—No te olvides de pedir una medida más de cerveza para llevarla al campamento o Baroc se quejará durante toda la noche de que no le tenemos en cuenta —le dije a Tarvos.
Al oír mi acento, un hombre barrigudo que estaba sentado cerca se volvió hacia mí.
—Galos, ¿verdad? ¿De más allá de la Provincia?
Hice un gesto de asentimiento. Él nos miró de arriba abajo.
—No parecéis galos peludos. ¿Dónde están los pantalones a cuadros? Todos los bárbaros lleváis esos pantalones.
Hablaba con la convicción de un borracho.
Hanesa le sonrió.
—¿Quién necesita pantalones en un clima tan soleado y acogedor como el tuyo? Aquí no usamos polainas.
El hombre le miró parpadeando como un búho.
—Te gusta este clima, ¿eh? No te parecería tan maravilloso si vivieras aquí. El clima de los negocios es terrible.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué motivo?
Hanesa se inclinó hacia adelante con tal expresión de simpatía que el otro le respondió con un torrente de palabras. Era algo habitual, pues Hanesa tenía un don.
—Soy comerciante —nos dijo el hombre—. Tengo un pequeño negocio de figuritas de cerámica, ídolos, sobre todo, de los dioses y diosas más populares, para el comercio doméstico. Las vendo hasta en lugares tan al norte como las tierras de los gábalos, en la Galia peluda, pero cada vez es más difícil sacar beneficios.
»Mi principal inversor es un ciudadano romano de Massilia, propietario de una villa que da al mar. Ese hombre no tiene que preocuparse, pero yo he de sobornar y dar dinero bajo mano sólo para mantenerme en el negocio. Los contratistas fraudulentos cogen mi dinero y desaparecen con él. Los artesanos no cumplen con las fechas de entrega y a menudo me ofrecen una mercancía de mala calidad que ni siquiera comprarían los bárbaros. Lo peor de todo es que vivo con el constante temor de que confisquen mi propiedad personal si no puedo pagar los impuestos, los cuales aumentan cada vez que el gallo canta. Créeme, bárbaro, un poco de sol no compensa todo eso.
El parroquiano tomó un largo trago de vino.
—Realmente te maltratan —comentó Hanesa.
—Es el destino —dijo el hombre en tono sombrío—. No tuve los padres adecuados, ¿sabéis? Y no nací donde debía. No soy ciudadano romano, sino un pobre hombre que se esfuerza por ganarse la vida...
Soltó un ruidoso eructo.
Mi intuición me dijo que había llegado a ese estado de embriaguez en el que un hombre sabe lo que está diciendo pero ya no le importa. Hice una señal a Hanesa con los ojos. El bardo se acercó aún más a nuestro nuevo conocido y, mediante un hábil interrogatorio, puso al descubierto un tesoro de información mientras yo escuchaba.
El hombre se llamaba Manducios y era de sangre mixta, con helenos y celtíberos entre sus antepasados.
—En la Provincia, uvas de muchos viñedos se vacían en una sola cuba —explicó.
Dijo que los impuestos locales, ya ruinosos, recientemente habían sido aumentados de nuevo para costear la fuerza militar en expansión. Estaban reclutando una nueva caballería entre los galos narbonenses, y otros soldados, con apetitos insaciables, según Manducios, estaban siendo acuartelados a expensas de los habitantes locales.
—¿Por qué hay tantos soldados en una tierra en paz? —le preguntó Hanesa.
Manducios se metió un dedo en una fosa nasal, sondeó, lo extrajo y examinó y finalmente se lo limpió en el pecho.
—Estamos en paz pero nadie espera que dure mucho. La paz no es beneficiosa y César necesita dinero.
A la mención de César, vi por el rabillo del ojo que Rix, que solía mantenerse en silencio durante tales conversaciones, se enderezaba de repente y fijaba su mirada en Manducios.
—Creía que el hombre llamado César era procónsul de Roma. Sin duda esos oficiales no están empobrecidos.
El comerciante soltó una risa cínica.
—Permíteme que te hable de Cayo César, cuya familia conoce bien mi jefe. Eran del rango ecuestre y César nació en la clase patricia, la aristocracia de Roma, pero desde el principio de su carrera se empeñó en asociarse con la gente corriente, los plebeyos. Son más numerosos, claro, y así pudo crear una gran base de apoyo popular.
»Dado su historial militar, también tuvo el apoyo de la clase guerrera y logró que le enviaran a Iberia en la época del último levantamiento celtibérico que tuvo lugar allí. No era un burócrata encerrado entre cuatro paredes, sino que se hizo personalmente responsable de conducir a los ejércitos romanos a una gran victoria en Iberia que obligó a los rebeldes a someterse de una vez por todas tras años de resistencia.
»César regresó triunfalmente a Roma, enriquecido con el botín de la campaña ibérica. Como disponía de dinero para invertirlo en los lugares adecuados, pudo formar la actual coalición gobernante de Roma con otro general, Pompeyo, y un mercader rico en extremo, un hombre llamado Craso, propietario de una parte de todos los burdeles y almacenes de Roma. Su título oficial es el de Primer Triunvirato.
