El difunto filántropo (8 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

BOOK: El difunto filántropo
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—¿Tiene usted una bicicleta? ¿Quiere llegarse en un salto a la estación y preguntar a qué hora tomó el tren de París, el sábado, Enrique Gallet, un joven de veinticinco años, alto y delgado, con traje oscuro y gafas de concha? ¡Un momento! ¿No ha oído hablar de un tal señor Jacob?

—Como no sea el de la Biblia —se aventuró a decir el cabo brigada.

La ropa de Emilio Gallet seguía extendida en el suelo como una caricatura del cadáver. En el momento en que el gendarme se dirigía hacia la puerta, llamaron y el señor Tardivon dijo:

—¡Hay una visita para usted, señor comisario! Una tal señora Boursang quiere hablar un momento con usted.

El cabo brigada hubiera preferido quedarse, pero su compañero no le invitó. Maigret lanzó una ojeada de satisfacción a la estancia y dijo:

—Que pase.

Se inclinó hacia el maniquí deshinchado, titubeó, sonrió ligeramente, clavó el cuchillo a la altura del corazón, y comprimió con el dedo el tabaco de la pipa.

* * *

Eleonora Boursang se había puesto un traje de chaqueta claro de corte discreto que, lejos de hacerla parecer más joven, le daba un aire de treinta y cinco años en lugar de treinta.

Llevaba las medias tensas, zapatos adecuados y los cabellos rubios cuidadosamente peinados bajo un pequeño sombrero blanco de paja. Llevaba guantes.

Maigret se había retirado a un rincón más oscuro, lleno de curiosidad por ver su aparición. Cuando el señor Tardivon la dejó en el umbral, se detuvo un instante antes de entrar, desconcertada por el contraste entre la luz violenta de la ventana y el claroscuro de la estancia.

—¿El comisario Maigret? —dijo al fin adelantando algunos pasos en dirección a la vaga silueta que adivinaba en el rincón—. Siento molestarle, señor.

—¡Siéntese, por favor!

Maigret esperó, afectando un humor desapacible v sin ayudar para nada a Eleonora Boursang con su actitud.

—Enrique ha debido hablarle de mí; por este motivo, encontrándome en Sancerre, me he permitido venir a molestarle.

Siguió guardando silencio sin conseguir inquietarla. Eleonora hablaba sin precipitación, con cierto aire de dignidad que recordaba a la señora Gallet.

Era una señora Gallet más joven, un poco más bonita de lo que debió de haber sido la madre de Enrique, pero, como ella, representaba la encarnación de la clase media.

—Debe usted comprender mi situación. Después de este… este terrible drama, estaba dispuesta a abandonar Sancerre, pero Enrique, en su carta, me ha aconsejado que me quedase. Le he visto a usted dos o tres veces. A través de la gente del pueblo, he sabido que usted está encargado de descubrir al asesino. Así que me he decidido a venir para preguntarle si había encontrado usted algún indicio. Mi situación es muy delicada teniendo en cuenta que oficialmente no soy nada para Enrique, ni para su familia.

No parecía haber preparado el relato. Las frases acudían a sus labios sin ningún esfuerzo, hablaba sin precipitación.

En varias ocasiones su mirada se detuvo sobre el puñal clavado en la extravagante figura, que los vestidos dibujaban en el suelo. No dio señales de alteración.

—¿Le ha encargado su amante que viniese a sonsacarme? —dijo de repente Maigret con buscada brutalidad.

—¡Nadie me ha encargado nada! Enrique está agobiado por el golpe que ha recibido. Ha sido terrible que no haya podido estar a su lado en este trance.

—¿Hace mucho tiempo que le conoce usted?

Eleonora no pareció darse cuenta de que la entrevista se desarrollaba como un interrogatorio, su voz era la misma.

—Hace tres años. Yo entonces tenía treinta. Enrique sólo tiene veinticinco. Soy viuda.

—¿Es usted de París?

—Soy de Lille. Mi padre era contable en una fábrica de hilados. A los veinte años me casé con un ingeniero textil, que murió de accidente en la fábrica cuando aún no llevábamos un año casados. Yo tenía derecho a recibir una renta de la sociedad en que trabajaba mi marido. Pero la empresa afirmó que el accidente se produjo a consecuencia de una imprudencia de la víctima. Entonces, viéndome forzada a ganarme la vida y no queriendo trabajar en una ciudad donde todos me conocían, me trasladé a París. Entré como cajera en una casa comercial de la calle Réaumur.

»Presenté una demanda contra la fábrica de hilados. El asunto pasó por todas las jurisdicciones.

»Solamente hace dos años que gané la causa y, estando a cubierto de necesidades, pude dejar mi empleo.

—¿Era usted cajera cuando conoció a Enrique Gallet?

—¡Sí! Él venía a menudo a ver a los dueños como empleado del banco Sovrinos, se encargaba de colocar los valores financieros entre los clientes.

—¿No han hablado nunca de casarse?

