El dios de las pequeñas cosas (24 page)

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Rahel le preguntó a Chacko cómo se las arreglaban los del crematorio para saber de quién eran las diferentes cenizas. Le contestó que algún sistema tendrían.

Si Estha hubiera estado con ellos, habría guardado el recibo. Él era el guardián de los papeles. El custodio natural de billetes de autobús, recibos de banco, comprobantes de caja, matrices de talonarios de cheques. Pequeño Hombrecito era. A bordo de un barco iba. (Pim-pim.)

Pero Estha no estaba con ellos. Todos habían decidido que era mejor así. Le escribieron. Mammachi dijo que Rahel también debía escribirle. ¿Escribirle qué?
Querido Estha: ¿Qué tal estás? Yo estoy bien. Ammu murió ayer
.

Rahel no le escribió. Hay cosas que uno no puede hacer, como escribir una carta a una parte de sí mismo. A sus pies, o a su pelo. O a su corazón.

En el estudio de Pappachi, Rahel (ni vieja ni joven), con el polvo del suelo en los pies, levantó la vista del Cuaderno de Ejercicios y vio que Esthappen Desconocido se había marchado.

Se bajó (del taburete, de la mesa) y salió a la galería.

Vio cómo la espalda de Estha desaparecía por la puerta del jardín.

Era media mañana y estaba a punto de llover otra vez. El verdor —en aquellos últimos instantes de luz extraña y resplandeciente, antes de que cayera el agua— era intensísimo.

Un gallo cacareó a lo lejos y su voz se partió en dos. Como una suela que se hubiera desprendido de un zapato viejo.

Rahel estaba allí con sus Cuadernos de ejercicios destrozados. En la galería delantera de una vieja casa, bajo una cabeza de bisonte con ojos como botones, donde años atrás, el día que llegó Sophie Mol, se representó el
¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!

Las cosas pueden cambiar en un solo día.

8

¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!

La casa de Ayemenem era una antigua mansión, noble y señorial, que mantenía las distancias. Como si no tuviera nada que ver con la gente que vivía en ella. Como un viejo de ojos legañosos que contempla los juegos de los niños y lo único que ve en la euforia de sus gritos y en su entusiasta entrega a la vida es la fugacidad.

El pronunciado tejado de tejas se había ido oscureciendo y cubriendo de musgo por las lluvias y el paso del tiempo. Los marcos triangulares de madera encajados en los gabletes tenían intrincadas tallas, y la luz que se filtraba a través de ellos y formaba dibujos sobre el suelo estaba llena de secretos. Lobos, flores, iguanas. Formas que cambiaban a medida que el sol se movía por el cielo. Y morían puntualmente al anochecer.

Las puertas no constaban de dos, sino de cuatro paneles de madera de teca. De tal modo que, en los viejos tiempos, las damas podían mantener cerrada la mitad inferior, apoyar los codos en ella como en un alféizar y regatear con los vendedores que llegaban a la casa, sin mostrarse de cintura para abajo. En teoría, podían comprar alfombras o pulseras con el pecho cubierto y el trasero al aire. En teoría.

Nueve empinados escalones unían el camino para coches con la galería delantera de la casa. Aquella elevación le otorgaba la dignidad de un escenario, y todo lo que allí pasaba adquiría el aura y la importancia de una representación teatral. Desde la galería se dominaban el jardín ornamental de Bebé Kochamma y el camino de gravilla para coches que lo rodeaba serpenteando cuesta arriba hasta acabar al pie de la pequeña colina sobre la que se alzaba la casa.

Era una galería muy ancha, fresca incluso al mediodía, cuando el sol estaba más abrasador.

Cuando se hizo el suelo de cemento rojo, se le echó dentro la clara de casi novecientos huevos. Eso le daba un brillo intenso.

Debajo de la cabeza de bisonte disecada, con ojos como botones, que tenía los retratos de su suegro y su suegra a ambos lados, estaba sentada Mammachi en una silla baja de mimbre y junto a una mesa de mimbre sobre la que había un florero verde donde se inclinaba un único tallo de orquídeas de color púrpura.

