Compraríamos todas las provisiones necesarias para el viaje en el próximo pueblo. Yo tenía una prisa imperiosa. Incluso las estaciones me impulsaban hacia casa, pues había llegado el otoño y la luz era cambiante. Teníamos que cruzar las montañas y entrar en la Galia libre antes de que el tiempo se volviera contra nosotros.
Había prometido a Menua que estaría de regreso en el gran bosque por Samhain. Empecé a observar ansioso en busca de un pueblo. No tardamos en encontrar uno.
Los pueblos romanos no me gustaban. En nuestros viajes habíamos llegado a Nemausus, donde contemplamos asombrados la construcción romana llamada acueducto que llevaba agua a la ciudad. El acueducto era una estructura en tres hileras compuesta por arcos que sostenían un lecho de río artificial. En un punto determinado este río construido por el hombre se cruzaba con un río auténtico, el Gard. Allí experimenté de nuevo la inquietante sensación que había tenido antes, cuando intentaba imaginarme como piedra y agua al mismo tiempo.
Los pueblos romanos recibían el nombre de ciudades fuera cual fuese su tamaño. Aunque estaban construidos con piedra y mampostería y ornamentados con flores y fuentes, no podían ocultar su fealdad espiritual. Había mendigos en las calles.
Entre los celtas, nadie tenía que mendigar. Cada uno se ganaba la vida gracias a su contribución al bienestar de la tribu o, si era totalmente indigente, su clan cuidaba de él. Pero en la Provincia la gente mendigaba y amenazaba con invocar la ira de los dioses romanos contra quien les rechazara. Al contrario que Hanesa con sus relatos, ellos no daban nada a cambio de lo que obtenían. Ni siquiera eran siervos honestos que trabajaban para pagar una deuda.
Los pueblos no me gustaban, pero necesitábamos alimentos, vino y forraje para la mula, así como ropas de más abrigo para cruzar las montañas, por lo que cuando llegamos al próximo pueblo conduje a mi pequeño grupo a través de un laberinto de calles y callejones, en busca de la plaza del mercado.
Llegamos a tiempo de ver una subasta de esclavos.
El pavimento de la plaza central estaba lleno de corrales y puestos. A intervalos había unas columnas de madera a las que estaban fijadas unas cadenas que retenían a hombres demasiado potentes para sujetarlos de otra manera. Los negreros voceaban su mercancía en un centenar de lenguas. Alrededor de los bordes de la ruidosa y olorosa masa de gente, había literas con cortinas que contenían a los compradores más ricos. De vez en cuando un ocupante apartaba una cortina para asomarse y echar un vistazo u ordenar a un porteador de litera que le llevara a un lugar a la sombra.
Impulsado por la curiosidad, empecé a abrirme paso a través de la multitud. Rix estaba detrás de mí.
Mantuve el amuleto bien escondido bajo la ropa. No sólo los druidas estaban fuera de la ley en la Provincia, sino que en todas las ciudades abundaban los ladrones. Como si la mendicidad no fuese suficiente lacra, muchos hombres nacidos con unos dedos ágiles que habrían encantado a un artesano dedicaban su don a actividades menos dignas de orgullo. En la Galia libre un hombre exhibía su riqueza orgullosamente. En la Provincia debía ocultarla por temor a que se la quitaran.
Nos detuvimos bajo la plataforma de subastas. El hedor era terrible. Los esclavos que esperaban ser vendidos no tenían más sitio para hacer sus necesidades que alrededor de sus pies, y les rodeaba un enjambre de moscas enorme de un color verde refulgente.
—¡Eh, bárbaros! —nos gritó una voz áspera—. ¿Habéis venido a ofreceros como mercancía?
Tuve que coger a Rix del brazo.
—No hagas caso de las provocaciones —le dije entre dientes.
Un extremo de la plataforma estaba protegido del sol por un toldo a rayas rojas y amarillas suspendido entre dos postes. Los posibles compradores circulaban como ganado mientras esperaban la oferta del lote siguiente, o visitaban los corrales adyacentes para inspeccionar a los esclavos que se venderían más tarde.
La mercancía era de todo tipo y raza. Germanos gigantescos, valorados por su tamaño y su fuerza, encadenados y con grilletes. Un par de enanos de origen etíope, según su vendedor, estaban vestidos con sedas y plumas y tenían el precio alto de lo exótico. Trabajadores y campesinos curtidos por la intemperie formaban un triste grupo y se restregaban nerviosamente las manos callosas contra los muslos o miraban fijamente a la multitud como animales estúpidos.
Trajeron a media docena de mujeres y las hicieron subir a empujones a la plataforma.
Rix gruñó a mi lado.
Eran mujeres hermosas, de piel blanca, ojos azules, cabello muy rubio y pecosas, mujeres celtas con el orgullo aún vivo en sus ojos. En la Galia libre cada tribu tenía sus propios rasgos, y reconocí el aspecto de los boios meridionales en aquellas mujeres.
