiese podido arrastrar la barrica más cerca de su compañero.

¡Desde luego no podía pensarse en una entrevista amorosa! No había duda de que uno de los dos personajes era el señor Gallet, que se había quitado la chaqueta para entregarse a este ejercicio tan incompatible con su personalidad.

¿Sería Tiburcio de San Hilario el segundo personaje?

Los dos hombres se habían visto dos veces, por la mañana y por la tarde, sin ocultarse. ¡Era poco probable que hubiesen decidido emplear tal procedimiento para verse una vez más y en la oscuridad!

¡Y a diez metros de distancia! ¡No hubieran podido oírse sin alzar la voz!

—A menos que no hayan venido por separado, primero uno y después otro.

Pero, ¿cuál de los dos había subido primero al muro? Y, ¿se habían encontrado?

Desde el tonel a la habitación de Gallet la distancia era aproximadamente de siete metros, o sea la misma distancia en que se produjo el disparo.

Cuando Maigret se volvió, se encontró con el jardinero que le miraba atónito.

—¡Ah! Eres tú —dijo el inspector—. ¿Está tu patrón en casa?

—Se ha ido a pescar.

—Ya sabes que soy de la policía, ¿no? Quisiera salir de aquí sin tener que saltar por el muro. ¿Quieres abrirme la verja que está al extremo del camino de las ortigas?

—¡Es fácil! —se limitó a decir el hombre, mientras andaba en aquella dirección.

—¿Tienes la llave?

—¡No! Pero ya verá.

Cuando llegó cerca de ella, hundió la mano con decisión en el hueco de dos piedras y quedó sorprendido:

—¡Caramba!

—¿Qué pasa?

—¡No está la llave! Yo mismo la dejé aquí el año pasado cuando sacaron por esta puerta dos robles que habían cortado.

—¿Lo sabía el patrón?

—¡Pardiez!

—¿No recuerdas haberle visto pasar por aquí?

—No, desde hace un año.

Una nueva versión de los hechos se dibujaba automáticamente en la mente del comisario: Tiburcio de San Hilario, subido al tonel, disparando en dirección a Gallet, rodeando el muro para salir por la verja, y saltando al interior de la alcoba de la víctima.

¡Pero era una versión tan inverosímil! Suponiendo que la cerradura oxidada no hubiese opuesto resistencia, se necesitaban tres minutos para recorrer la distancia que separaba los dos puntos.

Y durante estos tres minutos, Gallet no gritó, no cayó, sino simplemente sacó el cuchillo del bolsillo para enfrentarse a un posible agresor.

¡La versión sonaba a falso! ¡Rechinaba del mismo modo que debió hacerlo la verja! Y, a pesar de todo, ¡era la hipótesis que se desprendía materialmente de los hechos!

—De todos modos, ¡había un hombre detrás del muro!

Éste era un hecho admitido. Pero nada probaba que este hombre fuese San Hilario, a excepción del cuento de la llave perdida y el hecho de que el desconocido se encontraba en su propiedad.

Por otra parte, dos personas estrechamente relacionadas con Gallet y que podían tener interés en que muriese se encontraban en aquel momento en Sancerre, y no habían pruebas fehacientes de que no hubiesen puesto los pies en el camino de las ortigas: se trataba de Enrique Gallet y de Eleonora.

Maigret aplastó un tábano en su mejilla. Moers se asomó por la ventana:

—¡Comisario!

—¿Hay algo nuevo?

Pero el flamenco ya había desaparecido en el interior de la habitación.

Antes de decidirse a salir dando la vuelta por el muelle, Maigret sacudió la verja y contrariamente a lo que esperaba, cedió.

—¡Vaya! ¡No está cerrada! —exclamó el jardinero examinando la cerradura—. ¡Es curioso! ¿verdad?

Maigret estuvo a punto de decirle que no hablase a San Hilario de su visita, pero, considerando al jardinero, le pareció que era un hombre de pocos alcances y no quiso complicar las cosas.

—¿Por qué me ha llamado? —preguntó algo más tarde a Moers.

Éste había encendido una vela y miraba al trasluz la placa de cristal cubierta de negro casi por completo.

—¿Conoce usted a un tal Jacob? —preguntó, volviendo la cabeza con satisfacción para contemplar el conjunto de su trabajo.

—¡Diablos! ¿Qué más?

—¡Nada más! —Una de las cartas quemadas llevaba la firma del señor Jacob.

—¿Eso es todo?

—Casi. Estaba escrita en papel cuadriculado, debieron arrancarlo de un registro. Sólo he encontrado algunas palabras sueltas que estuviesen escritas en papel de la misma clase.
De ningún modo
. ¡En fin!, creo que se trata de esta expresión, porque faltan las primeras letras.
Lunes
.

Maigret esperaba que continuase, frunciendo el entrecejo y apretando entre los dientes el emboquillado de la pipa.

—¿Qué más?

—He encontrado subrayada dos veces la palabra
prisión
. A menos que no haya desaparecido un pedazo de papel y que no se trate de
prisionero
o
prisionera
. Finalmente, he encontrado
numera-
. Sólo encuentro una palabra que comience de este modo:
numerario
. Puesto que es poco probable que la carta hable de
numerador
. Y además, hay en otra parte el número 20.000.

—¿No hay ninguna dirección?

—Ya se lo dije antes:
Clignancourt
. Desgraciadamente soy incapaz de reconstruir el orden de las palabras.

—¿Y la letra?

—¡No hay letra que valga! Está escrito a máquina.

El señor Tardivon había tomado la costumbre de servir personalmente a Maigret y lo hacía adoptando un aire de discreción afectada mezclado con cierta complicidad familiar.

—¡Un telegrama, comisario! —gritó antes de llamar.

Sentía vivos deseos de entrar en la habitación, intrigado por el misterioso trabajo que realizaba en ella Moers. Viendo que el policía se apresuraba a cerrar la puerta preguntó amablemente:

—¿Quiere usted tomar alguna cosa?

—¡Absolutamente nada! —respondió Maigret con resolución, mientras abría el telegrama.

Eran noticias de la Policía Judicial de París a la que el comisario había pedido algunos informes. Decía:

«Emilio Gallet no deja testamento. La herencia se compone de la casa de Saint-Fargeau, valorada en cien mil francos comprendido el mobiliario, y tres mil quinientos francos depositados en banco.

»Aurora Gallet cobrará seguro de vida de trescientos mil francos hecho por su esposo en 1925, compañía
Atente
.

»Enrique Gallet reanudó el trabajo en banco Sovrinos el jueves. Eleonora Boursang ausente de París. Pasa vacaciones en el Loira».

—¡Pardiez! —refunfuñó Maigret abstraído, luego se volvió hacia José Moers.

—¿Entiende usted algo en asuntos de seguros?

—Depende —respondió modestamente el joven que llevaba los lentes tan apretados, que su rostro parecía contraído.

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