La tarde era tranquila y calurosa. El Aire esperaba detenido.

Mammachi sostenía un reluciente violín bajo el mentón. Llevaba unas gafas de sol oscuras estilo años cincuenta, de montura negra y extremos puntiagudos con falsos brillantitos incrustados. Vestía un sari almidonado y perfumado de color hueso y oro. Los pendientes de diamantes brillaban en sus orejas como candelabros diminutos. Los anillos de rubíes le iban grandes. Tenía un cutis fino y pálido, arrugado como la película de nata que se forma en la leche al enfriarse y salpicado de minúsculos lunares rojos. Era preciosa. Anciana, majestuosa, fuera de lo común.

Una Madre Viuda y Ciega con un violín.

Cuando era más joven, con habilidad y previsión, Mammachi había ido guardando todo el pelo que se le caía en una bolsita bordada que atesoraba en su tocador. Cuando reunió una cantidad suficiente, hizo con él un moño rodeado de una redecilla que guardaba bajo llave en un armario junto a sus joyas. Cuando se hizo mayor y su cabellera empezó a ser menos abundante y plateada, se ponía el moño negro azabache prendido a su cabecita blanca, para darle más volumen. A su modo de ver, aquello era perfectamente aceptable, ya que todo el pelo era suyo. Por la noche, cuando se quitaba el moho, dejaba que sus nietos le hicieran una trenza con el poco pelo que le quedaba en la cabeza, hasta convertirlo en una cola de rata gris, aceitada y sujeta con una goma en la punta. Uno le trenzaba el pelo mientras el otro contaba sus incontables lunares. Por turnos.

En el cuero cabelludo, cuidadosamente ocultas bajo la escasa cabellera, Mammachi tenía protuberancias con forma de media luna. Cicatrices de antiguas palizas de un antiguo matrimonio. Cicatrices del florero de latón.

Tocaba el
Lentement
: un movimiento de la suite en re de la
Música acuática
de Haendel. Detrás de las puntiagudas gafas oscuras, tenía cerrados los ojos, ya inservibles, pero podía ver cómo la música abandonaba su violín y se elevaba igual que humo hacia la tarde.

Por dentro, su cabeza era como una habitación con cortinas oscuras corridas en un día luminoso.

Mientras tocaba, su mente retrocedió hacia la época de su primera partida de botes de encurtidos profesionales. ¡Qué hermosos le habían parecido! Tenía los botes, precintados, sobre una mesa cerca de la cabecera de su cama, para poderlos tocar nada más despertarse por la mañana. Se había acostado temprano, y se despertó poco después de la medianoche. Los buscó a tientas y, al tocarlos, sus ansiosos dedos quedaron recubiertos de una película de aceite. Los botes de encurtidos nadaban en un charco de aceite. Había aceite por todas partes. En un círculo debajo del termo. Debajo de la Biblia. Cubría toda su mesilla de noche. Los mangos habían absorbido el aceite y se habían hinchado, y los botes se salían.

Mammachi consultó el libro que Chacko le había comprado,
La elaboración de conservas caseras
, pero no ofrecía ninguna solución. Entonces dictó una carta para el cuñado de Annamma Chandy, que era el director regional de Encurtidos Padma en Bombay. Éste le recomendó que aumentara la proporción del conservante que utilizaba y de la sal. Aquello mejoró algo las cosas, pero no solucionó el problema totalmente. Incluso entonces, al cabo de tantos años, los botes de encurtidos de Conservas y Encurtidos Paraíso perdían un poco de aceite. Era casi imperceptible, pero goteaban y, tras viajes largos, las etiquetas se ponían aceitosas y transparentes. Y, en cuanto a su contenido, continuaba siendo un poquito demasiado salado.

Mammachi se preguntó si alguna vez conseguiría dominar el arte de la perfecta conservación, y si a Sophie Mol le gustaría el zumo de uva frío. Un vaso de zumo color púrpura.

Entonces pensó en Margaret Kochamma, y las notas líquidas y lánguidas de la música de Haendel se tornaron agudas y furiosas.