—Al principio sí, pero si me hubiese casado antes de ganar el juicio, mi posición delante del tribunal hubiera sido poco favorable, teniendo en cuenta que reclamaba una pensión.

—¿Es usted la amante de Enrique Gallet?

—No me asusta la palabra. Vivimos tan unidos como si hubiéramos pasado por la alcaldía. Llevamos tres años viéndonos a diario, comiendo juntos todos los días.

—No obstante, él no vive con usted, en la calle Turenne.

—Es por su familia. Son personas de moral muy severa, igual que mis padres. Enrique ha preferido evitar las desavenencias con los suyos y no les ha dicho nada sobre nuestras relaciones. De todos modos, siempre ha existido el acuerdo de que, cuando no haya obstáculos y tengamos suficiente para irnos a vivir al Sur, nos casaremos.

Incluso en las preguntas más indiscretas no había indecisión en su actitud. Una vez que la mirada del comisario se deslizó por sus piernas, Eleonora se bajó la falda con gesto sencillo.

—Estoy obligado a informarme de detalles. Si Enrique comía en su casa. ¿No intervenía en los gastos?

—¡Es muy sencillo! Yo llevaba las cuentas como hace cualquier matrimonio organizado. A fin de mes, él me pagaba la mitad de lo que había gastado en comida.

—Ha hablado usted de irse a vivir al Sur. ¿Quiere esto decir que Enrique tiene sus ahorros?

—¡Como yo! Ya habrá observado usted que no es un hombre de complexión fuerte. Los médicos le recomiendan aire libre. Pero uno no puede ir a vivir al campo cuando tiene que ganarse la vida y no tiene un oficio manual. A mí también me gusta el campo. De momento, vivimos modestamente. Ya le he dicho que Enrique trabaja en un banco en asuntos de inversiones. El banco Sovrinos es una pequeña empresa que se encarga especialmente de asuntos de especulación. Por consiguiente, él está enterado de estas cosas y todos nuestros ahorros los invertimos en la bolsa.

—¿Por separado?

—¡Naturalmente! Comprenderá que no podemos saber lo que nos reserva el futuro.

—¿Qué capital ha conseguido reunir de este modo?

—Es difícil de precisar con exactitud, porque el dinero está en títulos que cambian de valor de un día a otro. Más o menos unos cuarenta o cincuenta mil francos.

—¿Y Gallet?

—¡Mucho más! A veces, no se atrevía a embarcarme en especulaciones demasiado arriesgadas, como las minas de
La Plata
, en agosto pasado. Enrique debe tener ahora unos cien mil francos.

—¿En qué cifra han decidido pararse?

—En quinientos mil. Calculamos trabajar todavía tres años en esto.

Maigret la miraba ahora con sentimiento próximo a la admiración. Pero era una admiración particular, teñida de fuerte repulsión.

¡Eleonora tenía treinta años! ¡Enrique veinticinco! ¡Se querían o al menos habían decidido vivir juntos! ¡Y sus relaciones estaban establecidas como las de dos socios en un asunto comercial!

Eleonora hablaba de ellas con sencillez, incluso con cierto orgullo.

—¿Hace tiempo que está usted en Sancerre?

—Llegué el 20 de junio para quedarme un mes.

—¿Por qué no se hospedó usted en el
Hotel del Loira
o en el del
Comercio
?

—¡Son demasiado caros para mí! En la pensión
Germain
en el extremo del pueblo, no pago más que veinte francos diarios.

—¿Vino Enrique el día 25? ¿A qué hora?

—Sólo tiene libres los sábados y domingos. Pero tenemos establecido que los domingos pase el día en Saint-Fargeau. Llegó el sábado por la mañana y volvió a marcharse por la tarde en el último tren.

—¿A qué hora?

—A las 11 y 32. Le acompañé a la estación.

—¿Sabía usted que el padre de Enrique estaba aquí?

—Enrique me dijo que le había encontrado. Estaba fuera de sí porque creía que su padre había venido para observarnos y no quería ver a su familia mezclada en nuestros asuntos.

—¿Conocían los Gallet la existencia de los cien mil francos?

—¡Naturalmente! Enrique es mayor de edad. ¿Acaso no tiene derecho a organizar su vida?

—¿En qué términos hablaba su amante acerca de su padre, normalmente?

—Le molestaba un poco su falta de ambición. Acostumbraba a decir que era un desastre, que a su edad vendiera todavía lo que él llamaba «quincallería». Por lo demás era muy respetuoso, especialmente con su madre.

—¿Entonces no sabía que Emilio Gallet, en realidad, no era más que un estafador?

—¿Un estafador? ¿Él?

—Y que hacía dieciocho años que no se ocupaba en absoluto de su «quincallería».

—¡No es posible!

¿Estaba representando una comedia, mientras miraba al lúgubre maniquí con admiración?

—¡Me siento aturdida, comisario! ¡Él! ¡Con sus manías, sus trajes ridículos y su proceder de jubilado pobre!

—¿Qué hicieron ustedes el sábado al mediodía?