—¿Cómo es posible que tres hombres gobiernen juntos? —le pregunté—. Si cualquier tribu de la Galia libre tuviera tres reyes, la dividirían y cada uno seguiría una dirección independiente de los otros.
—Tienes razón, bárbaro, es una situación difícil. Los tres se pelean continuamente por el poder entre ellos. A fin de no ceder terreno, César al principio gastaba generosamente y cubría a los plebeyos de regalos para conservar su favor. Era como los sobornos que yo pago, pero en un nivel superior. Todo el mundo lo hace, todo el mundo se ve obligado a hacerlo —dijo estas últimas palabras en tono sombrío y prosiguió—: Según los rumores, César estaba a punto de empobrecerse cuando persuadió al Senado para que le concediera una ciruela madura, el cargo de gobernador de la Galia. Necesita dinero y se propone conseguirlo en la Galia.
—Pero ¿cómo? ¿Aumentando continuamente los impuestos? Así estrangulará al mismo caballo que monta.
—Nada de impuestos. ¡La guerra! La manera más segura que tiene César de adquirir otra fortuna es movilizar a los ejércitos que el Senado ha puesto bajo su mando. Ganen o pierdan, los ejércitos en acción saquean, y la crema de ese saqueo sube a lo más alto, hasta llegar a los generales. César es un general soberbio. Algunos afirman que es mejor que Pompeyo.
—¿Entonces desencadenará una guerra?
Manducios frunció los labios y miró su copa vacía. Me apresuré a hacer una seña a Tarvos para que se la llenara de nuevo.
—No puede declarar una guerra sólo porque quiera hacerlo —explicó el mercader—. Tiene que rendir cuentas ante el Senado de Roma, y el Senado no sancionará una guerra sin alguna justificación. La guerra debe parecer necesaria para el bienestar de Roma, no sólo para enriquecer a un individuo.
Recordé lo que Menua me había enseñado y asentí. No podía resistirme a hacer gala de mi conocimiento ante aquel provincial que no dejaba de llamarnos «bárbaros», palabra que, como yo sabía y él aparentemente no, era sólo un término griego que designaba a quienes no hablaban la lengua griega, cosa que yo podía hacer si era necesario. Por entonces había bebido una considerable cantidad de vino y tenía la lengua suelta.
—Las legiones romanas fueron enviadas inicialmente a Iberia cuando Aníbal de Cartago estaba en guerra con los romanos. Aníbal tenía bases en Iberia, las legiones fueron enviadas para destruirlas y luego se quedaron para establecer colonias. Entonces Roma se anexionó la Provincia porque la Galia Narbonense es el enlace terrestre entre el Lacio y sus colonias ibéricas. ¡Una justificación!
Manducios entrecerró los ojos con suspicacia.
—¿Cómo sabes tanto?
Mi cabeza me advirtió que cerrara la boca, pues los druidas ya no eran bien recibidos en la Provincia: la religión oficial romana los condenaba. Hanesa acudió en mi rescate.
—Nos enteramos escuchando a los mercaderes —se apresuró a decir—. Los mercaderes lo saben todo.
Manducios estaba lo bastante bebido para que resultara fácil apaciguarle. Miró a su alrededor con la vista nublada, e hice una seña a Tarvos para que le trajera más bebida. Después de que tomara la mitad, murmuré:
—¿Qué decías de César? Como ves, siempre estoy deseoso de aprender.
—¿Cómo? Ah, él. El nuevo gobernador. Te diré una cosa: si pudiera dirigir un ejército victorioso en esta parte del mundo como el que dirigió en Iberia, volvería a Roma con suficiente botín incluso para hacer sombra a Craso. Incluso podría lograr que el Senado le nombrara cónsul único.
Rix intervino entonces.
—Para que haya guerra es necesario un enemigo. ¿Quién...?
En aquel momento un grupo de oficiales romanos entró en la
taverna
. La conversación se interrumpió. Los hombres se concentraron en la bebida y mantuvieron los ojos bajos hasta que los romanos pidieron y recibieron el mejor vino que el establecimiento podía ofrecer. Entonces los oficiales se acomodaron arrogantemente ante la mesa más cercana a la puerta.
La conversación se reanudó, pero con una cautela antes inexistente. Deduje acertadamente que no obtendríamos mucha más información de Manducios, pedí más vino para él a fin de que en su borrachera nos olvidara y salimos.
Los ojos de los romanos siguieron a Rix cuando pasó junto a su mesa. Incluso con su atuendo corriente tenía el estilo de un guerrero que ellos reconocían y admiraban instintivamente.
Vercingetórix siempre daba la impresión de que un fuego lento ardía en su interior.
