Maigret no intentaba entregarse a deducciones ingeniosas, ni asombrar a su colega provinciano. La idea expuesta le llamaba la atención e intentaba seguirla por curiosidad, para ver las consecuencias que podían sacarse de ella. Sin el alboroto de los caballitos de madera, del tiro al blanco y de los petardos, se hubiese oído la detonación. Algún empleado del hotel hubiera acudido al lugar del disparo y tal vez hubiese podido evitar el cuchillazo.
Era de noche. Sólo se veían los reflejos de la luna sobre el río y los dos faroles situados a ambos extremos del puente. En el interior del café algunos clientes jugaban una partida de billar.
—¡Curioso enredo! —dijo por último el inspector Grenier—. Dígame, ¿no son ya las once como mínimo? Debo tomar el tren de las 11:32, y necesito un cuarto de hora para llegar a la estación. Decía antes que si hubiesen hecho desaparecer algo.
—¿A qué hora cierran las barracas de la feria?
—¡A medianoche! ¡Es reglamentario!
—De modo que el crimen se cometió antes de medianoche y, por consiguiente, en el hotel no se había acostado nadie aún.
Cada cual seguía el ritmo de sus pensamientos y la conversación se producía sin concordancia alguna.
—¡Y el falso nombre de señor Clément con que se inscribía! El dueño del hotel ha debido de informarle a usted. Venía aquí de vez en cuando. Cada seis meses más o menos. Y hace ya más de diez años que se alojó por primera vez. Siempre se inscribió a nombre de señor Clément de Orleans, rentista.
—¿No llevaba consigo un maletín como suelen llevarlo los viajantes de comercio?
—No me ha parecido ver nada semejante en su habitación. Pero el dueño del hotel nos lo dirá. ¡Señor Tardivon! ¡Eh! Venga un momento, por favor. El comisario Maigret de París desea preguntarle a usted una cosa. ¿Sabe si el señor Clément acostumbraba a llevar consigo una maleta de viajante de comercio?
—¡Una maleta llena de objetos de plata! —precisó el comisario.
—¡No! Llevaba siempre un bolso de viaje que contenía ropa y efectos personales, el señor Clément cuidaba mucho su presencia. ¡Fíjese! No lo he visto más que dos veces con americana. Casi siempre llevaba una chaqueta negra, o gris oscuro.
—¡Muchas gracias!
Maigret pensaba en la casa Niel y Compañía de la que el señor Gallet era agente general en Normandía. Esta casa estaba especializada en orfebrería y objetos de regalo: pequeños objetos de adorno, tacitas, cubiertos de plata, cestos con frutas, servicios de mesa, palas de pastel…
Maigret ingirió un minúsculo pedazo de pastel de almendras que una sirvienta había puesto delante de él; llenó la pipa.
—¿Una copita de alcohol? —preguntó el señor Tardivon.
—Si le apetece.
Él mismo fue en busca de la botella y se sentó en la mesa con los dos policías.
—Entonces, comisario, ¿va a ser usted quien prosiga las investigaciones? ¡Qué caso!, ¿verdad? ¡Y nada menos ahora, cuando empieza la estación! ¡Si le dijera a usted que esta mañana se me han ido siete clientes para alojarse en el hotel
El Comercio
! A su salud, señores. Por lo que se refiere al señor Clément, estoy acostumbrado a llamarle así. Y por otra parte, ¿quién hubiera sospechado que no era este su auténtico nombre?
La terraza estaba cada vez más desierta. Un mozo alineaba contra la pared los laureles plantados en grandes tiestos de madera que encuadraban las mesas. Un tren de mercancías pasó por la orilla opuesta del río y los tres hombres siguieron maquinalmente con los ojos la aureola rojiza que avanzaba en línea recta al pie de la colina.
El señor Tardivon había comenzado su oficio como cocinero en una casa importante y había conservado de esta experiencia cierto aire solemne y una manera de hablar un poco condescendiente, inclinándose hacia su interlocutor.
—Lo más extraordinario —dijo calentando su copa de
armagnac
en la palma de la mano—, es que ha ido de un pelo que el crimen se haya cometido.
—¡Ha sido la feria! —se apresuró a añadir Grenier lanzando una ojeada al comisario.
—No sé qué quiere usted decir. ¡No! Cuando llegó el señor Clément el sábado por la mañana, le di la habitación azul que se abre sobre el camino de las ortigas, como le llamamos. Es el camino que se ve a la izquierda. Le llamamos así porque, como no se usa, está completamente invadido de ortigas.
—¿Por qué no se utiliza? —preguntó Maigret.
—¿Ve usted la pared, al lado mismo del camino, verdad? Pues es la pared de la casa del señor de San Hilario. En el lugar se conoce con el nombre de
Castillo Pequeño
para distinguirla del mayor, del antiguo castillo de Sancerre que está en la parte superior de la loma. Desde aquí pueden verse sus torrecillas. Tiene un parque muy bonito. Así pues, antiguamente, cuando el
Hotel del Loira
no existía aún, el parque llegaba hasta aquí y la entrada principal franqueada por una verja de hierro forjado estaba al final del camino de las ortigas. Todavía está la verja, pero ya no se utiliza, porque han abierto otra entrada que da al paseo del muelle, a unos quinientos metros de aquí.
