La cogí por detrás y hundí el rostro entre sus nalgas, saboreando sus jugos. Los dos nos reímos; los dos juntos éramos una fiesta.
Retornó el frenesí, más profundo y más rico que antes.
Esta vez se formaron imágenes detrás de mis ojos cerrados. Vi el árbol desnudo que se alzaba en el claro. Vi la luz del sol centellear en las lanzas y las chispas doradas que ascendían... y, en el último momento, tuve un brevísimo atisbo de un rostro determinado, impávido.
Vercingetórix, susurré en el cabello de Briga mientras el cosmos se derrumbaba alrededor de nosotros.
Cuando yacimos inmóviles una vez más, con la cabeza de ella apoyada en mi hombro, alcé la vista al cielo y reflexioné sobre la naturaleza del orgasmo que uno puede experimentar con una mujer especial, el orgasmo que no se siente en la entrepierna sino en la cabeza y el espíritu. La magia no era una palabra excesiva para designarlo.
Dormimos, nos despertamos y volvimos a dormir. Nadie nos molestó. Finalmente pensé que no me quedaba nada que dar, pero Briga me tomó el miembro en la boca y me acarició los muslos y el vientre hasta que surgió una vez más la necesidad de dar. Ella se tragó ávidamente mi esperma.
—Ahora tu cuerpo nutrirá el mío y será parte de mí —susurró, satisfecha consigo misma.
Tuve una súbita visión de Menua convirtiéndose en parte de un roble.
El canto de un ave me recordó que las sombras se estaban alargando y que tenía responsabilidades. Nos levantamos y empezamos a vestirnos. Briga me dio la espalda, y no pude aceptarlo. La cogí de los hombros y la obligué a darme la cara.
—No te apartes de mí, Briga, ni siquiera un paso.
—Es preciso que lo haga, en uno u otro modo.
—No, quiero que estés conmigo durante tanto tiempo como vivamos. Prométemelo.
Era una petición extravagante. Ni siquiera en el ritual de bodas de Beltaine se hacían promesas para toda la vida. La vida es cambio, un hecho que la ley celta tiene en cuenta. Las personas libres prometen permanecer juntas sólo mientras los dos lo deseen. No sería natural ni prudente pedir más. Sin embargo, se lo pedí a Briga:
—¡Prométemelo!
Ella se me quedó mirando... y llegó hasta aquellas profundidades de mi interior de las que Nantorus se había retirado tanto tiempo atrás. La sentí en una parte de mí mismo a la que aún nadie había accedido jamás.
—Seré tuya para siempre, Ainvar —me dijo en voz baja—. Por el sol y la luna, por el fuego y el agua, por la tierra y el aire, lo juro.
La estreché entre mis brazos, emocionado al descubrir en Briga una intensidad de sentimientos similar a la mía.
Mi cabeza quería saber qué haríamos ahora.
Después de hacer el amor mis pensamientos siempre se aclaran, y de repente me encontré examinando nuestra situación con una triste claridad. Si llevaba a Briga a mi alojamiento y hacía de ella mi mujer, Crom Daral tendría todos los derechos bajo la ley para partirme el cráneo. Al robarle la mujer a un miembro de mi clan habría deshonrado mi cargo.
¡No debía deshonrar el título de Guardián del Bosque!
Así pues, no podía tomarla para mí, todavía no. Sin embargo, la reclamaría para la Orden. ¡Sí! Luego, andando el tiempo, cuando Crom lo hubiera aceptado y hubiese encontrado una nueva mujer, yo podría bailar con Briga alrededor del árbol de Beltaine.
El plan me parecía perfectamente razonable. Sólo tenía que explicárselo a ella.
Era preciso regresar al fuerte, por mucho que deseáramos seguir disfrutando de nuestra intimidad. Mientras caminábamos la rodeé los hombros con mi brazo.
—Voy a llevarte al aposento de Sulis para que...
Ella se detuvo en seco.
