»Como intérpretes de la ley natural, los druidas siempre nos hemos propuesto clarificar nuestra visión de la naturaleza a fin de ver lo invisible más allá de lo visible, las fuerzas que subyacen en la existencia y le dan forma. Sabemos que los humanos somos inseparables del Más Allá porque nuestros cuerpos albergan espíritus inmortales. Pero los romanos creen que una breve vida es todo lo que tienen, y esa creencia les ha vuelto frenéticos y codiciosos.
»No puedo comprender la manera de pensar de los romanos, pero me consterna. Si esa gente llega a dominar aquí, nos veremos atrapados en su rígido mundo y eso nos debilitará.
Esa idea me pareció tan terrible como tener mi espíritu vivo atrapado dentro de mi cuerpo muerto. Pero vi con extrañeza que algunos consejeros no se conmovían lo más mínimo. Hombres como Tasgetius se negaban a ver peligro alguno en la presencia romana en la Galia.
—Aquí necesitamos a los romanos —insistió Tasgetius—. Nos proporcionan vino y especias y son nuestro mercado para las pieles y la excedencia de productos agrícolas.
Otros convinieron en que podría haber alguna amenaza militar eventual, pero confiaban fanfarronamente en que los galos serían capaces de derrotar a unos meridionales tan blandos. En cuanto a la idea de que algo tan nebuloso como la influencia romana constituyera un peligro, lo consideraban ridículo.
Un tercer grupo, que incluía, a Nantorus y el príncipe Cotuatus, pariente de Menua, quedó finalmente convencido, pero no fueron capaces de variar la actitud de los restantes. Las facciones se pusieron a discutir con muchos gritos y agitación de puños, pero no resolvieron nada.
Menua abandonó la sala disgustado y yo me apresuré a seguirle. No nos habíamos alejado mucho cuando Nantorus llegó a nuestro lado, jadeante. Un exceso de heridas había minado su resistencia.
—Es lamentable, Menua —le dijo—, pero ya sabes cómo son...
—Son idiotas —replicó secamente el jefe druida—. Idiotas seducidos por las baratijas de los mercaderes.
—Escúchame bien, Menua. Como rey de los carnutos, te encargo, a ti y a la Orden de los Sabios, de tomar las precauciones que juzgues necesarias para proteger a nuestra tribu de la amenaza que prevés. No necesitas el apoyo de nadie aparte del mío. Protégenos, druida, porque nosotros somos libres y no queremos ser aplastados bajo piedras de pavimento.
Tras esta orden, Nantorus se retiró al calor y la comodidad de su alojamiento, dejándonos en una oscuridad que había caído como una piedra sobre Cenabum.
Instintivamente comprendí que el rey creía haberse descargado totalmente de su deber transfiriendo la responsabilidad a los druidas. Aquella noche Nantorus dormiría con la mente en paz. Menua, en cambio, movía incómodamente los hombros mientras caminábamos, como un hombre que lleva una carga pesada.
El viento había cambiado de dirección y llegaba aullando desde el norte, poniendo fin a nuestro verano dorado. Una lluvia fría nos azotó, y Menua abandonó su resolución de dormir al aire libre. Juntos corrimos al abrigo del alojamiento para huéspedes.
La lluvia sólo nos siguió hasta los aleros. El frío nos siguió hasta la cama.
A la mañana siguiente, el jefe druida me dijo que regresaríamos enseguida al bosque.
—Tenemos trabajo que hacer, Ainvar. —Me emocionó que contara conmigo—. Vamos a lanzar un grito en petición de ayuda para proteger a la tribu, un grito tan fuerte que resonará en todo el Más Allá.
—¿Cómo haremos tal cosa? —le pregunté ansioso.
Tenía el rostro sombrío en el alba sin sol.
—Vamos a sacrificar a los prisioneros de guerra.
La asistencia a los sacrificios públicos era un privilegio concedido a todo miembro adulto de la tribu. Que a uno le negaran ese privilegio se consideraba el castigo más cruel que podían infligir los druidas, pues significaba negarle a un individuo el derecho a participar en una comunión directa con el Más Allá.
Pero ya no había tantos sacrificios humanos como en otro tiempo se ofrecieron en la Galia. En las recientes generaciones su número había disminuido drásticamente, y desde mi propio ritual de virilidad no había habido ninguno. Sólo bueyes iban al ara de los sacrificios.
Ver a los senones sacrificados sería para mí la primera de tales experiencias. Como aprendiz de Menua, esperarían de mí que asistiera al ritual; yo, que desviaba la vista cuando la sangre brotaba a borbotones del cuello de un animal sacrificado.
Mi cabeza me recordó que la carne en el espetón se sacrificaba en nuestro beneficio y me la comía con buen apetito, incluso chupaba la grasa de los dedos.
Me dije que aquello era diferente. Mi hermano de creación moría para que yo pudiera vivir, y su espíritu se propiciaba antes del sacrificio. Cuando comía carne lo hacía siempre con el pleno conocimiento del don que se me concedía.