»En resumen, le había dado al señor Clément la habitación azul que tiene las ventanas en este lado. Es una habitación tranquila. No pasa nunca nadie por el camino que, además, no conduce a ningún sitio.
»No sé por qué razón, cuando volvió al mediodía, me preguntó si podía darle otra habitación que tuviera vista al patio.
»No quedaba ninguna libre. En invierno se puede escoger porque sólo vienen los clientes habituales, viajantes de comercio que siguen su ruta a fecha fija. ¡Pero en verano! ¿Quiere usted creer que la mayoría de mis huéspedes son parisinos? No hay nada como los aires del Loira.
»En el patio hay gallinas, ocas. Se sale a cada instante para sacar agua del pozo y la cadena, por más que esté engrasada, se empeña siempre en chirriar.
»No insistió más. Pero suponga por un momento que hubiera tenido libre una de las habitaciones que dan al patio. ¡No hubiera sido asesinado!
—¿Por qué? —murmuró Maigret.
—¿No le han dicho a usted que el disparo se produjo a seis metros como mínimo? La habitación tiene sólo cinco. En consecuencia el asesino estaba fuera. Aprovechó que el camino de las ortigas está siempre desierto. No hubiera podido entrar en el patio para dar el golpe. Además, le hubieran oído. ¿Una copita más, señores? Invito yo, desde luego. Es mi ronda.
—¡Y además de dos! —añadió el comisario.
—¿De dos, qué? —preguntó Grenier.
—¡De dos casualidades! En primer lugar necesitaba el ruido de la feria para ahogar el disparo. Después, era preciso que todas las habitaciones que dan al patio estuviesen ocupadas.
Se volvió hacia el señor Tardivon que acababa de llenar las copas.
—¿Cuántos huéspedes tiene usted ahora?
—Treinta y cuatro contando los niños.
—¿No se ha ido ninguno desde que se cometió el crimen?
—Siete, ya se lo dije. Una familia de los alrededores de París, de Saint-Denis, creo. Un hombre con aspecto de mecánico con su mujer, su suegra, su cuñada y sus niños. Entre paréntesis le diré que era gente muy mal educada, no me ha molestado en absoluto que se marcharan al
Comercio
. Cada cual tiene sus clientes. Cualquiera podrá decirle que aquí hay siempre personas como Dios manda.
—¿En qué empleaba el día el señor Clément?
—Me resulta difícil decírselo. Se iba a pie. Algunas veces he pensado que tendría algún hijo ilegítimo por los alrededores. No es más que una suposición, porque uno busca siempre, a pesar suyo, el modo de explicar las cosas. Era un hombre muy educado que tenía aspecto triste. No le he visto nunca comer a mesa redonda, con los demás. Porque en invierno no acostumbramos reunirnos en la misma mesa. Él prefería instalarse en un rincón, completamente solo.
Maigret sacó del bolsillo un vulgar cuaderno de notas parecido al que emplean las lavanderas para anotar los encargos, con las tapas de hule negro, y escribió con lápiz:
1.° Telegrafiar a Rouen.
2.° Telegrafiar a la casa Niel.
3.° Examinar el patio.
4.° Buscar información propiedad San Hilario.
5.° Huellas digitales cuchillo.
6.° lista de huéspedes.
7.° Familia mecánico
Hotel del Comercio
.
8.° Personas que hayan salido de Sancerre el domingo, 26.
9.° Hacer que el pregonero anuncie recompensa para quienes hayan visto señor Gallet el sábado, 25.
Su colega de Nevers, con sonrisa forzada, seguía todos sus movimientos con la mirada.
—¿Y pues? ¿Se ha formado ya una idea?
—¡En absoluto! Pongo dos telegramas y me acuesto.
En el café ya no quedaban más que algunos hombres del pueblo que terminaban su partida de billar. Maigret fue a lanzar una ojeada al camino de las ortigas, que había sido la avenida principal de una rica propiedad y que había guardado de aquellos tiempos dos hileras de hermosos robles.
Una vegetación espesa lo invadía por completo. A aquellas horas no podía verse nada.
Grenier se disponía a marcharse a la estación y Maigret volvió sobre sus pasos para estrecharle la mano.
—¡Buena suerte! Pero, entre nosotros, es un mal asunto, ¿no es así? ¡No hay nada sensacional! Tampoco hay nada a que agarrarse. La verdad. Me alegraría por usted y no por mí que.
Acompañaron al comisario a una habitación del primer piso, en la que los mosquitos pronto empezaron su concierto dando vueltas alrededor de su cabeza. Estaba de mal humor. La tarea que tenía en perspectiva era sombría, y en cualquier caso, poco apasionante.