—Creí que me llevabas a tu alojamiento. No puedo volver con Crom Daral si soy tuya. Dijiste que me querías contigo.
—¡Y así es! Pero hay muchos factores que considerar, Briga, y creo haber encontrado el mejor camino para nosotros, por lo menos de momento. Escúchame.
Mantuve el brazo sobre sus hombros mientras reanudábamos la marcha. Ella andaba con la cabeza baja, y supuse que así se concentraba en mis palabras. Hasta que casi habíamos llegado a las puertas del fuerte. Entonces se zafó de mi brazo y giró sobre sus talones para enfrentarse a mí, la cólera brillando en sus ojos.
—¡De modo que todo esto era un truco para obligarme a entrar en la Orden!
Su reacción me consternó.
—¡Claro que no! Es sencillamente lo mejor para nosotros, ¿no te das cuenta? He dicho en serio que quiero que seas mía.
—Ser tuya no significa ser una druida.
Alzó el mentón y echó los hombros atrás, recordándome con esa postura que era la hija de un príncipe y no se le podía obligar a nada.
—Escucha, Briga, has tomado una parte de mí para que formara parte de ti, ¿recuerdas? Eso significa que lo que yo sea tú lo eres también, y yo soy un druida.
—Lógica de druida —dijo ella fríamente—. Sabía que éste era el truco. Lo has planeado desde el principio y me has atrapado.
Retrocedió un paso, apartándose de mí, y entonces se volvió y echó a correr en el crepúsculo hacia el fuerte.
Me apresuré tras ella, pero la cólera daba fuerza a sus piernas, y cruzó como un rayo las puertas abiertas del fuerte, seguida indecorosamente por el jefe druida. El centinela nos gritó algo, pero no entendí lo que decía. Ni, por cierto, comprendía la actitud de Briga.
Corrió a través del fuerte, esquivando personas, perros y gallinas, saltando por encima de cestos, desviándose para evitar montones de estiércol. Estaba a punto de darle alcance cuando se abrió la puerta de un alojamiento cercano y salió Sulis.
A la curandera le bastó una rápida mirada para hacerse cargo de la situación: Briga enrojecida y furiosa, yo exasperado y desesperado.
Sulis se interpuso entre nosotros, me hizo una severa advertencia con un movimiento de cabeza y rodeó a Briga con los brazos.
—Pobrecilla, ¿te está molestando el jefe druida? No lo consentiremos. Ahora ven conmigo y por la mañana aclararemos las cosas. Tienes la ropa llena de arena y pareces cansada. ¿Quieres refrescarte con un baño de agua caliente? ¿Y una buena comida? Anda, ven conmigo...
Sulis hizo entrar a Briga en su alojamiento y cerró la puerta en mis narices.
Había descuidado ponerme la capucha y ahora la gente me rodeaba. Todos querían hablar conmigo de la fiesta de Beltaine que tendría lugar al día siguiente, y yo, miembro de la tribu, no podía dejar sus preguntas sin respuesta. Sus peticiones eran como un oleaje que me arrastró, y me vi obligado a supervisar las purificaciones, a consultar con Dian Cet acerca de la ley, a examinar las propiedades intercambiadas, a compartir mis conocimientos, mi energía, mi sabiduría, cuando sólo deseaba estar con Briga, darle explicaciones y arreglar las cosas de algún modo.
Por la noche llamé a la puerta de Sulis y abrió el Goban Saor, quien no me invitó a entrar.
—Voy a buscarla —me dijo.
Instantes después, la puerta se abrió más y Sulis se reunió conmigo.
—Briga está durmiendo, Ainvar. ¿Qué le has hecho?
—¿Qué te ha dicho ella? —repliqué.
—No mucho, sólo que has intentado engañarla.
—Me ha entendido mal.
—Eso es lo que sospechaba, pues no me parecía propio de ti, pero está muy enfadada, Ainvar. Te acusó de intentar obligarla a entrar en la Orden antes de que esté preparada.
