El dios de las pequeñas cosas

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Authors: Arundhati Roy

Tags: #Drama

BOOK: El dios de las pequeñas cosas
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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas.

Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente. Arundhati Roy ha sido comparada por esta novela prodigiosa con Gabriel García Márquez y con Salman Rushdie por sus destellos de realismo mágico y su exquisito pulso narrativo.

Arundhati Roy

El dios de las pequeñas cosas

ePUB v1.0

Enylu/Mística
30.05.12

Título original:
The God of Small Things

Arundhati Roy, 1997.

Traducción: Cecilia Ceriani y Txaro Santero

Nº Páginas: 304

Editor original: Enylu/Mística (v1.0)

ePub base v2.0

Agradecimientos

Deseo expresar mi reconocimiento:

A Pradip Krishen, mi crítico más exigente, mi amigo más cercano, mi amor. Sin ti, este libro no habría sido
este
libro.

A Pia y Mithva, por ser mías.

A Aradhana, Arjun, Bete, Chandu, Cario, Golak, Indu, Joanna, Naheed, Philip, Sanju, Veena y Viveka, por acompañarme durante los años que me llevó escribir este libro.

A Pankaj Mishra, por promocionarlo en sus viajes por el mundo.

A Alok Rai y Shomit Mitter, por ser de esa clase de lectores con que sueñan los escritores.

A David Godwin, agente volante, guía y amigo. Por haber hecho aquel viaje impulsivo a la India. Por abrir un camino entre las aguas.

A Neelu, Sushma y Krishnan, por levantar mi moral y no permitir que me dejara vencer por el desaliento.

Y finalmente, pero de todo corazón, a mis padres. Por su cariño y su apoyo.

Gracias.

A Mary Roy, que me crió

me enseñó a decir «perdón» antes

de interrumpirla en público

y me quiso tanto como para dejarme marchar.

A L. K. C, que, como yo, sobrevivió.

Nunca más volverá a contarse una historia como si fuera la única.

J
OHN
B
ERGER

1

Conservas y Encurtidos Paraíso

Mayo, en Ayemenem, es un mes caluroso y de ansiosa espera. Los días son largos y húmedos. El río mengua y negros cuervos se dan atracones de lustrosos mangos sobre árboles inmóviles, de un verde polvoriento. Las bananas rojas maduran. Los frutos de las nanjeas estallan. Los despistados moscones zumban sin rumbo fijo en el aire afrutado y acaban estrellándose contra los cristales para morir, gordos y desconcertados, al sol.

Las noches son claras, aunque cargadas de apatía y de indolente expectación.

Pero a comienzos de junio irrumpe el monzón, que sopla del sudoeste, y hay tres meses de agua y viento, con breves intervalos de un sol fuerte y reluciente que los niños, llenos de entusiasmo, aprovechan para jugar. El campo se torna de un verde lujuriante. Las lindes se van desdibujando a medida que los setos de tapioca echan raíces y flores. Las paredes de ladrillo adquieren un color verde musgo. Los pimenteros trepan por los postes de la electricidad. Por los taludes de laterita asoman enredaderas silvestres que se extienden y atraviesan los caminos inundados. Navegan barcas por los bazares. Y aparecen pececillos en el agua que llena los baches de las carreteras.

Llovía el día en que Rahel regresó a Ayemenem. Hilos de plata inclinados se incrustaban en la blanda tierra y la levantaban como si fueran balas de fusil. En la colina, la vieja casa lucía su pronunciado tejado a dos aguas como un sombrero calado hasta las orejas. Las paredes, veteadas de musgo, ofrecían un aspecto mullido e incluso algo pandeado por la humedad que se filtraba del suelo. El jardín, abandonado y cubierto de maleza, estaba plagado de correteos y susurros de seres diminutos. Entre los hierbajos, una culebra se restregaba contra una piedra reluciente. Ranas de color amarillo recorrían esperanzadas el estanque, lleno de verdín, en busca de pareja. Una empapada mangosta cruzó como un rayo el camino de entrada, cubierto de hojas.

La casa parecía deshabitada. Puertas y ventanas estaban cerradas a cal y canto. La galería delantera se hallaba vacía. Sin muebles. Pero fuera continuaba aparcado el Plymouth azul cielo, de alerones cromados, y, dentro, Bebé Kochamma seguía viva.

Era la tía abuela más joven de Rahel, la hermana menor de su abuelo. Su verdadero nombre era Navomi, Navomi Ipe, pero todos la llamaban Bebé. Se convirtió en Bebé Kochamma en cuanto fue lo bastante mayor para ser tía. Pero Rahel no había ido a verla. Ni la sobrina ni la tía abuela se engañaban al respecto. Rahel había ido a ver a su hermano, Estha. Eran gemelos bivitelinos. «Heterocigóticos», los llamaban los médicos. Nacidos de óvulos distintos, aunque fertilizados al mismo tiempo. Estha, Esthappen, era dieciocho minutos mayor.

Su parecido nunca fue muy grande. Así que ni siquiera cuando eran unos niños de bracitos delgados y pecho plano, tenían lombrices y llevaban tupés a lo Elvis Presley tuvieron que sufrir los típicos «¿Quién es quién?» y «¿Cuál es cuál?» por parte de parientes con exageradas sonrisas o de los obispos de la Iglesia ortodoxa siria que visitaban con frecuencia la casa de Ayemenem en busca de donativos.

La confusión yacía en un lugar más profundo, más secreto.

