El Druida (54 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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—Todo lo que tenías que haber hecho, Ainvar, era decirme que no podía ir contigo —me dijo amargamente—. Simplemente eso, pero no te bastaba, tenías que complicar las cosas. ¿Estás ahora satisfecho?

¿Satisfecho? No podía recordar el significado de esa palabra.

Envié un grupo de guerreros hacia el este, en busca de noticias de Crom Daral y mi hija. Los demás permanecieron en el fuerte, esperando la guerra.

Vercingetórix se movía rápidamente. Se había convertido en un ordenancista más estricto que cualquiera de los jefes guerreros que le habían precedido. Hanesa viajaba por la Galia libre, contando cosas como que Rix desorejaba a quienes intentaban desertar, un cuento que tenía un poder considerable para disuadir a quienes pudieran tener esa intención. En otro tiempo no habría juzgado tan duramente a los desertores, pero desde la traición de Crom Daral juzgaba a todo el mundo duramente, y a mí mismo más que a nadie. No culpaba a Vercingetórix por semejantes hazañas.

Vercingetórix envió a un príncipe llamado Lucteros al sur para que recogiera allí guerreros leales, mientras él partía hacia el norte a fin de acampar en el territorio de los bitúrigos, un lugar estratégico que le permitiría moverse en cualquier dirección.

Por desgracia, Ollovico había sufrido otro cambio en el órgano indigno de confianza al que llamaba mente. Cuando supo que el arvernio casi había llegado a las puertas de Avaricum con un ejército, Ollovico decidió que su propia soberanía estaba amenazada y envió un frenético mensaje al legado romano más próximo, el cual estaba acampado entre los eduos. Ollovico aseguró a los romanos que no había tomado parte en el intento de alzamiento y pidió que sus tierras fuesen exceptuadas del castigo que sin duda sería infligido y que protegieran su propia posición como líder de los bitúrigos.

El legado no esperó a consultar con el lejano César y ordenó a sus leales eduos que acudieran en ayuda de Ollovico.

Los eduos avanzaron hasta las orillas del Liger, donde se encontraron con una delegación de druidas encabezada por Nantua, jefe druida de los bitúrigos. Nantua les aseguró que todo aquello era un truco con la finalidad de atraerlos al territorio de Ollovico, donde serían atrapados entre los bitúrigos y los arvernios y destruidos.

Los eduos dieron media vuelta y regresaron a casa.

Al enterarse de ello, un incidente ocurrido tan poco tiempo después de la matanza de Cenabum, César abandonó lo que le retenía en el Lacio y se dirigió apresuradamente a la Galia. Pero se encontraba en una posición difícil. Estaba físicamente en el sur mientras que el grueso de sus legiones estaba en el norte. Si ordenaba que vinieran del norte para reunirse con él, tendrían que abrirse paso combatiendo sin la ayuda de su presencia. Si él intentaba ir al norte, tendría que pasar por un territorio hostil. Era lo bastante inteligente para comprender que, en la Galia, incluso tribus que le profesaban lealtad podrían haber cambiado con el cambio de la luna.

Entretanto, Lucteros dirigía a los guerreros de los rutenos, los nitiobrigos y los gábalos, en una decidida marcha hacia la Provincia y su capital, Narbo.

En lugar de dirigirse al norte, César acudió enseguida a la Galia Narbonense, matando a varios caballos en el trayecto, según me informaron. Rápidamente fortificó las defensas locales y apostó tropas adicionales a lo largo de las fronteras. Lucteros consideró que ahora la región estaba demasiado bien defendida y se retiró para esperar nuevas órdenes de Vercingetórix.

César condujo sus tropas a las tierras de gábalos y helvios y las devastó mientras sus guerreros estaban aún más al oeste con Lucteros. La rapidez con que llevó a cabo esta acción era intimidante.

Los arvernios del sur de sus tierras descubrieron con estupor que César se encontraba de repente a una distancia de sus fronteras tan corta que le permitía el ataque. Presa del pánico, enviaron mensajes a sus compañeros de tribu que estaban con Vercingetórix para rogarles que no dejaran indefenso ante el romano el territorio de su propia tribu.

Cuando me enteré de este último acontecimiento, me apresuré a convocar a los druidas del bosque, donde concentramos nuestras cabezas y espíritus en el Más Allá y recibimos señales reveladoras del propósito de César. Enseguida envié un mensaje urgente a Rix a fin de que permaneciera donde estaba en la Galia central, pues era un lugar ideal para impedir el acceso de César a sus legiones en el norte.

Pero era demasiado tarde: Rix ya había partido hacia el territorio arvernio y, como yo sabía, la acción de César había sido una treta. Una vez Rix abandonó la tierra de los bitúrigos, César dejó de amenazar a los arvernios, hizo retroceder a sus fuerzas de la Provincia para que protegieran la Galia Narbonense y avanzó rápidamente hacia el este, casi solo, hasta el río Ródano, donde le aguardaba un nuevo contingente de caballería. Protegido por tales refuerzos, recorrió sin riesgo la región montañosa de la Auvernia hasta la tierra de los lingones, donde tenía dos legiones en campamentos de invierno.