Antes de que esté preparada... Estas pocas palabras me dieron esperanzas.
—¿Está dispuesta a quedarse contigo, Sulis?
—Así es. Dice que ha abandonado a Crom Daral por alguna razón y no tiene ningún sitio adonde ir. Naturalmente, es la oportunidad que estábamos buscando. Si las dos vivimos bajo el mismo techo estoy segura de que me ganaré su voluntad, pero quisiera saber cómo ha llegado a ocurrir esto.
—La norma —me limité a decirle.
Sulis me dirigió una mirada escéptica.
Tras una noche de insomnio, al alba siguiente entoné la canción del sol de Beltaine.
Ni Briga ni Crom Daral parecieron tomar parte en las ceremonias, o por lo menos no di con ellos ninguna de las veces que desvié mi atención para buscarlos. El hombre Ainvar estaba sumido en el Guardián del Bosque, y éste demasiado ocupado para pensar en ellos.
En un momento determinado, cerca del mediodía, cuando Sulis y yo nos encontramos, la curandera me dijo en voz baja:
—Briga no vendrá ni siquiera para la celebración de Beltaine. Ya sabes que hoy esperaba bailar alrededor del árbol. Se queda en mi alojamiento y no quiere ver a nadie.
—Hummm —repliqué.
Durante los nueve días y noches de Beltaine mi pueblo celebró la generación de nueva vida. Ni siquiera el festival de la cosecha de Lughnasa podía compararse con la alegría de Beltaine. Primero Dian Cet recitó las leyes aplicables al matrimonio, se intercambiaron regalos simbólicos de la propiedad de los contrayentes, luego el hombre y la mujer bailaron juntos la danza matrimonial alrededor de la base del árbol de Beltaine. Sonaron los tambores, tocaron las flautas, los druidas cantaron. El aire cálido de la primavera se posó como un peso beneficioso sobre los ojos soñadores y los miembros sudorosos. El ritmo se intensificó y aumentó el número de parejas que se unían a la danza. Luego se desprendieron como los pétalos de una flor, a fin de buscar lechos en la tierra fecunda. Éramos un pueblo apasionado y la pasión era un don de la Fuente.
Durante nueve días y noches mi pueblo mostró su gratitud. Y yo, como jefe druida, presidí los festejos.
La Cabeza estaba sola.
Cuando las últimas parejas extenuadas regresaron a sus casas, me dirigí a mi alojamiento y encontré allí a Tarvos, que había ido en busca de Lakutu. Ocultando mi sorpresa, le pregunté:
—¿Cuándo dejaste el baile?
—Temprano. El baile es para casarse y yo no me caso, así que pensé en hacer una breve visita a Lakutu y darle a Damona ocasión de estar con su marido.
—Has sido muy amable.
El Toro se encogió de hombros.
—No tenía nada más que hacer. Pero ya que estás aquí, me marcharé, a menos que necesites algo...
—No, no me hace falta nada. —Le hice una seña para que saliera—. ¡Ah, Tarvos! —le dije cuando ya estaba casi en la puerta—. ¿Ha llegado algún mensaje de la tierra de los arvernios?
Él sonrió.
—El viento transporta gritos de que Vercingetórix es el nuevo rey, nombrado la mañana de Beltaine.
Sí, me dije, cerrando los ojos. La elección debía de haberse producido el día anterior, cuando yacía con Briga al lado del río y susurraba el nombre de Rix en su cabello.
Ogmios vino a verme un tanto malhumorado.
—Crom Daral ha abandonado el Fuerte del Bosque.
—¿Qué quieres decir?
—Le turbó el rechazo de la mujer secuana y ha huido, creo que a Cenabum. He sabido desde siempre que es un cobarde, pero su deserción nos ha privado de un guerrero, aunque fuese un guerrero poco valioso.
—No te apresures tanto a condenarle, Ogmios. Es tu hijo.