No obstante, después de acostado, en lugar de dormirse comenzó a evocar el rostro de Gallet, del que unas veces no recordaba más que una mejilla y otras la parte inferior de la cara.
Empezó a dar vueltas torpemente entre las sábanas húmedas. Se oía el murmullo del río que cabrilleaba a lo largo de los bancos de arena.
Todo caso de asesinato tiene una característica que se observa más pronto o más tarde y que a menudo proporciona la llave del misterio.
La característica de éste, ¿no sería la mediocridad?
¡Mediocridad en Saint-Fargeau! ¡Ciudad mediocre! Una estancia mezquinamente adornada, con el retrato de un muchacho vestido de primera comunión y la fotografía del padre encima del piano vistiendo una americana demasiado estrecha.
¡Mediocridad en Sancerre! ¡Alojamiento barato! ¡Hotel de segunda clase!
Todos los detalles contribuían a oscurecer el tono gris del asunto.
Representante de la casa Niel: ¡falsos objetos de plata, falso lujo, falso estilo!
Día de feria, un tiro al blanco y petardos por añadidura.
¡E incluso la afectada distinción de la señora Gallet, cuyo sombrero adornado con diamantes falsos había rodado sobre el polvo del patio de la escuela!
* * *
A la mañana siguiente, Maigret tuvo el consuelo de saber que la viuda había tomado el primer tren para Saint-Fargeau y que el ataúd que contenía los restos de Emilio Gallet se encaminaba hacia
Las Margaritas
, transportado por una camioneta de alquiler.
Tenía prisa para concluir el asunto. Todos se habían ido: el juez de instrucción, el médico de los siete invitados y el inspector Grenier.
Quedaba solamente él con algunas tareas precisas que cumplir.
En primer lugar, esperar la respuesta a los telegramas expedidos el día anterior por la tarde.
Después, debía examinar la habitación en la que se había cometido el crimen. Finalmente, tenía que ocuparse de todos los que hubieran podido cometer el crimen y que, por consiguiente, eran sospechosos.
La respuesta de Rouen no se hizo esperar. Procedía de la policía de esta ciudad:
«Interrogado personal
Hotel de Correos
. Cajera, Irma Strauss, ha declarado que un tal Emilio Gallet le mandaba dentro de un sobre postales que ella reexpedía. Recibía cien francos mensuales. Hacía cinco años que existía este trato y cree que la cajera precedente va se encargaba de este asunto».
Media hora más tarde, es decir, alrededor de las diez, llegaba un telegrama de Niel:
«Emilio Gallet no trabaja en esta casa desde 1912».
En aquel momento el pregonero comenzaba su ronda habitual por el pueblo. Maigret, que acababa de tomar el desayuno, examinaba el patio del hotel, que no tenía nada de particular, cuando le anunciaron que el peón caminero quería hablar con él.
—Estaba en la carretera que conduce a Saint Thibaut —dijo—, cuando vi al señor Clément a quien conocía por haberme cruzado con él varias veces y sobre todo por la chaqueta. Un joven salía en aquel momento del camino de la granja y se encontraron frente a frente. Yo estaba a unos cien metros de distancia más o menos, pero comprendí que discutían.
—¿Se separaron en seguida?
—¡No! Caminaron un rato juntos cuesta arriba. Luego el viejo regresó solo. Media hora más tarde volví a ver en la plaza al joven en el
Hotel del Comercio
.
—¿Qué aspecto tenía?
—Muy delgado. De rostro alargado y con gafas.
—¿Cómo iba vestido?
—No podría asegurarlo. Pero el traje tal vez era gris… o negro. ¿Tengo derecho a los cincuenta francos?
Maigret se los dio y se dirigió al
Hotel del Comercio
en el que la tarde anterior bahía tomado el aperitivo.
El joven había comido allí el sábado 25 de junio, pero el mozo que lo había servido estaba de vacaciones en Pouilly, a veinte kilómetros.
—¿Está usted seguro de que no durmió aquí?
—Estaría inscrito en nuestro registro.
—¿No se acuerda nadie de él?
La cajera recordaba que alguien había pedido los fideos sin mantequilla y que habían tenido que prepararlos ex profeso.
—Era un joven que estaba sentado allí, mire, a la izquierda del poste, y que tenía aspecto enfermizo.
Empezaba a hacer calor y, por otra parte, Maigret no sentía ya la fastidiosa apatía de la mañana.
—¿Cabeza alargada? ¿Labios delgados?
—¡Una boca grande y despectiva, sí! No quiso tomar café ni licor. Clientes como éste, sabe usted.
¿Por qué acababa de recordar Maigret el retrato del muchacho vestido de primera comunión?
Tenía cuarenta y cinco años. Había pasado la mitad de su vida en la policía cumpliendo los más diversos servicios: de moralidad, en la vía pública, en la mundana, en la brigada de las estaciones y en la de juego.