Desde un punto de vista puramente práctico, es probable que lo más correcto fuera decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem. Quizá sea cierto que las cosas pueden cambiar en un solo día. Que unas pocas docenas de horas pueden afectar al desarrollo de vidas enteras. Y que, cuando eso sucede, esas pocas docenas de horas, igual que los restos rescatados de una casa incendiada (el reloj carbonizado, la fotografía quemada, los muebles chamuscados), tienen que ser desenterradas de entre las ruinas y examinadas. Conservadas. Descifradas.
Cosas comunes, pequeños hechos, destrozados y recuperados. Imbuidos de un significado nuevo. De pronto, se convierten en los huesos descoloridos de una historia.
Aun así, decir que todo comenzó cuando Sophie Mol llegó a Ayemenem no deja de ser una forma más de ver las cosas.
De igual modo, podría afirmarse que, en realidad, comenzó hace miles de años. Mucho antes de que llegaran los comunistas. Antes de que los británicos tomaran Malabar, antes de la supremacía holandesa, antes de que llegara Vasco da Gama, antes de la conquista de Calicut por parte del primer zamorín
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. Antes de que tres obispos sirios con túnicas púrpuras, asesinados por los portugueses, fuesen encontrados flotando en el mar, con serpientes marinas enroscadas sobre los pechos y ostras enredadas en las enmarañadas barbas. Podría afirmarse que comenzó mucho antes de que el cristianismo llegase en un barco y se extendiese por Kerala igual que rezuma el té de una bolsita.
Que, en realidad, comenzó en los días en que se establecieron las Leyes del Amor. Las leyes que determinan a quién debe quererse, y cómo.
Y cuánto.
Sin embargo, a efectos prácticos, en un mundo irremediablemente práctico…
La mariposa de Pappachi
… era un día azul cielo de diciembre del sesenta y nueve (el mil novecientos no se dice). Era uno de esos momentos en la vida de una familia en que pasa algo que sacude suavemente sus principios morales, los saca del lugar donde descansan y hace que salgan burbujeando a la superficie y floten durante un rato. A plena luz. Para que todos puedan verlos.
Un Plymouth azul cielo, con el sol reflejado en los alerones, cruzaba veloz los arrozales jóvenes y los árboles del caucho viejos, rumbo a Cochín. Un poco más al este, en un país pequeño de paisaje similar (selvas, ríos, arrozales, comunistas), caían bombas suficientes para cubrirlo por completo con medio palmo de acero. Aquí, sin embargo, estaban en paz, y la familia del Plymouth viajaba sin miedos ni aprensiones.
El Plymouth había pertenecido a Pappachi, el abuelo de Rahel y Estha. Ahora que había muerto, pertenecía a Mammachi, su abuela, y Rahel y Estha iban rumbo a Cochín para ver
Sonrisas
y
lágrimas
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por tercera vez. Se sabían todas las canciones.
Después del cine se alojarían en el Hotel Reina de los Mares, que olía a comida rancia. Ya habían hecho las reservas. Al día siguiente, muy temprano, irían al aeropuerto de Cochín a buscar a la ex mujer de Chacko —Margaret Kochamma, su tía inglesa— y a su primita Sophie Mol, que llegaban de Londres para pasar las Navidades en Ayemenem. A principios de aquel año, Joe, el segundo marido de Margaret Kochamma, había muerto en un accidente de coche. Cuando Chacko se enteró de lo del accidente, las invitó a venir a Ayemenem. Dijo que no podía soportar la idea de que pasaran la Navidad solas y desconsoladas en Inglaterra. En una casa llena de recuerdos.
Ammu dijo que Chacko nunca había dejado de amar a Margaret Kochamma. Mammachi no estaba de acuerdo. Prefería creer que, en realidad, nunca la había amado.
Rahel y Estha no habían visto nunca a Sophie Mol. Pero habían oído hablar mucho de ella durante aquella última semana. A Bebé Kochamma, a Kochu Maria e incluso a Mammachi. Ninguna de ellas la había visto tampoco, pero todas se comportaban como si ya la conocieran. Había sido la semana del
¿Qué va a pensar Sophie Mol?
Durante toda la semana Bebé Kochamma escuchó a escondidas y sin tregua las conversaciones privadas de los gemelos, y, cada vez que los sorprendía hablando en malayalam, les imponía una pequeña multa que pagaban inmediatamente de su paga semanal. Les hacía escribir frases —«imposiciones», las llamaba—:
Voy a hablar siempre en inglés, Voy a hablar siempre en inglés.
Cien veces cada uno. Cuando terminaban, tachaba todas las frases con lápiz rojo para asegurarse de que no utilizaran las listas viejas para los castigos nuevos.
Les hizo practicar una canción en inglés para cantar en el coche durante el camino de regreso. Tenían que decir las palabras correctamente y prestar especial atención a la pronunciación. Pro-nun-cia-ción.
AlabAdo sea el SeñOr por siEmmpre,
bendIIto sea y alabAdo,
alabAdo,
alabAdo,
bendIIto sea y alabAdo.