Era evidente que no podíamos confiar en el envío de mensajes, pero necesitaba reunirme con Rix. Mi hija aún no había sido encontrada, mas no me atrevía a esperar en el fuerte alimentando vagas esperanzas. Si la habían llevado a un campamento romano, tenía más probabilidades de encontrarla si me unía a Rix en la lucha directa contra el invasor.

Partí enseguida para reunirme con él, deteniéndome en Cenabum sólo el tiempo suficiente a fin de recoger a Cotuatus y los guerreros carnutos. Dejamos a Conco con el anciano Nantorus para que defendiera la fortaleza tribal y nos dirigimos al territorio de los bitúrigos, sabiendo que Rix regresaría al campamento que tenía allí.

Llegó con su ejército poco después de nosotros. Estaba furioso.

—César nos quitó de en medio el tiempo suficiente para ponerse a salvo y mis hombres han hecho una dura marcha por nada.

—No volverá a suceder. Debemos adelantarnos a sus intenciones.

—Podemos hacerlo y lo haremos, ahora que estás aquí. Quiero que me ayudes a decidir el mejor plan para atacar sus campamentos de invierno.

—No los ataques.

—¿Por qué no? —me preguntó con una súbita beligerancia.

El deseo de atacar al enemigo brillaba en sus ojos.

—Porque eso es lo que César quiere que hagas, Rix. Cree que los galos salvajes y temerarios se lanzarán a cualquier peligro impulsados por el deseo de combatir.

—Siempre lo hemos hecho.

—Es cierto, pero eso debe cambiar. No es posible derrotar a César de esa manera. Tiene la fuerza de dos legiones en esos campamentos, bien atrincheradas detrás de imponentes fortificaciones. Nos agotaríamos en un ataque inútil y luego los romanos saldrían y acabarían con nosotros. Sugiero que en vez de hacer eso ataquemos Gorgobina.

Él enarcó las cejas.

—¿La fortaleza de los boios?

—Exactamente. Puesto que los boios han aceptado la..., lo que pasa por amistad de César, están bajo la protección de sus aliados eduos. Pero como sabemos, y sin duda también sabe él a estas alturas, el ánimo de los eduos ha decaído. Un ataque con éxito contra los boios mostrará a las demás tribus que César no puede proteger a sus llamados amigos y perderá apoyo en toda la Galia.

—Es de suponer que César irá personalmente a Gorgobina para impedir que eso suceda.

—Pero ¿de qué manera? Esta época del año es demasiado temprana para hacer salir a sus legiones de los campamentos de invierno. Le sería imposible abastecer a un gran ejército a lo largo de la ruta con un clima tan malo y que se mantendrá así. Te lo aseguro como druida. La lluvia, el viento y el frío representan grandes obstáculos para los meridionales. Por otro lado, si intenta acudir en ayuda de los boios con una fuerza reducida a la que pueda abastecer, tendrá que enfrentarse a nuestra superioridad numérica.

Rix me recompensó con una ancha sonrisa.

—No podemos perder.

—No he dicho tal cosa y no debes pensar así. No subestimes nunca al hombre. Deberemos ser inteligentes y cuidadosos para tener posibilidades de derrotarlos. Si decides atacar Gorgobina, por lo menos cualquiera que sea su reacción presentará grandes dificultades para él y oportunidades para nosotros.

—Atacaremos Gorgobina —dijo Rix sin vacilar—. Eres brillante, Ainvar. Brillante.

Me calenté las manos con el calor de su alabanza. Pero, ¡ay!, ni siquiera la cabeza mejor dotada puede prever todas las posibilidades o predecir todo accidente e inspiración. Tracé un plan y me atengo a él, pero la carga de la responsabilidad es cruel.

Vercingetórix dirigió el ejército galo al este para atacar Gorgobina, cogiendo a los boios por sorpresa. Como habíamos esperado, ningún eduo acudió en su defensa.

César lo hizo. En cuanto le llegó la noticia, dejó el cuerpo principal de sus dos legiones en los campamentos de invierno y partió con una fuerza selecta de infantería y caballería. Sin embargo, no marchó directamente al sur, hacia Gorgobina, como habíamos previsto.

Bajo el azote de la lluvia y el viento, cruzó el Liger y atacó Vellaunodunum.

Además de ser la fortaleza de los senones, Vellaunodunum, como todas las ciudades galas, contenía en sus almacenes los restos de las existencias de grano para el invierno.

Los hombres de César rodearon la fortaleza. Quienes vivían dentro de sus muros carecían de capacidad para una defensa prolongada, puesto que la mayoría de los guerreros senones, como mis propios carnutos, estaba con Vercingetórix. Tras una resistencia animosa pero simbólica, los senones enviaron una delegación para discutir las condiciones de la rendición.