Mi cabeza replicó: «Los prisioneros morirán para que tú y la tribu podáis ser protegidos, y sus espíritus serán propiciados. Sería una cobardía no ser testigo de su muerte, cuando están haciendo un regalo tan importante».
Convine en que sería una cobardía, pero la idea me estremeció de todos modos.
—En este aspecto de tu educación en la druidería, Aberth el sacrificador te instruirá, naturalmente —me informó Menua.
Naturalmente.
Me susurraron que a Aberth le encantaba verter sangre por el placer de hacerlo, que eso le proporcionaba la clase de placer que otros hombres encuentran en las mujeres.
Vino en mi busca al amanecer. De pie en el umbral de Menua, con la cara estrecha semioculta por los pliegues de la capucha, Aberth infectaba el aire con un olor a carroña. Retrocedí involuntariamente.
Sus delgados labios se tensaron sobre los dientes y le brillaron los ojos.
—¿No soy bienvenido, Ainvar? —me preguntó burlonamente.
—Te saludo como a una persona libre —le dije con un hilo de voz.
Aberth miró a Menua.
—Ése no es un saludo muy cálido para una ocasión tan propicia. ¿Acaso este hombre no tiene entusiasmo por los sacrificios?
—Aún no ha recibido su enseñanza sobre la muerte, por lo que no está preparado del todo. En el curso normal de los acontecimientos... Pero el sacrificio de los senones es una ocasión que se presenta mucho antes de que Ainvar esté preparado para esa enseñanza, y así será su primera experiencia. Tómale, Aberth.
El jefe druida me entregó al sacrificador y dio media vuelta.
Si el aposento de Menua estaba desnudo, el de Aberth, en cambio, estaba atestado de objetos. En un estante había una larga hilera de recipientes tapados. Mi cabeza supuso que era invierno embotellado. Diversos tipos de cuchillos muy afilados estaban encajados en bloques de madera de tejo provistos de una ranura. Aberth siguió la dirección de mi mirada y comentó:
—El tejo es la madera del renacimiento. Las ramas de un tejo crecen hacia abajo en la tierra para formar nuevos troncos, mientras el centro del árbol se pudre con la edad. Ningún hombre puede saber la edad de un tejo, puesto que muere y renace simultáneamente. El tejo es sagrado, y por eso usamos un garrote de esta madera para dar el golpe de gracia antes de usar el cuchillo de sacrificar.
Seleccionó una de las hojas y deslizó suavemente el pulgar por el filo. Apareció una fina línea roja y brotaron unas minúsculas gotas de sangre. Aberth se lamió el pulgar con ojos soñadores.
El sacrificador me enseñó todos los cuchillos de su extensa colección y me explicó que uno de ellos había sido diseñado especialmente para hundirlo en la espalda de un hombre muy musculoso, «de manera que caiga de bruces y nuestro augur pueda interpretar los estertores de su agonía sin que le distraigan sus muecas faciales». Otro cuchillo, más pequeño y afilado, era para la tierna garganta de una cabritilla. La hoja curva con empuñadura de oro estaba reservada para el sacrificio del Niño del Roble, cuando se recogía el muérdago salutífero que reducía los tumores.
Una vez hube examinado, con la revulsión interna, todo el surtido, Aberth me miró con los ojos entrecerrados y se cruzó de brazos.
—Ahora dime, Ainvar. Usa tu intuición. ¿Cuál de estos cuchillos sería el más apropiado para los senones, los prisioneros de guerra que no estuvieron dispuestos a morir en combate?
Yo no tenía la menor idea. La voz en mi cabeza no me dijo nada. ¿Cómo mata uno a treinta personas a la vez? En mi imaginación demasiado vívida, Aberth se deslizaba furtivamente entre las víctimas atadas y arrodilladas, segando sus vidas con una guadaña hasta que vadeaba en un mar de sangre.
Él interpretó la morbosa conjetura en la expresión de mis ojos y se echó a reír.
—No servirías como sacrificador, Ainvar, al margen de los demás talentos que poseas. Pero de todos modos me ayudarás, pues en un ritual de esta magnitud necesitamos a todo el mundo.
»La verdad es que no usaré ninguna de mis hermosas hojas. Los senones perdieron su valor o no habrían permitido que los capturasen vivos. Les daremos una oportunidad de corregir el equilibrio, una segunda ocasión de enfrentarse a la muerte con un estilo heroico. ¡Suya será la gloria de regresar a la Fuente en las alas del fuego!
El rostro de Aberth estaba radiante, su voz resonaba. Parecía envidiar a los senones la muerte que había planeado para ellos. Pero yo estaba consternado.
—¿Vas a quemarlos vivos? ¿A todos ellos?
—No lo comprendes, ¿verdad? —me preguntó casi apiadándose de mí—. El sacrificio no es un acto de crueldad, Ainvar. El sacrificador más dotado es aquel capaz de liberar el espíritu del cuerpo con el mínimo dolor. Cuando una persona o un animal muere con una agonía atroz, su espíritu está aturdido y confuso.
