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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El difunto filántropo (6 page)

BOOK: El difunto filántropo
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Aún no había tenido tiempo de examinar la habitación del crimen ni los vestidos de la víctima, que habían sido guardados en su habitación después de la autopsia.

Al principio el asunto parecía no tener importancia. Un hombre, que aparentemente pertenecía a la pequeña burguesía, había sido asesinado por un desconocido en la habitación de un hotel.

Pero, a medida que se descubrían más datos, uno a uno complicaban el asunto en lugar de simplificarlo.

—¿La hacemos subir a su habitación, señor comisario? —gritó una voz desde el patio—. Es la mujer del jardinero.

Una comadre digna y robusta, que sin duda se había arreglado más que de costumbre para esta ocasión, entró buscando a Maigret con la mirada llena de desconfianza pueblerina.

—¿Tiene algo que decirme a propósito del señor Clément?

—A propósito del señor que ha muerto y que salió retratado en los periódicos. ¿Es verdad que usted da cincuenta francos por la información?

—¡Si le vio usted el sábado 25, sí!

—¿Y si le vi dos veces?

—¡Está bien! ¡Tal vez tendrá usted cien francos! Hable.

—Primero, necesito que me prometa que no va a decir nada a mi marido. No es porque él dependa del patrón, sino porque se gastaría los cien francos en bebida. Desde luego yo prefiero mucho más que el señor Tiburcio no sepa que soy yo quien lo ha dicho. Porque cuando vi al señor que ha muerto asesinado estaba con el patrón. La primera vez fue por la mañana, alrededor de las once. Se paseaban juntos por el parque del castillo.

—¿Está segura de que era él?

—Tanto como ahora lo estoy de usted. Tampoco hay tantos parecidos a él. Hablaron juntos durante una hora más o menos. Después, por la tarde, volví a verlos por la ventana del salón, y me pareció que estaban discutiendo.

—¿Qué hora era?

—Acababan de dar las cinco. Cuenta por dos veces, ¿verdad?

No separó la mirada de la mano de Maigret mientras éste tomaba un billete de cien francos de su cartera; suspiró como si lamentase no haber seguido la pista del señor Clément durante aquel sábado.

—Creo que volví a verle por tercera vez —dijo indecisa—. Pero me parece que esta vez no cuenta. Algunos minutos más tarde, el señor Tiburcio le acompañó hasta la verja.

—¡Efectivamente, esta vez no cuenta! —resolvió Maigret empujándola hacia la puerta.

Encendió la pipa, se puso el sombrero, y una vez en el café se detuvo delante del señor Tardivon.

—¿Hace mucho tiempo que el señor de San Hilario vive en el
Castillo Pequeño
?

—Unos veinte años.

—¿Qué tipo de hombre es?

—¡Es muy simpático! ¡Bajo, gordo y jovial! ¡Y muy sencillo! Durante el verano, cuando tengo muchos clientes, apenas se deja ver, porque él pertenece a otro ambiente al fin y al cabo. Pero durante la estación de caza, entra a menudo por aquí.

—¿Tiene familia?

—¡Es viudo! Nosotros le llamamos casi siempre señor Tiburcio porque no es un nombre corriente. Todos los viñedos que se ven sobre la loma son suyos. Se ocupa personalmente de ellos. De vez en cuando se va de juerga a París, y vuelve aquí a sentar la cabeza. ¿Qué le ha contado la mujer del jardinero?

—¿Cree usted que el señor Tiburcio estará ahora en su casa?

—Es probable. Hoy no he visto pasar su coche. Maigret llegó a la verja y llamó después de haber observado que, formando el Loira un recodo a partir del hotel y siendo el castillo la última propiedad del lugar, se podía entrar y salir de él a cualquier hora sin ser visto.

Más allá de la puerta de acceso, el cerco del muro se extendía unos doscientos o trescientos metros; después no había más que un amplio soto.

Un hombre de mostachos caídos, y con delantal de jardinero, salió a abrir la puerta. Como olía fuertemente a vino. Maigret dedujo que se trataba del marido de la señora Canut.

—¿Está tu patrón?

En aquel instante, Maigret vio a un hombre en mangas de camisa que examinaba una regadora mecánica. La mirada del jardinero le confirmó que se trataba de Tiburcio de San Hilario, quien, por su parte, abandonó el instrumento, se volvió hacia el visitante y esperó.

Como Canut estaba azorado y no salía de su indecisión, el patrón acabó por acercarse, después de recoger la chaqueta que había dejado sobre el césped.

—¿Quiere verme a mí?

—Soy el comisario Maigret, de la Policía Judicial. ¿Quiere ser tan amable de concederme una entrevista?

—¿Otra vez el dichoso crimen? —refunfuñó el dueño del castillo señalando en dirección al
Hotel del Loira
con un movimiento de cabeza—. ¿Qué puedo hacer por usted? ¡Venga por aquí! No le hago pasar el salón porque el sol le da de lleno todo el día. Estaremos mejor en el cenador. ¡Bautista! ¡Trae dos vasos y una botella de espumoso! De las que guardamos al fondo.