En aquellos primeros años amorfos en los que la memoria apenas se había iniciado, en los que la vida estaba llena de Comienzos y no tenía Finales, y Todo era Para Siempre, Esthappen y Rahel pensaban en sí mismos, juntos, como
Yo
, y por separado, individualmente, como
Nosotros
. Como si fuesen una extraña raza de gemelos siameses, separados físicamente pero con identidades conjuntas.

Ahora, al cabo de muchos años, a Rahel le viene a la memoria una noche en la que se despertó riéndose de un sueño divertidísimo que tenía Estha.

También guarda en la memoria otros recuerdos a los que no tiene derecho.

Recuerda, por ejemplo (aunque no estaba allí), lo que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le hizo a Estha en el Cine Abhilash. Recuerda el sabor de los bocadillos de tomate (los bocadillos de
Estha
, los que
Estha
comía) en el tren correo, rumbo a Madrás.

Y eso no son más que las pequeñas cosas.

En cualquier caso, ahora piensa en Estha y en ella como
ésos
, porque, al haberse separado, ninguno de los dos es ya lo que
fueron
o un día pensaron que
serían
.

Y nunca lo serán.

Ahora sus vidas tienen tamaño y forma. Estha tiene la suya y ella también.

Contornos, Bordes, Fronteras, Orillas y Límites han surgido como un equipo de gnomos en sus horizontes separados. Criaturas de corta estatura y largas sombras que patrullan el Borroso Confín. Se les han formado suaves medias lunas bajo los ojos y ya tienen la misma edad que Ammu cuando murió. Treinta y un años.

No son viejos.

Ni jóvenes.

Pero tienen ya una edad en que la muerte es un hecho posible.

Estuvieron a punto de nacer en un autobús. El coche en el que Baba, su padre, llevaba a Ammu, su madre, al hospital de Shillong, a dar a luz, se averió en la carretera, llena de curvas, de la plantación de té de Assam. Dejaron el coche abandonado y pararon un abarrotado autobús del servicio interurbano. Por esa misteriosa compasión de los muy pobres hacia los comparativamente adinerados, o tal vez sólo porque vieron el avanzado estado de Ammu, dos pasajeros sentados cedieron su sitio a la pareja y, durante el resto del trayecto, el padre de Estha y Rahel tuvo que ir sujetándole a su madre la barriga (con ellos dentro) para evitar que se bambolease. Eso fue antes de que se divorciaran y Ammu volviera a Kerala.

Estha decía que, si hubiesen nacido en aquel vehículo, habrían podido viajar gratis en autobús el resto de su vida. No estaba muy claro de dónde había sacado aquella información o cómo se había enterado de esas cosas, pero, durante años, los gemelos sintieron un leve rencor hacia sus padres por haberlos privado de viajar gratis en autobús el resto de sus días.

También creían que, si los atropellaban cruzando un paso de cebra, el gobierno les pagaría el entierro. Tenían la clara impresión de que ésa era la finalidad de los pasos de cebra. Entierros gratuitos. Claro que en Ayemenem no había pasos de cebra en los que pudieran ser atropellados, ni en Kottayam, que era la ciudad más cercana, pero habían visto algunos desde la ventanilla del coche cuando fueron a Cochín, que quedaba a dos horas por carretera.

El gobierno no pagó el entierro de Sophie Mol porque no la atropellaron en un paso de cebra. La ceremonia se celebró en Ayemenem, en la vieja iglesia, recién pintada. Era prima de Estha y Rahel, hija de su tío Chacko, y había ido a visitarlos desde Inglaterra. Estha y Rahel tenían siete años cuando murió Sophie Mol, que estaba a punto de cumplir los nueve. Le hicieron un ataúd de tamaño especial, para niños.

Forrado de raso.

Con asas de lustroso latón.

Yacía en él con sus pantalones amarillos inarrugables acampanados, el pelo recogido con una cinta y aquel bolsito a la última moda «Made-in-England» que tanto le gustaba. Tenía el rostro pálido y arrugado como el pulgar de un
Dhabi
[1]
, por haber estado tanto tiempo en el agua. Los feligreses rodearon el féretro, y la amarilla iglesia se hinchó como una garganta con los sonidos de tristes cánticos. Los sacerdotes de barbas rizadas, balanceaban incensarios suspendidos de cadenas y no sonreían a los niños, como solían hacer los domingos normales.

Las velas largas del altar estaban torcidas. Las cortas, no.

Una señora que se hizo pasar por pariente lejana de la familia (aunque nadie la reconoció como tal), y que siempre rondaba cerca de los difuntos (¿una adicta a los entierros?, ¿una necrófila en potencia?), puso colonia en un trozo de algodón y, con aire devoto y levemente desafiante, lo pasó por la frente de Sophie Mol. Sophie Mol olía a colonia y a madera de ataúd.

Margaret Kochamma, la madre inglesa de Sophie Mol, no permitió que Chacko, el padre biológico de Sophie Mol, le pasara un brazo por los hombros para consolarla.

La familia estaba de pie, formando una apretada pina. Margaret Kochamma, Chacko, Bebé Kochamma y, junto a ella, su cuñada, Mammachi, la abuela de Estha y Rahel (y de Sophie Mol). Mammachi estaba casi ciega y siempre usaba gafas oscuras cuando salía de casa. Por debajo de ellas se deslizaban las lágrimas, que resbalaban temblorosas a lo largo de su mandíbula como gotas de lluvia por el borde de un tejado. Vestía un sobrio sari de color hueso y parecía pequeña y enferma. Chacko era su único hijo varón, y si su propio dolor la angustiaba, el de su hijo la destrozaba.

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