Mammachi nunca había visto a Margaret Kochamma, pero, de todos modos, la odiaba.
La hija de un tendero
era la denominación con que Margaret Kochamma estaba etiquetada en la cabeza de Mammachi. Así estaba organizado su mundo. Si la invitaban a una boda en Kottayam, se pasaba todo el tiempo cotilleando con quienquiera que la acompañase: «El abuelo materno de la novia era el carpintero de mi padre. ¿Kunjukutty Eapen? La hermana de su bisabuela no era más que una comadrona de Trivandrum. La familia de mi marido era dueña de estos terrenos».

Claro que Mammachi habría odiado a Margaret Kochamma incluso aunque hubiera sido la heredera del trono de Inglaterra. A Mammachi no sólo le disgustaba su origen plebeyo. La odiaba porque era la mujer de Chacko. La odiaba porque lo había abandonado. Pero la habría odiado aún más si hubiera seguido casada con él.

El día en que Chacko impidió que Pappachi le pegase (y en que Pappachi hizo trizas su mecedora para desfogarse), Mammachi metió todos sus sentimientos de esposa en una maleta y se la encomendó a Chacko para que la cuidara. De ahí en adelante se convirtió en el depositario de todos sus sentimientos de mujer. En su Hombre. Su único Amor.

Estaba al tanto de sus relaciones libertinas con las mujeres de la fábrica, pero ya no se sentía herida por ello. Cuando Bebé Kochamma sacó el tema a relucir, Mammachi se puso tensa y se le crisparon los labios.

—Es lógico que un Hombre tenga sus Necesidades —dijo con severidad.

Lo sorprendente es que Bebé Kochamma aceptó aquella explicación, y la noción enigmática e íntimamente emocionante de que los Hombres tenían sus Necesidades adquirió una carta de naturaleza implícita dentro de la casa de Ayemenem. Ni Mammachi ni Bebé Kochamma vieron ninguna contradicción entre la mente comunista de Chacko y su libido feudal. Lo único que las preocupaba eran los naxalitas, porque se decía que habían obligado a hombres de Buenas Familias a casarse con sirvientas a las que habían dejado embarazadas. Por supuesto, no tenían ni la más remota sospecha de que cuando se disparase el misil (el que aniquilaría para siempre el Buen Nombre de su familia), provendría de donde menos lo podían esperar.

Mammachi mandó construir una entrada independiente para el dormitorio de Chacko, que estaba en el extremo oriental de la casa, a fin de que quienes satisfacían sus «necesidades» no tuvieran que
cruzar
la mansión. Mammachi les daba dinero a escondidas para tenerlas contentas. Ellas lo aceptaban porque lo necesitaban. Tenían hijos pequeños y padres mayores. O maridos que se gastaban su salario en los tenderetes donde vendían vino de palma. Aquel arreglo convenía a Mammachi porque, según su modo de ver, el pagar hacía que las cosas
quedaran claras
. Separaba el sexo del amor y las Necesidades de los Sentimientos.

Sin embargo, Margaret Kochamma era harina de otro costal. Dado que no tenía medios para averiguarlo (aunque le ordenó a Kochu Maria que examinara las sábanas para ver si encontraba manchas), a Mammachi sólo le cabía esperar que no intentara reanudar sus relaciones sexuales con Chacko. Mientras Margaret Kochamma estuvo en Ayemenem, Mammachi logró contener algo sus incontenibles sentimientos deslizando dinero dentro de los bolsillos de los vestidos que Margaret Kochamma dejaba en el cesto de la ropa sucia. La interesada nunca devolvió el dinero, simplemente, porque no llegaba a sus manos. Aniyan, el
dhobi
, se encargaba de vaciar cada día sus bolsillos. Mammachi lo sabía, pero prefería interpretar el silencio de Margaret Kochamma como una aceptación tácita de un pago a cambio de los favores que imaginaba que le brindaba a su hijo.

Así que Mammachi tenía la satisfacción de poder considerar a Margaret Kochamma como otra puta más, Aniyan, el
dhobi
, estaba contento con su propina diaria y, por supuesto, Margaret Kochamma permanecía felizmente ajena a todo el tinglado.