Era tal como lo había descrito el dueño del hotel: regordete, bajo, coloradote, de manos cortas y descuidadas, con un traje color caqui como los que confecciona en serie la Manufactura de Saint-Etienne para la caza y la pesca.

—¿Conocía usted al señor Clément? —preguntó Maigret sentándose en uno de los sillones de hierro.

—Según el periódico, ése no es su verdadero nombre, en realidad se llama… no recuerdo cómo. ¿Grellet? ¿Gellet?

—¡Sí, Gallet! ¡Qué más da! ¿Tenía usted tratos con él?

En aquel momento Maigret hubiera jurado que su interlocutor no estaba nada tranquilo. Por su parte, San Hilario sintió la necesidad de asomarse fuera del cenador y murmurar:

—¡Este imbécil de Bautista es capaz de traernos un semiseco! Supongo que usted prefiere el seco, como yo. Es vino de mi propiedad, preparado con el sistema de la Champagne
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. A propósito del señor Clément, podemos seguir llamándole así, ¿qué quiere que le diga? ¡Sería exagerado afirmar que tenía tratos con él! Por otra parte, tampoco sería exacto si le dijera que no le he visto nunca.

Mientras hablaba, Maigret pensaba en otro interrogatorio: el de Enrique Gallet. Los dos hombres adoptaban una actitud completamente distinta. El hijo de la víctima no hacía nada para caer simpático ni se preocupaba tampoco por su actitud un tanto extravagante. Esperaba las preguntas con aire receloso y tomaba el tiempo necesario para responder, pesando las palabras una a una.

Tiburcio, en cambio, hablaba sin parar, sonreía, movía las manos, iba de acá para allá, hacía lo posible para parecer un hombre de buena fe.

Pero tanto en uno como en otro se adivinaba la misma angustia latente, el temor, tal vez, de no lograr ocultar algo.

—Sabe usted. Nosotros, los dueños de una vasta propiedad, ¡recibimos a toda clase de gente! No me refiero tan sólo a vagabundos, quiero decir también viajantes de comercio, mercaderes ambulantes… Y en lo que se refiere al señor Clément… ¡Al fin llega el vino! ¡Está bien, Bautista! Puedes irte. ¡Iré en seguida a ver la regadora! Sobre todo no se te ocurra tocarla.

Mientras hablaba descorchaba lentamente la botella y llenaba los vasos sin dejar caer ni una sola gota de espuma.

—En fin, vino aquí una vez hace tiempo. Sin duda sabe usted que los San Hilario son una antigua familia y en la actualidad yo soy su último vástago. Es puro milagro que yo no sea un empleado más de cualquier oficina de París o de otro lugar cualquiera. ¡Si no hubiese heredado de un primo que hizo fortuna en Asia! En resumen, quería decirle que mi nombre figura en todos los anuarios de la nobleza. Hace unos cincuenta años mi padre se destacó por sus ideas legitimistas. A mí, ¡me da igual! —Sonrió, bebió el vino espumoso haciendo ruido con la lengua de manera muy democrática y esperó a que Maigret vaciase su copa para llenarla de nuevo.

—El señor Clément, a quien no conocía de nada, vino a verme una vez y me hizo leer unas cartas de recomendación de varias personalidades de la monarquía francesa y del extranjero; luego, me dio a entender que él era algo así como el representante oficial del movimiento legitimista en Francia. Yo le dejé decir. Y al fin llegó adonde pretendía llegar. Me pidió dos mil francos como fondos para propaganda. Viendo que yo me negaba, me habló de no sé qué antigua familia caída en la miseria y de una suscripción abierta en su favor. De dos mil francos, se redujo a cien. Acabé dándole cincuenta.

—¿Hace mucho tiempo de eso?

—¡Algunos meses! No puedo decírselo con exactitud. Fue durante la estación de caza. Casi a diario se organizaba una batida en alguna quinta de las cercanías. Y, un poco por aquí, otro poco por allí, oí hablar de ese buen hombre. Saqué la conclusión de que era un especialista en esta clase de estafas. Pero, ¡no iba a denunciarle por cincuenta francos! ¿Comprende? ¡A su salud! Hace unos días, tuvo el descaro de venir otra vez. ¡Eso es todo!

—¿Qué día vino?

—¡Psé! A finales de semana.

—¡Sí, el sábado! Y vino dos veces si no me equivoco.

—¡Es usted un as, comisario! ¡Dos veces, es cierto! Por la mañana no quise recibirle. Por la tarde me sorprendió en el parque.

—¿Le pidió dinero?

—¡Caramba! Desde luego, y aún no sé para qué. También vino con cuentos sobre la restauración monárquica. ¡Vamos! ¡Vacíe su copa! ¡No vale la pena dejar un poco en la botella! ¡Dígame! ¿No cree usted posible que se haya suicidado? Debía estar a las últimas.

—El disparo se produjo a siete metros de distancia y el revólver no ha sido hallado todavía.

—En ese caso. ¡Es evidente! ¿Qué opina usted sobre el caso? ¿Un vagabundo que pasaba por allí y que…?

