El reverendo Ipe fue a Madrás y sacó a su hija del convento. Se sintió feliz de irse, pero insistió en no querer reconvertirse y continuó siendo católica apostólica romana el resto de sus días. A esas alturas el reverendo Ipe ya se había dado cuenta de que su hija había adquirido una «reputación» y era difícil que encontrase marido. Decidió que, ya que no podría casarse, no le vendría mal tener un título. Así que lo organizó todo para que fuese a estudiar a la Universidad de Rochester, en Estados Unidos.
Dos años después, Bebé Kochamma regresó de Rochester diplomada en jardinería ornamental, pero más enamorada que nunca del padre Mulligan. No quedaba ni rastro de la joven delgada y atractiva de antaño. Durante los años de estancia en Rochester, Bebé Kochamma había engordado. De hecho, hablando claramente, se había vuelto obesa. Hasta Chellappen, el sastre pequeñito y tímido de Chungam Bridge, insistía en cobrar la tarifa de las camisas de hombre, talla extragrande, cuando hacía blusas para sus saris.
Para evitar que cayera en la melancolía, su padre le encargó que se ocupara del jardín delantero de la casa de Ayemenem. Lo convirtió en un jardín ornamental tan vehemente y desmesurado que la gente iba desde Kottayam para verlo.
Era un trozo de terreno circular, en declive, rodeado por un camino serpenteante de gravilla muy empinado. Bebé Kochamma lo convirtió en un exuberante laberinto de setos enanos, rocas y gárgolas. Su flor favorita era el anturio. El
Anthurium andraeanum.
Tenía toda una colección: la «rubrum», la «luna de miel» y gran cantidad de variedades japonesas. Todas tenían una única espata carnosa, cuya gama de colores iba desde el negro jaspeado, en sus diversas tonalidades, hasta el rojo sangre y el naranja brillante, y unos espádices punteados y prominentes, siempre de color amarillo. En el centro del jardín de Bebé Kochamma, rodeado de arriates de cañacoros y polemonios, un querubín de mármol hacía pipí trazando un interminable arco plateado sobre un estanque poco profundo donde florecía un único loto azul. En cada esquina del estanque había un gnomo de escayola rosada, con las mejillas coloreadas y un picudo gorro rojo.
Bebé Kochamma pasaba todas las tardes en su jardín. Con sari y botas de goma. Blandía unas enormes tijeras de podar en sus manos enfundadas en guantes de jardinero de color naranja brillante. Como un domador de leones, domaba las retorcidas enredaderas y cuidaba los cactus pinchudos. No dejaba crecer a los bonsáis, mimaba a las orquídeas raras y le hacía la guerra al clima intentando cultivar edelweiss y guayabas chinas.
Todas las noches se untaba los pies con nata y se echaba para atrás las cutículas de las uñas.
El jardín ornamental, tras haber soportado aquella atención minuciosa e incesante durante más de medio siglo, había caído en los últimos tiempos en el abandono. Dejado a su propia suerte, se había vuelto desordenado y salvaje, como un circo cuyos animales hubiesen olvidado sus trucos. Una mala hierba, a la que la gente llamaba la «cizaña comunista» (porque en Kerala proliferaba igual que el comunismo), asfixió a las plantas exóticas. Sólo continuaron creciendo las enredaderas, como las uñas de los pies de los cadáveres. Se metían por los agujeros de la nariz de los gnomos de escayola rosada y florecían en sus cabezas huecas, a las que daban una expresión a medio camino entre la sorpresa y el desdén.
La razón de aquel abandono repentino y brusco fue la aparición de un nuevo amor. Bebé Kochamma había hecho instalar una antena parabólica en el tejado de la casa de Ayemenem y ahora tenía el mundo a sus pies sin moverse de su sala de estar gracias a la televisión vía satélite. La enorme excitación que aquello provocó en Bebé Kochamma era fácil de comprender. Porque no era algo que hubiese sucedido gradualmente. Ocurrió de la noche a la mañana. Rubias, guerras, hambrunas, fútbol, sexo, música, golpes de estado, todos llegaron en el mismo tren. Todos deshicieron las maletas a la vez. Y se quedaron en el mismo hotel. Y en Ayemenem, donde hasta entonces el sonido más estridente había sido el del claxon musical de un autobús, ahora podían convocarse guerras, hambrunas, vividas matanzas y hasta a Bill Clinton como si de sirvientes se tratara. Y así, mientras su jardín ornamental se marchitaba y moría, Bebé Kochamma veía todos los partidos de liga de la NBA americana, los encuentros de criquet y los torneos de tenis del Grand Slam. Entre semana veía
The Bold and the Beautiful
y
Santa Bárbara
, series en las que unas rubias frágiles, de labios pintados y peinados rígidos de tanta laca, seducían a androides y defendían sus imperios sexuales. A Bebé Kochamma la encantaban sus relucientes vestidos y sus conversaciones refinadas y retorcidas. Durante el día le venían a la cabeza fragmentos sueltos y se reía sola.