El nombre completo de Estha era Esthappen Yako. El de Rahel era Rahel. De momento, no tenían apellido, porque Ammu no sabía si volver a utilizar el suyo de soltera, aunque decía que una mujer tampoco tenía mucha elección si sólo podía escoger entre el apellido de su padre y el de su marido.
Estha llevaba sus zapatos beige puntiagudos y lucía su tupé a lo Elvis. Su Tupé para Salidas Especiales. Su canción favorita de Elvis era «Party».
«Some people like to rock, some people like to roll»,
cantaba con voz melosa cuando nadie lo miraba, rasgueando una raqueta de badminton y torciendo la boca como Elvis.
«But moonin' an' a-groonin, gonna satisfy mah soul, less have apardy…»
Estha tenía unos ojos almendrados y somnolientos y los dientes delanteros, que le estaban saliendo, desiguales. A Rahel todavía no le habían salido los dientes nuevos, aún los tenía dentro de las encías esperando el momento de salir, como las palabras dentro de un lápiz. A todo el mundo le llamaba la atención que una diferencia de edad de dieciocho minutos pudiera causar tal discrepancia en la salida de los dientes delanteros.
Rahel llevaba la mayor parte del pelo recogido encima de la cabeza como si fuera una fuente. Se lo ataban con un «amor-en-To-kio», nombre que se daba a una goma para el pelo que tenía una bolita en cada extremo y que no tenía nada que ver con el amor ni con Tokio. En Kerala los amor-en-Tokio han resistido la prueba del tiempo, e incluso hoy en día, si alguien lo pide en cualquier tienda respetable y de calidad, eso será lo que le darán: una goma para el pelo con una bolita en cada extremo.
Rahel tenía un reloj de juguete con la hora pintada en la esfera. Las dos menos diez. Una de las cosas que más deseaba era tener un reloj en el que pudiera cambiar la hora siempre que quisiera (pues para eso servían los relojes, según ella). Sus gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla le hacían ver el mundo de color rojo. Ammu le había dicho que eran malas para los ojos y le aconsejó usarlas lo menos posible.
Su vestido para ir al aeropuerto estaba en la maleta de Ammu. Tenía unas bragas especiales a juego.
Chacko conducía. Era cuatro años mayor que Ammu. Rahel y Estha no podían utilizar ningún diminutivo para llamarlo porque se vengaba utilizando a su vez los diminutivos más ridículos para dirigirse a ellos. Ni siquiera podían llamarlo Tío, porque los llamaba Tita, lo cual los avergonzaba cuando había gente delante. Así que lo llamaban Chacko.
Las paredes del dormitorio de Chacko estaban atiborradas de libros desde el techo hasta el suelo. Se los había leído todos y citaba extensos fragmentos sin razón aparente. O, al menos, sin ninguna razón que sus oyentes pudieran comprender. Por ejemplo, aquella mañana, cuando salían en el coche por la verja del jardín y le decían adiós a gritos a Mammachi, que estaba en la galería, Chacko dijo de repente:
«Gatsby demostró su valía al final; era lo que se cebaba en él, el turbio polvo que levantaban sus sueños, lo que provocó que durante una temporada me desinteresase por las infructuosas tristezas y las breves alegrías del género humano».
Estaban tan acostumbrados, que no se preocuparon de intercambiar codazos ni miradas cómplices. Chacko había estudiado en Oxford con una beca Rhodes y se le permitían excesos y excentricidades intolerables para los demás.
Decía que estaba escribiendo una historia de la familia por la que ésta tendría que pagarle para que no la publicara. Ammu decía que si había una persona en la familia que pudiera considerarse candidata al chantaje biográfico, era el propio Chacko.
Claro que eso era entonces. Antes del Terror.
En el Plymouth, Ammu iba sentada delante, junto a Chacko. En aquel momento tenía veintisiete años y la fría certeza en la boca del estómago de que ya había vivido cuanto tenía que vivir. Había tenido una oportunidad. Y se había equivocado. Se había casado con un hombre que no le convenía.
Ammu acabó sus estudios secundarios el mismo año en que su padre se jubiló de su empleo en Delhi y se trasladó a Ayemenem. Pappachi insistió en que los estudios universitarios representaban un gasto innecesario para una chica, así que Ammu no tuvo otra elección que dejar Delhi e irse con ellos. No había mucho que una muchacha pudiera hacer en Ayemenem, aparte de esperar propuestas de matrimonio mientras ayudaba a su madre en las tareas de la casa. Dado que su padre no tenía el dinero suficiente para ofrecer una buena dote, nadie se interesó por ella. Pasaron dos años. Llegó su decimoctavo cumpleaños y pasó inadvertido. O, al menos, inadvertido para sus padres. Ammu comenzó a desesperarse. Se pasaba los días soñando con escapar de Ayemenem, de las garras de su malhumorado padre y de la amargura y la resignación de su madre. Tramó varios planes insignificantes e infructuosos. Con el paso del tiempo, uno dio resultado. Pappachi consintió en dejarla ir a pasar el verano con una tía lejana que vivía en Calcuta.