Encaramado en lo más alto del pozo, un sucio cuclillo gritaba
uuuop, uuuop
y agitaba las alas de color rojo oxidado.

Un cuervo robó un trozo de jabón que le llenó el pico de espuma.

En la cocina, oscura y llena de humo, la diminuta Kochu Maria estaba de puntillas decorando la tarta de dos pisos que ponía
BIENVENIDA A CASA, QUERIDA SOPHIE MOL
. Aunque en aquella época la mayoría de las mujeres cristianas sirias ya usaban saris, Kochu Maria todavía llevaba inmaculados
chattas
blancos de manga corta y escote en uve y
mundus
blancos que se recogía a la espalda formando una especie de crujiente abanico que le caía sobre el trasero. El abanico de Kochu Maria quedaba medio oculto por el delantal de criada de cuadritos azules y blancos y con volantes, que, por más que resultaba absurdo y fuera de lugar, Mammachi insistía en que llevase dentro de la casa.

Tenía unos antebrazos cortos y regordetes, los dedos de las manos como salchichas y una nariz carnosa y ancha, de aletas desparramadas. Unos pliegues muy marcados unían su nariz con los dos lados de la barbilla y separaban esa parte de la cara del resto, como si fuera un hocico. Tenía la cabeza demasiado grande para su cuerpo. Parecía un feto embotellado que se hubiera escapado de su frasco de formaldehído de algún laboratorio de biología y hubiera ido desarrugándose y engordando con el paso de los años.

Guardaba el dinero en el corpiño, que se ajustaba mucho para aplastar sus poco cristianos pechos, por lo que siempre estaba húmedo. Llevaba pendientes de oro, gruesos y pesados, de estilo
kunukku
. Tenía los agujeros de las orejas tan dados, que los lóbulos le colgaban como pesados lazos a los lados del cuello, y los pendientes parecían sentarse en ellos como niños llenos de júbilo en un tiovivo (aunque, por descontado, no giraban). El lóbulo de la oreja derecha se le había rasgado una vez, y el doctor Verghese Verghese tuvo que cosérselo. Kochu Maria no podía dejar de usar sus pendientes de estilo
kunukku
porque, si lo hacía, ¿cómo iba a saber la gente que, a pesar de su modesto trabajo de cocinera (setenta y cinco rupias al mes), era una cristiana siria de la Iglesia de Mar Thoma? No una pelaya, ni una pulaya, ni una paraván. Sino una cristiana de casta alta, Tocable (en la que el cristianismo se había filtrado igual que rezuma el té de una bolsita). El coserse los lóbulos rasgados de las orejas era una opción mejor, muchísimo mejor.

Kochu Maria todavía no había descubierto a la adicta televisiva que esperaba agazapada en su interior. La adicta a Hulk Hogan. Ni siquiera había visto un televisor hasta entonces. No habría creído que la televisión existiera. Si alguien le hubiera asegurado que existía, habría dado por supuesto que le tomaban el pelo. Kochu Maria desconfiaba de las versiones del mundo exterior que le daban otras personas. La mayoría de las veces las tomaba como una afrenta deliberada a su falta de cultura y (en otras épocas) a su credulidad. Para entonces, empeñada en cambiar por completo su naturaleza innata, Kochu Maria había adoptado la táctica de no creer casi nunca nada de lo que dijera nadie. Pocos meses antes, en julio, cuando Rahel le contó que un astronauta estadounidense llamado Neil Armstrong había andado por la Luna, se rió sarcástocamente y dijo que un acróbata malayali llamado O. Muthachen había dado volteretas en el Sol. Con lápices en la nariz. Estaba dispuesta a aceptar que los americanos
existían
aunque nunca hubiese visto a ninguno. Hasta estaba dispuesta a creer que alguien pudiera llevar un nombre tan absurdo como Neil Armstrong. Pero ¿lo del paseo por la Luna? ¡No, señor! Ni tampoco se creyó las fotografías grises y poco nítidas que aparecieron en el
Malayala Manorama
, que ella no podía leer.

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