Kochu Maria, la cocinera, seguía llevando los gruesos pendientes de oro que le habían desfigurado los lóbulos de las orejas para siempre. Disfrutaba viendo
Wrestling Manía
, el show de la WWF, en el que Hulk Hogan y Mister Perfect, que tenían los cuellos más anchos que las cabezas, aparecían con mallas de lycra llenas de lentejuelas y se pegaban brutalmente el uno al otro. La risa de Kochu Maria tenía ese timbre levemente cruel que tienen a veces las risas de los niños pequeños.
Se pasaban el día en la sala de estar, Bebé Kochamma sentada en la silla de largos brazos o tumbada en la
chaise longue
(según el estado de sus pies) y Kochu Maria en el suelo, junto a ella (cambiando de un canal a otro siempre que podía), encerradas juntas en un ruidoso silencio televisivo. Una con el pelo blanco como la nieve, la otra con el pelo teñido de negro carbón. Participaban en todos los concursos, aprovechaban todos los descuentos que se anunciaban, y en una ocasión ganaron una camiseta y en otra un termo, que Bebé Kochamma guardó bajo llave en su armario.
A Bebé Kochamma le encantaba la casa de Ayemenem y cuidaba los muebles, que había heredado por haber sobrevivido a todos. El violín y el atril de Mammachi, los armarios de Ooty, las sillas de plástico que imitaba el mimbre, las camas de Delhi, el tocador de Viena con tiradores de marfil rajados. Y la mesa de comedor de palo de rosa que hizo Velutha.
La asustaban las hambrunas de la BBC y las guerras con las que se topaba al cambiar de canal. Sus viejos miedos a la revolución y a la amenaza marxista-leninista se habían reavivado por los nuevos temores que le causaba comprobar en el televisor el incremento del número de gentes desesperadas y desposeídas. Contemplaba las limpiezas étnicas, las hambrunas y los genocidios como amenazas directas hacia sus muebles.
Mantenía puertas y ventanas cerradas a cal y canto, a menos que las estuviera usando. Usaba sus ventanas para propósitos muy específicos. Para Respirar Aire Fresco. Para Pagar al Lechero. Para que Saliera una Avispa Encerrada (que Kochu Maria tenía que perseguir por toda la casa con una toalla).
Y hasta cerraba con llave la nevera descascarillada y triste donde guardaba su provisión semanal de bollos de crema, que Kochu Maria le traía de la Mejor confitería de Kottayam. Y las dos botellas de agua de arroz que bebía en lugar del agua normal. En el compartimiento inferior de la nevera guardaba lo que quedaba de la vajilla con motivos en azul y blanco que perteneció a Mammachi.
En el compartimiento del queso y la mantequilla puso la docena de ampollas de insulina que le regaló Rahel. Sospechaba que, en los tiempos que corrían, hasta los seres de apariencia más inocente e ingenua podían ser saqueadores de vajillas, adictos a los bollos de crema o diabéticos ladrones que recorrían Ayemenem en busca de insulina importada.
Ni siquiera confiaba en los gemelos. Los creía capaces de todo. Absolutamente de todo. Pensó que
hasta podrían robarle el regalo que le habían hecho
, y se dio cuenta, angustiada, de la rapidez con que había vuelto a pensar en los dos como si fuesen una sola persona. Al cabo de tantos años. Decidida a no dejar que el pasado se apoderase de ella, alteró su pensamiento inmediatamente.
Ella. Ella podría robarle su regalo
.
Miró a Rabel, de pie junto a la mesa del comedor, y notó el mismo sigilo inquietante, la capacidad de quedarse muy quieta y muy callada, que Estha parecía haber llegado a dominar. Bebé Kochamma estaba un poco intimidada por la impasibilidad de Rahel.
—Y bien… —dijo con voz chillona y entrecortada—. ¿Qué planes tienes? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar? ¿Ya lo has decidido?
Rahel intentó decir algo. Le salió un sonido mellado, como el borde irregular de una lata. Fue hasta la ventana y la abrió. Para respirar aire fresco.
—Ciérrala cuando hayas acabado —dijo Bebé Kochamma, y su rostro se cerró como un armario.
Ya no se podía ver el río desde la ventana.
Se pudo hasta que Mammachi hizo cerrar la galería trasera con la que fue la primera puerta corredera de Ayemenem. Entonces descolgaron los retratos al óleo del reverendo E. John Ipe y de Aleyooty Ammachi (los bisabuelos de Estha y de Rahel) de la galería trasera y los colocaron en la delantera.
Y allí seguían el Pequeño Bendecido y su mujer, colgados a ambos lados de la cabeza de bisonte disecada.
El reverendo Ipe dirigía su sonrisa de antepasado seguro de sí mismo hacia la calle, en lugar de dirigirla hacia el río.
Aleyooty Ammachi no parecía tan segura de sí misma. Era como si quisiera volverse, pero no pudiera. Tal vez para ella no fue tan fácil abandonar el río. Sus ojos miraban en la misma dirección en que lo hacía su marido, pero su corazón estaba vuelto hacia otro lado. Los pesados pendientes
kunukku
de oro mate (una muestra de la bondad del Pequeño Bendecido) le habían estirado los lóbulos de las orejas hasta tocar sus hombros. A través de los agujeros que dejaron era posible ver el río de aguas cálidas y los árboles oscuros inclinados sobre él. Y los pescadores en sus barcas. Y los peces.