Allí, en una boda, Ammu conoció a su futuro marido.
Estaba de vacaciones. Tenía un empleo en Assam, donde trabajaba como director adjunto en una plantación de té. Provenía de una familia de terratenientes de Bengala Oriental que perdió sus tierras al verse obligada a emigrar a Calcuta tras la incorporación de esa región al Paquistán.
Era un hombre menudo, pero bien proporcionado. De aspecto agradable. Usaba unas gafas pasadas de moda que le daban una apariencia seria y no dejaban traslucir en absoluto su forma de ser, sencilla y encantadora, ni su sentido del humor, juvenil pero cautivador. Tenía veinticinco años y ya llevaba seis trabajando en la plantación de té. No había ido a la universidad, lo cual explicaba su humor juvenil. Le propuso matrimonio a Ammu cinco días después de haberla conocido. Ammu no fingió estar enamorada de él. Simplemente, consideró las ventajas y aceptó. Pensó que
cualquier cosa,
cualquier persona, sería mejor que regresar a Ayemenem. Escribió a sus padres para comunicarles su decisión. No le contestaron.
La ceremonia matrimonial de Ammu fue muy recargada, como es habitual en Calcuta. Más tarde, al recordar aquel día, se dio cuenta de que el brillo ligeramente febril de los ojos del novio no era fruto del amor, ni siquiera del nerviosismo ante la perspectiva del gozo carnal, sino de ocho vasos de whisky, por lo menos. Bebidos de golpe. Puro, sin rebajar.
El suegro de Ammu era presidente de la Compañía de Ferrocarriles y había destacado como boxeador cuando estaba en Cambridge. Era secretario de la ABBA, la Asociación Bengalí de Boxeo Amateur. Regaló a la joven pareja un Fiat pintado de rosa pastel por encargo, que condujo él mismo después de la boda tras cargar en él las joyas y la mayor parte de los regalos que les habían hecho. Murió en la mesa de operaciones, antes de que nacieran los gemelos, cuando le estaban extirpando la vesícula. A su incineración asistieron todos los boxeadores de Bengala. Un cortejo fúnebre de caras largas y narices rotas.
Cuando se trasladó a Assam con su marido, Ammu, que era joven, hermosa y pizpireta, se convirtió en la estrella del Club de los Plantadores. Llevaba blusas de sari con la espalda al aire y un bolso pequeño de lame con una cadenita. Fumaba cigarrillos largos con una boquilla plateada y aprendió a hacer anillos de humo perfectos. Su marido resultó ser, más que un gran bebedor, un alcohólico en toda regla, con todo el retorcimiento y el trágico encanto del borrachín sempiterno. Había en él cosas que Ammu nunca comprendió. Mucho tiempo después de abandonarlo, seguía preguntándose por qué mentía de forma tan descarada cuando no necesitaba hacerlo.
Sobre todo,
cuando no necesitaba hacerlo. Conversando con unos amigos decía lo mucho que le gustaba el salmón ahumado, cuando Ammu sabía que lo odiaba. O, al volver a casa del club, le contaba que había visto la película
Cita en St. Louis,
cuando en realidad habían puesto
The Bronze Buckaroo.
Si se lo hacía notar, nunca le daba una explicación ni se disculpaba. Simplemente, soltaba una risilla que la exasperaba hasta un punto del que ni ella misma se creía capaz.
Ammu estaba embarazada de ocho meses cuando estalló la guerra con China. Fue en octubre de 1962. Las mujeres y los niños de los plantadores fueron evacuados de Assam. Ammu no pudo viajar porque su embarazo estaba demasiado avanzado, así que se quedó en la plantación. En noviembre, tras el traqueteo de un viaje espeluznante en autobús hasta Shillong, en medio de los rumores de una ocupación china y de una derrota inminente de la India, nacieron Estha y Rahel. A la luz de las velas. En un hospital con las ventanas tapadas para no atraer a los aviones enemigos. Nacieron sin demasiadas complicaciones, el uno dieciocho minutos después que el otro. Dos pequeñines en lugar de uno solo grande. Dos foquitas gemelas, lustrosas de jugos maternos. Arrugadas por el esfuerzo de nacer. Ammu comprobó que no tenían ninguna deformidad antes de cerrar los ojos y quedarse dormida.
Contó cuatro ojos, cuatro orejas, dos bocas, dos narices, veinte dedos en las manos y veinte uñitas perfectas en los pies.
No se dio cuenta de que había una única alma siamesa. Estaba contenta de tenerlos. Su padre, tumbado sobre un duro banco en el corredor del hospital, estaba borracho.
Cuando los gemelos tenían dos años, el alcoholismo crónico de su padre, agravado por la soledad de la vida en la plantación de té, lo tenía sumido en un sopor etílico. Pasaba días enteros tumbado en la cama sin ir a trabajar. Poco tiempo después, el administrador inglés, el señor Hollick, lo convocó a su casa para «hablar seriamente».