César exigió sus armas, su grano y suficientes animales para transportarlo, así como seiscientos rehenes que inevitablemente serían vendidos como esclavos. Tras dejar en la ciudad un legado romano para que supervisara esta última disposición, César partió de nuevo.

Esta vez se dirigió a Cenabum.

CAPÍTULO XXXII

Los guerreros boios defendían Gorgobina con una habilidad considerable, y nos habíamos instalado con vistas a un asedio prolongado cuando recibimos noticias un tanto confusas sobre la rendición de Vellaunodunum a los romanos. Los senones entre nosotros estaban comprensiblemente irritados y amenazaron con desertar.

Rix les infundió ánimo con un vibrante discurso que me erizó el vello de la nuca. Lanzó gritos de victoria hasta que ellos gritaron también, golpearon los escudos con los puños y clamaron venganza contra César. Cuando Vercingetórix se erguía alto, aureolado de oro y sin el mejor asomo de temor, era una luz que brillaba sobre todos nosotros.

Aquella noche un centenar de fogatas de campamento ardió en un vasto círculo alrededor de la sitiada Gorgobina. A petición de Vercingetórix, Hanesa se desplazó de un grupo a otro, contando historias de terribles castigos que su comandante arvernio había infligido a los desertores. Por encima del rumor del viento nos llegaban retazos de su arenga, pronunciada en voz sonora y ondulante, mientras permanecíamos sentados alrededor del fuego en el campamento de mando, y de vez en cuando veía a Rix sonreír bajo su mostacho.

Finalmente Hanesa se reunió de nuevo con nosotros para entretenernos con unos relatos menos aleccionadores. Rix quería oír hablar de triunfos galos y Hanesa le satisfizo encantado.

—En otro tiempo —declamó, haciendo unos gestos extravagantes— los hombres de la Galia eran todavía más feroces en combate que los germanos. ¡En otro tiempo los hombres de la Galia cruzaron el Rin y ocuparon tierra germana!

Sin dirigirse a nadie en particular, Rix observó:

—Ojalá tuviéramos ahora algunos germanos luchando con nosotros.

—Todo el mundo está de acuerdo en que Ariovisto era muy valiente —comentó Cotuatus.

—¿Cuántos hombres valientes serán necesarios para matar a César? —se preguntó en voz alta un príncipe de los parisios.

El Más Allá actuó a través de mí y me oí decir:

—Ningún hombre valiente le matará. Esa hazaña requiere a un cobarde.

Rix se volvió hacia mí.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No lo sé —respondí sinceramente—. Lo que has oído procedía de los espíritus.

—Humm —dijo Vercingetórix con un bufido.

Prosiguió el asalto de Gorgobina. Era una ciudad muy fortificada y los boios la defendían valientemente.

En la tienda que compartía con el bardo Hanesa, soñaba con mi hija y al despertar notaba las lágrimas en mis mejillas.

—¿Qué te ocurre, Ainvar?

Abrí los ojos. Vi por encima de mí un rostro rollizo con la nariz bulbosa y roja y una expresión preocupada en los ojos. En una mano Hanesa sostenía una pequeña lámpara de bronce cuya llama chisporroteaba.

—Has hecho un ruido extraño mientras dormías —me dijo. Bajó la lámpara—. Y tienes un aspecto terrible.

—Me encuentro bien —repliqué, irguiéndome.

—Hazme sitio. —Hanesa aposentó su cuerpo cada vez más voluminoso en el suelo, a mi lado. Todavía dormíamos abrigados con los mantos, pero por lo menos la tienda de piel nos mantenía secos bajo el clima frío y húmedo del invierno—. Dime qué es lo que te turba, Ainvar —me instó Hanesa.

Su voz sonora transmitía oleadas de afecto. Intenté resistirme, pero no pude, pues el bardo poseía una magia especial. Finalmente le hablé de lo ocurrido a mi hija.

—¿Lo sabe Vercingetórix?

—No quiero que lo sepa. Ya tiene suficientes cargas que soportar y éste es un pequeño problema en comparación.

—Si somos un solo pueblo, como nos dices sin cesar, lo que le ocurra a un solo niño nos implica a todos.

Los gritos repentinos de los centinelas seguidos por el estrépito de caballos al galope interrumpieron nuestra conversación. Hanesa y yo nos pusimos en pie y salimos de la tienda.

En aquel momento Rix salía de la tienda de mando, cerca de la nuestra. A la luz de las fogatas vimos que su rostro no tenía huellas de sueño, era como si nunca necesitara dormir.

Dos hombres desgreñados a los que reconocí enseguida como carnutos salieron de la noche, acompañados de centinelas. Mientras Rix escuchaba con la cabeza baja en actitud pensativa, le comunicaron excitadamente un mensaje. Él alzó la vista, me vio e hizo una seña.

—Estos dos hombres han venido aquí corriendo un gran riesgo desde Cenabum. Dicen que César ha detenido su ejército ante las murallas. Llegó cuando empezaba a oscurecer, y estos dos se marcharon cuando estaba levantando el campamento. Nantorus los ha enviado para decirme personalmente que teme el ataque romano.

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