Completamente desnudas, permanecían de pie bajo el resplandor de la luz sureña. Los vendedores las trataban como si fuesen ganado, les pellizcaban los senos, calculaban su potencial reproductor y los encantos más sutiles que podrían aumentar el precio.
—¡Las han robado a la Galia libre! —exclamó Rix—. Son personas libres, de nuestro pueblo. ¡Cómpralas, Ainvar! ¡Saquémoslas de aquí!
—¡Calla, Rix! Alguien te oirá. Además, sólo tenemos suficiente dinero romano para regresar a la Galia. No puedo comprar todas esas mujeres.
—Lo harás —replicó en un tono tan imperioso que casi le obedecí a mi pesar.
—Mira a tu alrededor, Rix —le susurré desesperadamente—. Esta gente ha venido a hacer negocio. Si hacemos una escena no nos darán las gracias por interrumpirles.
—No tienes que hacer una escena sino sólo comprar las mujeres.
—Si hago una oferta suficiente para pagar por ellas no podré entregar el dinero para cubrirla, y sospecho que en ese caso no saldríamos vivos de la plaza. Aquí somos bárbaros, ¿recuerdas?
Mientras hablaba iba examinando a la muchedumbre en busca de Hanesa y Tarvos para que me ayudaran, pero no veía más que rostros endurecidos y ojos lujuriosos que miraban a las mujeres celtas.
El subastador hablaba más rápidamente que Hanesa en sus momentos de mayor locuacidad. Aferré a Rix con ambas manos, tratando de mantenerle bajo control hasta que oí el grito de «¡vendidas!».
Los agentes del comprador subieron a la plataforma, cubrieron la mercancía con mantos y se las llevaron.
Rix me miró con irritación.
—¿De qué te sirve tu druidismo si no puedes evitar eso? —señaló la plataforma con la cabeza.
Se inició un intervalo de calma hasta la próxima venta. Rix empezó a discutir conmigo de nuevo y me di cuenta de que estábamos llamando la atención de la multitud. Le tiré de la túnica, tratando de alejarle de allí, pero él me apartó las manos y cerró los puños como si fuese a pegarme. Consternado, observé que dos soldados con petos de bronce nos miraban con expresiones sombrías. A las autoridades no les gustaban los disturbios durante una subasta, no era bueno para el negocio.
El subastador reanudó su monótona cantinela. La agitación de Rix iba en aumento. Los soldados se nos acercaban. Mi cabeza me presentó una imagen desoladora de Rix y yo mismo, dos bárbaros jóvenes y fuertes, detenidos, encadenados y subastados con los demás esclavos, simplemente una parte del negocio de la jornada...
¡El negocio!
Agité un brazo, tratando de llamar la atención del subastador. Los dos soldados titubearon. Repetí mis movimientos con más frenesí, mientras con la otra mano alzaba mi bolsa de dinero.
—¡Vendida al hombre alto de la segunda fila! —gritó el subastador.
Los dos soldados se detuvieron, pues sabían que no debían obstaculizar la actividad comercial. La mirada de Rix se deslizó desde mí a la plataforma y regresó a mí. Estaba perplejo. Miré por primera vez a la esclava que acababa de comprar para salvarnos de un destino similar. Por suerte era una sola esclava. Estaba sola en la plataforma, haciendo caso omiso de las bromas de los espectadores.
—Una buena bailarina, bien adiestrada en las artes de la seducción —me aseguró el subastador mientras la empujaba hacia mí.
Vi a una mujer que había dejado bastante atrás la flor de la vida. Sus ojos y senos parecían fatigados, estaba llena de moratones y tenía una capa de grasa alrededor de la cintura. De piel olivácea y cabello oscuro, tal vez fue atractiva en el pasado, pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora parecía una docena de inviernos mayor que yo.
Espantado, la miré a los ojos y vi una expresión de súplica en los suyos.
Los soldados seguían mirándonos. Les dirigí una sonrisa, confiando en que fuese convincente y, en mi mejor latín, dije en voz alta: «Esta mujer es lo que siempre he deseado». Subí a la plataforma y me llevé mi adquisición.
No me atreví a mirar a Rix.
Descendimos los escalones al lado de la plataforma. El agente del subastador me esperaba al pie con la mano extendida y se apresuró a despojarme de la mayor parte de nuestro dinero. La mujer se agachó bajo la plataforma y recogió unos harapos del patético montón que había allí. Se estaba vistiendo cuando por fin Hanesa y Tarvos aparecieron abriéndose paso entre la muchedumbre para reunirse con nosotros.
Antes de que pudieran hacerme alguna pregunta, ordené al grupo que cerrase filas y nos marchamos de la plaza, llevando a la mujer con nosotros. Rix no dijo nada hasta que llegamos a una calle lateral. Entonces me acorraló.
—Quería que compraras a las mujeres celtas, Ainvar, no esta, esta...
Agitó las manos, faltas de palabras.
Podría haberle retorcido el cuello sin el menor remordimiento. Gracias a él, ahora nos habíamos cargado con una bailarina madurita y nuestro dinero se había esfumado.