—¡No se puede admitir esa hipótesis! Las ventanas de la habitación dan a un camino que sólo conducen a su propiedad.

—¡A una puerta tapiada! —protestó el señor de San Hilario—. Hace años que no se abre la verja del camino de las ortigas y yo mismo no sabría decir dónde está la llave. ¿Mando traer otra botella?

—Gracias. Supongo que no oyó usted nada.

—Oír, ¿qué?

—El disparo, el sábado por la noche.

—¡En absoluto! Siempre me acuesto pronto. No me enteré del crimen hasta la mañana siguiente; me lo dijo mi criado.

—¿Y no se le ocurrió a usted acudir a la policía para explicar la visita del señor Clément?

—En fin…

Intentó reír para ocultar su turbación.

—¡Me dije que el pobre hombre ya había recibido su castigo! Cuando se lleva un nombre como el mío, no resulta agradable encontrarlo en los periódicos como no sea en las crónicas de sociedad.

Maigret seguía teniendo la misma sensación vaga y molesta, que se repetía como un estribillo: la sensación de que, en torno a la muerte de Emilio Gallet, todo sonaba a falso, todo era discordante, empezando por el propio muerto y siguiendo con la voz de su hijo hasta la risa de Tiburcio de San Hilario.

—¿Se hospeda usted en casa del bueno de Tardivon? ¿Sabía que es un antiguo cocinero de esta quinta? ¡Ha hecho carrera desde entonces! ¿Verdad? ¿Una copita más? El imbécil del jardinero ha estropeado la regadora mecánica e intentaba repararla cuando ha llegado usted. Hay que saber un poco de todo cuando se vive en el campo. Si va a quedarse aquí algunos días, comisario, venga a verme de vez en cuando, al atardecer, y hablaremos un rato. Con tantos turistas, debe de ser imposible vivir en el hotel.

Una vez en la verja, el señor de San Hilario tomó la mano del comisario sin que éste la hubiese ofrecido y la estrechó con cordialidad exagerada.

Mientras caminaba bordeando el Loira, Maigret apuntó mentalmente dos detalles. En primer lugar Tiburcio de San Hilario, que no podía ignorar el anuncio hecho público por el pregonero y que, en consecuencia, conocía la importancia concedida por la policía a todos los hechos concernientes al señor Clément durante el día del sábado, había esperado a que lo interrogaran, y solamente había hablado cuando comprendió que su interlocutor estaba al corriente de todo.

En segundo lugar, había mentido al menos una vez al afirmar que, el sábado por la mañana, se había negado a recibir al visitante y que por la tarde le
había sorprendido
mientras estaba en el parque.

En realidad, fue por la mañana cuando pasearon juntos por el parque. Y por la tarde estuvieron conversando cómodamente en el salón de la quinta.

—Entonces, ¡tal vez lo demás también es mentira! —pensó el comisario.

Llegó a la altura del camino de las ortigas. A un lado se alzaba el muro revocado con cal que encerraba el parque de San Hilario. En el lado opuesto estaba el edificio del
Hotel del Loira
.

El suelo estaba lleno de hierbas alias, de zarzas y ortigas blancas que hacían las delicias de las avispas. En cambio, las encinas proporcionaban una sombra muy agradable al camino, que terminaba a unos cien metros con una verja antigua de excelente estilo.

Maigret se acercó por curiosidad a la verja que, según su propietario, hacía años que no se abría y de la que se había extraviado la llave. Apenas miró la cerradura cubierta de una espesa capa de herrumbre cuando se dio cuenta de que en alguna parte la herrumbre se había despegado formando pequeñas escamas. Con ayuda de la lupa Maigret descubrió, sin temor a equivocarse, los rasguños que había dejado una llave al penetrar en la complicada abertura.

«¡Mañana la haré fotografiar!», decidió mentalmente.

Volvió sobre sus pasos con la cabeza baja, intentando completar mentalmente el perfil personal del señor Gallet, procurando en cierto modo ponerlo al día.

El personal en lugar de completarse y de hacerse cada vez más comprensible, parecía ocultarse. ¿Acaso los rasgos del semblante del hombre de la chaqueta estrecha no se confundían hasta el punto de no haber en ellos nada humano?

Imágenes furtivas, que hubieran debido reunirse para formar un solo y único rostro y que se negaban a superponerse, venían a sustituir la imagen del retrato, la única tangible y teóricamente completa que poseía Maigret.

El comisario evocaba la mitad del semblante y el pecho delgado, cubierto de pelos, que había visto en el patio de la escuela mientras el médico se movía impaciente a sus espaldas. Recordó después el bote azul construido por Emilio Gallet en Saint-Fargeau y los instrumentos de pesca que él perfeccionaba; evocó a la señora Gallet, primero con un vestido de seda malva y luego de luto.

.El armario de luna delante del que Gallet debía de ponerse la chaqueta. ¡Y todas las cartas con membrete de la casa comercial a la que ya no pertenecía!

¡Las cuentas mensuales efectuadas cuidadosamente, dieciocho años después de haber abandonado el oficio de viajante de comercio!

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