Seguimos viajando, escuchamos y aprendimos más. Rix era un excelente compañero, pero se revelaba como un obstáculo para mi misión. Cuando no examinaba minuciosamente a los militares, dedicaba su examen a las mujeres locales, y ellas también le admiraban. Podía ser un bárbaro, pero era evidente que le encontraban espléndido. Con más frecuencia de la que habría deseado, Tarvos y yo teníamos que sacarle de una u otra cama en situaciones que podrían haber sido embarazosas o incluso peligrosas.
Camino del sur, una de las mujeres de Rix fue la esposa de un próspero mercader de aceite de oliva. Fue necesario un ingenio considerable para que Tarvos y Hanesa sacaran al reacio Rix por la parte trasera de la gran casa del mercader, mientras yo, en la entrada principal, persuadía al mercader de que había viajado desde la Galia peluda para comprar parte de su mercancía.
El hombre se mostraba a la vez halagado y suspicaz.
—Me resulta difícil creer que mi aceite, por bueno que sea, es conocido tan al norte como el territorio de los..., ¿qué tribu has dicho que era?
—Los carnutos.
—Sí, los carnutos. Desde luego, tengo importantes tratos con los eduos, pero... ¿Qué cantidad has dicho que estás interesado en contratar?
—No he dicho cuánto, todavía no. —Él me miraba fijamente. Traté de concentrarme imaginando que yo mismo era un mercader y mi espíritu el de uno del gremio, y noté que adoptaba esa combinación especial de afabilidad y avaricia que había observado entre los mercaderes—. Depende de la calidad y la rapidez con que puedas efectuar el envío al norte. El aceite de oliva es perecedero y el verano, cálido.
Nos encontrábamos en la larga terraza ante su amplia villa blanca. Más allá de un amontonamiento desordenado de flores, veía un camino que se curvaba por detrás de la casa. Por el rabillo del ojo no dejaba de vigilar aquel camino, esperando ver a Rix y los otros escabulléndose por él.
—Nuestro aceite está embotellado en recipientes de piedra tapados con el mejor corcho —decía el mercader—. Mantendrá sus cualidades indefinidamente, y puedo enviarlo antes de catorce días. ¿O tal vez preferirías llevártelo contigo?
—Hummm... —Fingí que lo pensaba. No había señal de Rix escapando de allí. ¿Durante cuánto tiempo podría distraer a aquel hombre?—. ¿Has dicho que tienes tratos con los eduos?
—Tengo un cliente entre ellos que considera nuestro aceite el mejor que se puede adquirir. Gracias a él he cerrado muchos tratos.
—¿Quién es ese hombre? —le pregunté obedeciendo a una intuición súbita—. ¿Respondería por ti ante nuestra tribu?
—Ningún galo dudaría de su palabra —respondió tajantemente el mercader—. Es Diviciacus, vergobret de los eduos.
Vergobret era el título que los eduos daban a su juez o magistrado principal, una persona de posición análoga a la de nuestro Dian Cet. Ese individuo era, por supuesto, un druida, y su palabra incuestionable.
Mi intuición me había hecho un buen servicio. La inesperada conexión entre el vergobret eduo y un mercader de aceite provincial era intrigante. Sondeé más y el mercader, ante la posibilidad de una venta, se mostró hablador.
El hombre me explicó que, si bien la política había declarado a los druidas personae non gratae en la Galia Narbonense, Diviciacus se las había ingeniado para hacerse con amigos romanos. Lo había hecho repetidamente, instando a establecer unos lazos más estrechos entre su pueblo y el Lacio..., la actitud contraria a la de Menua. A Diviciacus le gustaban los lujos romanos.
El vergobret era hermano de un príncipe eduo, Dumnorix, con quien estaba enemistado de una manera excepcionalmente feroz.
—Dumnorix quiere ser el rey de la tribu —dijo el mercader— y para ayudarse a realizar esta ambición ha aumentado las filas de sus guerreros mediante una alianza militar con los vecinos secuanos.
¡Los secuanos! La tribu de Briga, invadida por los germanos...
—Diviciacus respondió pidiéndome que arreglara las cosas para que pudiera presentarse ante el Senado romano. Lo hice con mucho gusto, pues era un cliente valioso, y no sólo le conseguí una audiencia en el Senado, sino con el mismo gran orador Cicerón en persona, a quien impresionó mucho.
»Diviciacus solicitó al Senado romano que le apoyara contra las ambiciones de su hermano, quien según él sería un mal rey porque estaba demasiado sometido a la influencia germánica que afectaba a los secuanos, pero el Senado rechazó su petición. Dijeron que la querella entre Diviciacus y Dumnorix era un asunto interno y tribal que no concernía a los intereses de Roma.
»Supongo que tenían razón —añadió el hombre—. Lo que ocurre en las tribus de la Galia peluda no nos afecta realmente. Esa gente siempre ha peleado entre sí y siempre lo hará, no son más que salvajes.
Se dio cuenta demasiado tarde de que había metido la pata.
—¡No me refiero a hombres como tú! —se apresuró a decir.
Pero por el rabillo del ojo acababa de ver tres figuras familiares que se alejaban de la villa por el camino.