—¡Tú eres el culpable!
—¿Yo?
—Eres imprudente, temerario y un peligro para todos nosotros.
—Pero yo creía...
—A partir de ahora déjame que sea yo quien piense las cosas, Rix. ¡Estoy adiestrado para ello!
Giré sobre mis talones y le di la espalda.
A cambio de nuestro dinero me habían dado un rollo de pergamino. Mientras los otros aguardaban, lo desenrollé e hice un esfuerzo para leer el latín. Decía que el poseedor del pergamino también poseía a una mujer llamada Lakutu, a la que el propietario podía utilizar como juzgara oportuno.
Aquello me produjo náuseas. Volví a enrollar el pergamino y decidí arrojarlo a la primera fogata junto a la que pasáramos.
La actitud amedrentada con que la mujer se acurrucaba contra la pared más próxima no hacía más que empeorar las cosas.
—¿Qué voy a hacer contigo? —le pregunté lo más amablemente que pude.
Ella respondió con una sonrisa timorata, revelando unos dientes estropeados.
Como seguía mirándola, ella hizo girar las caderas y sacó el vientre. Era mayor y había perdido la gracia. Hedía a pescado podrido.
De repente, Rix se echó a reír.
—¡Es toda tuya, Ainvar!
Le dirigí un insulto en latín, confiando en que no lo entendiera. Conocer más de una lengua tiene sus ventajas.
La mujer me planteó unos problemas considerables. No se me había ocultado la imposibilidad de dejarla allí. Si la abandonábamos, pronto volvería a estar en la plataforma de subastas y, tras haber visto la expresión de sus ojos, era incapaz de someterla a ese destino. Pero con ella en el grupo llamaríamos la atención más que nunca... y nos había costado prácticamente todo nuestro dinero.
Compré víveres con lo que nos había quedado y aquella noche acampamos más allá de la población. La mujer se me pegaba con una devoción de esclava. Cuando me acosté, ella se acurrucó a mis pies y permaneció así toda la noche.
A Rix le parecía muy divertido y empezó a referirse a ella como mi mujer.
—Se llama Lakutu —insistía yo—. Lo decía en su documento.
El pergamino que ya había quemado.
No podía darme la vuelta sin tropezar con ella. Cuando me agachaba para evacuar el vientre, ella intentaba limpiarme el trasero con musgo.
No parecía entender latín o cualquiera de los dialectos que yo conocía.
Tenía que comunicarme con ella mediante gestos, y ni siquiera así sabía siempre lo que deseaba. Parecía incapaz de reconocer mis esfuerzos por mantenerla apartada. Empecé a temer el viaje de regreso a casa.
—Vas a tener que repetir tus historias cada vez que podamos reunir otra vez un público apropiado —le dije a Hanesa—. Tenemos bastante comida para uno o dos días, pero aún nos espera un largo camino y necesitamos suministros adecuados antes de cruzar los puertos de montaña.
—Confía en mí —respondió el bardo.
Encontramos un lugar prometedor al lado de un camino muy transitado, y Hanesa empezó a atraer a la gente. Tarvos recogió pocas monedas, pero alguien nos dio un pollo y alguien más nos ofreció forraje para la mula. De todas maneras, yo prefería el trueque, que era nuestro método de pago preferido en la Galia libre. Las monedas eran para los comerciantes y las considerábamos tan ornamentales como pecuniarias.
Mientras Hanesa ejercía su arte, los demás permanecíamos a su lado y escuchábamos. Cuando alguien se rió y arrojó varias monedas no a Tarvos sino a los pies del bardo, Lakutu abrió mucho los ojos. Corrió al lado de Hanesa y deslizó los dedos por el cabello grasiento. Entonces empezó a manosear sus andrajos, ciñéndolos en algunos lugares y aflojándolos en otros.
Los espectadores se daban codazos. Hanesa tendió una mano para detener a la mujer, pero la intuición me habló.
—No la interrumpas, Hanesa —le ordené.
Lakutu se puso a bailar.
Era demasiado mayor y gorda, y su piel había perdido la lozanía, pero en cuanto empezó a moverse se transformó. Acompañándose con los chasquidos de sus dedos, Lakutu ladeaba los hombros y golpeaba el suelo con los pies, cuyos dedos tenían viejos restos de tinte carmín. Entonces reparé por primera vez en la pequeñez y el empeine alto de sus pies y en lo esbeltas que tenía las manos.
Lakutu oscilaba de un lado a otro. Con un diestro movimiento de los dedos se desnudó el vientre. El redondel de grasa que expuso no rebotó, sino que onduló, revelando el movimiento sinuoso de unos músculos insospechados. Su carne se ondulaba con un dominio exquisito. Sus pies se movieron con más rapidez. Cerró los ojos y empezó a girar, tarareando para sí misma, sus pequeños pies marcando el ritmo.
Me había equivocado al considerarla demasiado vieja y gorda. Con su danza revelaba una opulencia exuberante, madura, una riqueza redondeada, como sacos rebosantes de grano.