»Recuerda que el propósito del sacrificio es, siempre, devolver un espíritu a su Creador como un acto de propiciación. Y recuerda también que cada espíritu es una parte de ese Creador. Si enviamos una de sus partes de regreso a la Fuente asustada y perpleja, insultamos al mismo poder que deseamos propiciar.
»Así pues, los senones arderán, pero no sufrirán. Soy el mejor sacrificador de la Galia. Antes de que los prisioneros vayan al fuego, se les dará mirra mezclada con vino para embotar sus sentidos y aumentar su valor. Luego se les meterá en las jaulas de mimbre, que se alzarán a considerable altura por encima del suelo. Ciertos polvos arrojados a las llamas espesarán el humo y sofocarán a los cautivos antes de que el fuego llegue a ellos. Saber esto les permitirá enfrentarse a la muerte con más valor, de modo que los bardos de los senones puedan cantar luego sobre ellos con orgullo.
Para el sacrificio de los prisioneros se construyeron tres enormes jaulas con varillas de mimbre unidas con tiras de cuero. El fuego desintegraría rápidamente el mimbre, por lo que era doblemente importante que los cautivos estuvieran inconscientes cuando las llamas les alcanzaran, pues de lo contrario podrían escapar.
Como sucedía con muchas otras costumbres druídicas, lo práctico se mezclaba a la perfección con lo místico.
Cuando las jaulas estuvieron dispuestas, Aberth supervisó a los trabajadores mientras colocaban cada una sobre un par de altas columnas de madera. El fuego sería encendido entre y alrededor de aquellas columnas, de modo que el humo ascendería a través de los listones de las jaulas. El conjunto parecía un gigante panzudo de robustas piernas, y sólo faltaban los brazos y una cabeza para que la ilusión fuese completa.
Keryth la vidente declaró que el mejor momento para el sacrificio sería el siguiente día de la luna oscura. Me sentí aliviado cuando Menua me llevó consigo a fin de preparar a los senones para su terrible experiencia. No lamenté abandonar a Aberth.
Permanecí a un lado, escuchando al jefe druida, que explicaba lo que iba a suceder y exhortaba a los senones a morir noblemente a fin de que pudieran ser motivo de orgullo para su tribu. Les prometió ocuparse de que se hiciera llegar a su gente la noticia del valor que habían tenido.
—Os ofrecemos una muerte fácil y buena —les dijo—. No son muchos los hombres que tienen esa seguridad. Es decir, os ofrecemos una muerte fácil siempre que hagáis lo que os pedimos. Deseamos que una vez vuestro espíritu se haya liberado del cuerpo y unido a la Fuente de Todos los Seres, uséis todos vuestros poderes para implorar la protección del Más Allá a favor de los carnutos. ¡Si cualquiera de vosotros, en lo más profundo de su corazón, no está dispuesto a hacer eso, le prometo que sentirá las llamas!
La mayoría de los senones miraban tensamente a Menua, como si devorasen sus palabras, aunque algunos parecían casi indiferentes y estaban sentados o en pie apoyados contra la pared del calabozo, la mirada perdida en el vacío. Observé que Mallus estaba acurrucado en un rincón, separado de los demás, y sus ojos se movían incesantemente, como los de un animal atrapado.
Otro hombre me llamó la atención. Alto y fuerte, con el cabello castaño claro y la frente ancha, me miraba fijamente con una expresión de anhelo desesperanzado. Mi cabeza me dijo que no me quería a mí, sino a la vida dentro de mí, al futuro que yo poseía y él no. Volví la cabeza, incapaz de sostener su mirada.
La mañana del sacrificio todo el fuerte se reunió para la canción al sol. Luego abrieron las puertas de par en par y la procesión salió hacia el bosque. La excitación aleteaba entre la multitud como un fuego en la hierba. Aquél no iba a ser el sencillo sacrificio de un animal dócil.
Los druidas abrían la marcha y les seguían los prisioneros, arrastrando los pies y amodorrados, sus rostros enrojecidos como si hubieran bebido. Una guardia encabezada por Ogmios les acompañaba con las lanzas en ristre. Les seguían los habitantes del Fuerte del Bosque, cuyo número aumentaba sin cesar por las incorporaciones de granjeros y pastores de la zona circundante. Muchos de ellos apenas tenían una idea de los motivos del ritual. La perspectiva del espectáculo bastaba para que se nos unieran.
Me recordé que debía comportarme, pues Menua me estaría vigilando. Sentía náuseas y estaba muy nervioso.
Comenzó la cuesta, los árboles se alzaron por encima de nosotros. Atravesamos el bosque hasta el frondoso robledo en la cresta del cerro. Los druidas, entonando un cántico, rodearon el bosque en el sentido del movimiento solar, mientras la multitud se empujaba para situarse, cada uno tratando de ocupar un lugar desde donde pudiera ver mejor las tres jaulas que esperaban al otro lado del bosque.
Al verlas, uno de los prisioneros lanzó un grito.