—Por una cautiva..., y una cautiva que le ha rechazado. No, no vale mucho.
—Siempre le has subestimado —le dije fríamente—. Has contribuido a hacerlo así, como todos nosotros.
—¿Le defiendes después de que ha huido como un ladrón en la oscuridad?
—Crom Daral era amigo, y no soy quién para juzgarle.
Llamé a Tarvos y le pedí que enviara un mensaje a Cenabum, diciendo que el jefe druida de los carnutos deseaba que mostraran hacia Crom Daral la cortesía debida.
—Hazles saber que estaré agradecido si algún príncipe acepta a Crom en su séquito. —Entonces añadí con firmeza—: Pero el mismo Crom no debe enterarse de mi apoyo.
—No querrías que el rey le aceptara, ¿verdad?
—No, Tarvos, de ninguna manera, pero hay otros... Sugiéreselo a Cotuatus. Es un buen hombre.
Los acontecimientos avanzaban con mucha rapidez en la tierra de los arvernios. A pesar de la oposición de su tío, Vercingetórix estaba consolidando su poder. El depuesto Potomarus, junto con Gobannitio y sus demás seguidores, había abandonado Gergovia e ido al fuerte de Alesia, en el territorio de la tribu mandubia. La esposa de Potomarus era una mandubia.
Tal vez confiaba en establecer allí una base de apoyo desde donde intentaría hacerse de nuevo con el trono, pero yo lo dudaba. Por lo que sabía de Potomarus, tenía un limitado espíritu bélico. Los arvernios habían actuado sagazmente al sustituirlo por Vercingetórix.
Durante aquel verano recibí frecuentes noticias del silencioso pero constante influjo de extranjeros en diversas partes de la Galia libre. Algunos informes eran transmitidos a gritos con el viento, otros me llegaban por medios menos ostentosos, a través de la red druida. Miembros de la Orden procedentes de los rincones más alejados visitaban el gran bosque siempre que podían, para renovarse por medio de la comunión con el centro espiritual de la Galia. Cada uno de ellos me traía algún fragmento de información, y despedía a cada uno con la orden de que hablara a su tribu de la necesidad de unidad y le mostrara la brillante promesa que ejemplificaba el nuevo rey de los arvernios, el único hombre al que consideraba capaz de enfrentarse a César cuando llegara el momento.
Estaba seguro de que llegaría el momento. Por todas partes veía signos y augurios.
Pero ser druida significaba a veces conocer cosas que uno preferiría ignorar.
Entretanto los viñedos empezaban a tomar forma bajo mi dirección. Al principio la gente parecía escéptica, pero cuando las vides empezaron a crecer, así lo hizo también el entusiasmo de quienes las cuidaban. Entonábamos canciones para las vides y bailábamos entre sus hileras. Aunque transcurrirían varios años antes de la primera recolección, los hombres y las mujeres empezaban a soñar en el día en que el trabajo y el sacrificio transmutarían las escuálidas vides y el suelo seco y fino en rubíes que llenarían la copa.
Entonces llegaron noticias desde la periferia de la Galia, según las cuales las semillas plantadas por Dumnorix el eduo estaban dando su fruto amargo.
Los helvecios habían tardado largo tiempo en preparar su planeada migración, abandonando su tierra natal a los germanos mientras ellos buscaban en el sur pastos más ricos. Habían plantado un exceso de grano a fin de asegurarse cierto suministro, y habían construido millares de nuevas carretas para transportar a sus familias y posesiones. Cuando consideraron que estaban preparados, incendiaron sus doce ciudades y cuatrocientos pueblos, así como el grano que no pudieron transportar, de modo que no quedara nada para los suevos invasores, y al mismo tiempo tampoco ellos tendrían nada que les incitara a regresar y se verían obligados a seguir adelante. Emprendieron su gran migración con sesenta mil carretas, una para cada seis miembros de la tribu.