—Estuvimos paseando por la parte alta de la colina. Cuando nos separamos y Enrique se disponía a volver al
Hotel del Comercio
se encontró a su padre. Volvimos a encontrarnos a las ocho de la noche y también esta vez estuvimos paseando un rato, aunque lo hicimos por la parte opuesta, hasta que pasó el tren.

—¿No pasaron ustedes por las cercanías de este hotel?

—Era preferible evitar un encuentro.

—Usted volvió sola desde la estación. Atravesó el puente.

—Y tomé la primera esquina a la izquierda para llegar lo más pronto posible a la pensión
Germain
. No me gusta pasear sola por la noche.

—¿Conoce a Tiburcio de San Hilario?

—¿Quién es? No había oído nunca este nombre. Espero, comisario, que no sospecha usted de Enrique.

Su semblante se animó, pero siguió conservando la sangre fría.

—Si he venido a verle, es porque le conozco bien. Casi toda su vida ha estado enfermo y esto ha influido en su carácter, es huraño y desconfiado. Algunas veces hemos pasado juntos varias horas sin hablar.

»Ha sido pura coincidencia que haya encontrado a su padre precisamente aquí. Pero sé muy bien que esta coincidencia puede parecer sospechosa.

»Él es demasiado orgulloso para defenderse. No sé qué le habrá dicho a usted. ¿Se ha limitado a responder a sus preguntas? Lo que puedo jurarle es que no se separó de mí ni un instante desde las ocho de la noche hasta el momento de tomar el tren. Estaba muy nervioso. Temía que su madre se enterase de nuestras relaciones, ya que siempre sintió mucho cariño por ella y se daba cuenta de que intentaría alejarle de mí.

»¡Sé que no soy una muchacha joven! ¡Soy cinco años mayor que él! Además, he sido su amante.

»No estaré tranquila hasta saber que el asesino está encarcelado, sobre todo por Enrique, que es suficientemente inteligente como para comprender que el encuentro con su padre tiene que hacer surgir necesariamente odiosas sospechas.

Maigret siguió mirándola con admiración. Se preguntaba por qué esta gestión que era realmente meritoria no conseguía conmoverle.

Incluso al pronunciar las últimas frases con ligera vehemencia, Eleonora Boursang seguía siendo dueña de sí misma. Maigret se las arregló para dejar al descubierto una fotografía de gran tamaño, enviada por la Identidad Judicial, que representaba al cadáver tal como había sido encontrado y la mirada de la mujer se deslizó por ella sin reparar en el aspecto impresionante de esta estampa.

—¿No ha encontrado usted nada?

—¿Conoce usted a un tal señor Jacob? Eleonora le ofreció su mirada como si quisiera invitarle a leer en ella su sinceridad.

—No conozco a nadie con este nombre. ¿Quién es? ¿El asesino?

—¡Tal vez! —concluyó Maigret andando hacia la puerta.

Eleonora Boursang salió tal como había entrado.

—Señor comisario, ¿permite usted que venga de vez en cuando a pedirle noticias?

—¡Cuando usted quiera!

El cabo brigada esperaba pacientemente en el pasillo. Cuando la visita hubo desaparecido, lanzó una mirada interrogadora al comisario.

—¿Qué le han dicho en la estación? —preguntó este último.

—El joven tomó el tren de París a las 11 y 32 con un billete de vuelta de tercera clase.

—¡Y el crimen se cometió entre las once y las doce y media! —murmuró el comisario ensimismado—. Dándose prisa, se puede ir de aquí a Sancerre en diez minutos. El asesino pudo dar el golpe entre las 11 y las 11:20. Si se necesitan diez minutos para ir a la estación, no hace falta más para volver. Por otra parte, Gallet pudo ser asesinado entre las doce menos cuarto y las doce y media por alguien que regresase de la estación.

»¡Si no fuese por el cuento de la verja!

»¡Y además! ¿Qué diablos fue a hacer Emilio Gallet en el muro?

El cabo brigada se había sentado en el mismo lugar que antes y asentía esperando que Maigret prosiguiera. Pero no hubo continuación.

—¡Vamos a tomar un aperitivo! —dijo Maigret.

VI
La entrevista en el muro

—¿Nada nuevo todavía?

—¡
Óbolo
!

—¿Qué palabra había dicho antes?

—¡
Preparativos
! ¡Al menos eso supongo! Falta
-tivos
. Podría ser
-ción
.

Maigret suspiró encogiéndose de hombros y salió de la fresca estancia en la que, desde la mañana, un joven alto, delgado y pelirrojo, de semblante gracioso y flema nórdica estaba inclinado sobre la mesa entregado a un trabajo capaz de acabar la paciencia de un santo.

Se llamaba José Moers y su acento revelaba su origen flamenco.

Trabajaba en los laboratorios de la Identidad Judicial y había ido a Sancerre a instancias de Maigret, instalándose en la alcoba de la víctima, donde había arreglado sus cosas entre las que contaba un curioso infiernillo de alcohol.

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