Aunque ya no se podía ver el río desde ella, la casa de Ayemenem seguía evocándolo, del mismo modo que una concha marina siempre evoca el mar.
Evocaba la corriente, el agua agitada, los peces nadando.
Desde la ventana del comedor a la que estaba asomada, mientras el viento le revolvía el pelo, Rahel veía tamborilear la lluvia con fuerza sobre el oxidado techo metálico de lo que fue la fábrica de conservas de su abuela.
Conservas y Encurtidos Paraíso.
Se alzaba entre la casa y el río.
Hacían encurtidos, zumos, mermeladas, curry y pina en lata. Y mermelada de plátano. (De forma ilegal después de que la Organización de Productos Alimentarios la prohibió porque, según sus normas, no era mermelada ni jalea. Demasiado líquida para ser jalea, y demasiado espesa para ser mermelada. De una consistencia ambigua e inclasificable, decían.)
Según sus normas…
Ahora, al cabo de tantos años, a Rahel le pareció que el problema que tenía su familia con las clasificaciones iba mucho más allá del asunto de las mermeladas y las jaleas.
Tal vez Ammu, Estha y ella fueron los peores transgresores. Pero no los únicos. Los otros no se quedaron cortos. Todos infringieron las normas. Todos entraron en territorio prohibido. Todos alteraron las leyes que establecían a quién debía quererse y cómo. Y cuánto. Las leyes que convertían a las abuelas en abuelas, a los tíos en tíos, a las madres en madres, a los primos en primos, a la mermelada en mermelada y a la jalea en jalea.
Hubo una época en la que los tíos se convirtieron en padres, las madres en amantes, y los primos murieron y fueron enterrados.
Hubo una época en que lo inconcebible se hizo concebible y ocurrió lo imposible.
Antes del entierro de Sophie Mol la policía ya había encontrado a Velutha.
Se le había puesto la carne de gallina alrededor de la zona de los brazos en la que las esposas le tocaban la piel. Frías esposas de aroma metálico. Como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el que desprendían las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos.
Después de que hubo pasado todo, Bebé Kochamma dijo: «Se cosecha lo que se siembra». Como si
ella
no hubiese tenido nada que ver con la siembra y su cosecha. Volvió sobre sus pequeños piececillos a su bordado de punto de cruz. Los deditos de sus pies no tocaban nunca el suelo. Fue idea suya que Estha fuera Devuelto.
El dolor y la amargura de Margaret Kochamma por la muerte de su hija se retorcían en su interior como un muelle furioso. No decía nada, pero durante los días que estuvo allí, antes de regresar a Inglaterra, le pegaba bofetadas a Estha siempre que podía.
Rahel miraba cómo Ammu metía las cosas de Estha en un pequeño baúl.
—Puede que tengan razón —susurró Ammu—. Puede que sea cierto que un chico necesita un Baba.
Rahel vio que tenía los ojos opacos y enrojecidos.
Consultaron a una Experta en Gemelos de Hyderabad. Les contestó con una carta en la que decía que no era aconsejable separar a los gemelos monocigóticos, pero que los heterocigóticos no eran diferentes de otros hermanos cualesquiera y que, aunque tendrían los mismos problemas que los demás niños que experimentan una ruptura de su hogar, no sería más que eso. Nada fuera de lo normal.
Así que Estha fue Devuelto en un tren con su baúl metálico y sus zapatos beige puntiagudos metidos en el bolso de viaje color caqui. Viajó a Madrás en primera clase por la noche en el tren correo, y después, con un amigo de su padre, desde Madrás hasta Calcuta.
Llevaba una bolsa con bocadillos de tomate. Y un termo Águila con un águila. Tenía imágenes horribles en la cabeza.
Lluvia. Aguas revueltas, oscuras. Y un olor. Un olor empalagoso y nauseabundo. Como el de las rosas marchitas traído por la brisa.
Pero lo peor de todo era que en su interior llevaba el recuerdo de un hombre joven con la boca de un viejo. El recuerdo de una cara hinchada y de una sonrisa destrozada y vuelta del revés. De un charco de líquido claro que se iba extendiendo y en el que se reflejaba una bombilla desnuda. De un ojo inyectado en sangre que se había abierto, cuya mirada había deambulado por la habitación hasta clavarse en él. Estha. ¿Y qué es lo que había hecho Estha? Había mirado aquel rostro amado y había dicho: Sí.
Sí, fue él
.
Ésa era la palabra a la que el pulpo alojado dentro de Estha no podía llegar:
Sí
. Aspirar con los tentáculos no parecía servirle de mucho. El
sí
estaba alojado allí, en algún lugar profundo de un pliegue o de un surco, como un pelo de mango que se mete entre las muelas. Imposible de quitar, por más que se intente.