El Druida (57 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

BOOK: El Druida
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Las cenizas de la derrota eran amargas y frías.

—Envía un mensaje a los defensores que están dentro de Avaricum para que prendan fuego a la fortaleza y vengan con nosotros —le urgí a Rix—. Por lo menos niégale a César sus almacenes.

—Le negaré la victoria —respondió Rix ásperamente, negándose a escucharme.

Por la noche algunos bitúrigos trataron de huir, pero cundió el pánico y fueron capturados. A la mañana siguiente César renovó su asalto de la fortaleza. Utilizando todas las artes y habilidades que poseía, invoqué una tormenta de enormes proporciones, pero ni siquiera eso bastó para disuadirle. Las inmediaciones de Avaricum estaban anegadas en un mar de barro, pero allá donde había un camino expedito César estacionó tropas que impidieron a nuestra fuerza atacante acudir en ayuda de los sitiados. Entonces, con un esfuerzo poderoso, concertado y muy bien organizado, venció a los últimos defensores de la fortaleza, entró en ella y pasó por las armas a sus habitantes.

Las mujeres y los niños fueron muertos indiscriminadamente junto con los hombres. Dicho sea en honor de Ollovico, cuando adoptó una postura final lo hizo en favor de los galos. Murió valientemente atravesado por una espada romana, pero murió como un hombre libre.

De los cuarenta mil bitúrigos que habían buscado refugio dentro de los muros de Avaricum, sólo ochocientos lograron huir y unirse a Vercingetórix.

—Esas muertes han sido innecesarias —le dije a Rix amargamente—. Hemos perdido porque el sacrificio que nos habría salvado ha sido incompleto. Deberías haber incendiado Avaricum antes de que llegara César. Ollovico lo habría hecho, podrías haberle obligado.

Al día siguiente Rix convocó un consejo de guerra.

—No os descorazonéis por este revés —les instó—. Quienes esperan que todo vaya a su favor en una guerra están equivocados. Los romanos no han vencido por su valor, sino porque tienen más habilidades y máquinas de asedio que nosotros. Si Avaricum hubiera sido destruida como pedí al principio, esto nunca habría ocurrido, pero ahora no vamos a hablar de culpas, sino que nos dispondremos a vencer. ¡Nuestro éxito más grande borrará esta mancha!

Los hombres le vitorearon e hicieron entrechocar sus armas.

Los ochocientos refugiados de Avaricum se apretujaron, comiendo nuestra comida e intentaron olvidar la pesadilla.

—Algunos príncipes creyeron que Vercingetórix temería dar la cara tras una derrota —me dijo Cotuatus—. Su valor les ha impresionado. Ahora le tienen en más estima que nunca.

—Eres generoso al decir eso.

Cotuatus sonrió sin humor.

—Somos un pueblo generoso.

Preparándose para cualquier eventualidad, Vercingetórix ordenó a sus tropas que se pusieran a fortificar debidamente el campamento con muros, terraplenes y edificios de troncos..., la fuerza y la solidez con que los romanos dotaban a sus propios campamentos.

Sin embargo, al contrario que los romanos, nuestros guerreros no eran trabajadores, no habían sido adiestrados para cavar zanjas y levantar muros, y la sugerencia los dejó perplejos. No obstante, nadie más podía hacerlo e, impulsados por el aguijón de la derrota, emprendieron la tarea con más buen humor de lo que habría cabido esperar.

Nuestros exploradores vigilaban los movimientos de César en su propio campamento y con frecuencia informaban a Rix. El invierno había terminado, César no permanecería donde estaba durante mucho tiempo, pero habíamos sufrido cuantiosas pérdidas y Rix era reacio a entablar otra batalla hasta que hubiéramos recuperado las fuerzas. Por esta razón le animó mucho la llegada de un nutrido cuerpo de caballería al mando de Teutomatus, rey de los nitiobrigos, casado con una hija del fallecido Ollovico.

Teutomatus había reclutado tropas adicionales entre las tribus de Aquitania y ansiaba vengar la muerte del padre de su esposa.

Otra llegada me alegró. El Goban Saor llegó a nuestro campamento a lomos de caballo, como si se hubiera adiestrado para cabalgar, seguido por una carreta cubierta de cuero.

Corrí a su encuentro.

—Te saludo como a un hombre libre. ¿Cómo estás?

—Quieres decir cómo están todos. Están bien en el Fuerte del Bosque, Ainvar, y los viñedos crecen de nuevo.

Le abracé.

—Briga y Lakutu te envían saludos especiales —siguió diciendo.

—¿Hay alguna noticia de...?

—No, Ainvar, lo siento. No hemos sabido nada de tu hija y nadie ha visto a Crom Daral.

Pensé que no tenía más remedio que resignarme a la pérdida.

—¿Has traído lo que te pedí?

Él miró hacia la carreta.

—Ah, sí, ahí está, aunque no imagino qué te propones hacer con eso. Briga estaba molesta y dijo que ella podría haber venido en la carreta.

—Confío en que se lo impidieras —repliqué, mirando la cobertura de cuero de la carreta por si veía delatores bultos en movimiento.

—Se lo impedí con gran dificultad. Te has casado con una mujer muy testaruda.

—Si quería venir contigo, supongo que eso significa que me ha perdonado —comenté esperanzado.

El Goban Saor se quedó un momento pensativo.

—Yo no diría eso.

Varios guerreros habían pasado por nuestro lado para mirar al Goban Saor, cuyo tamaño era impresionante, y dirigir miradas curiosas a la carreta cubierta. Indiqué a un carnuto que montara guardia constante al lado del vehículo y no permitiera que nadie mirase el contenido. Entonces llevé al artesano a mi tienda.

Aquella noche cenamos con Rix y hablamos de las técnicas de asedio. El Goban Saor hizo varias sugerencias ingeniosas. Rix le dijo:

—Si te hubiéramos tenido con nosotros en Gorgobina, podríamos haber tomado el fuerte rápidamente e interceptado a César antes de que hiciera tanto daño. ¿Te quedarás con nosotros a partir de ahora?

Los ojos azules del Goban Saor se encontraron con los míos.

—Ésa es mi intención —respondió.

Enriquecido con las provisiones y el producto del saqueo de Avaricum, César tenía ahora nueve legiones a media jornada de marcha de nuestro ejército. Rix dedujo de sus acciones que o bien intentaría hacernos salir de las marismas con alguna treta o nos bloquearía y atacaría donde estábamos.

El Goban Saor construyó una serie de trampas ingeniosas para atrapar a los invasores desprevenidos alrededor del perímetro de nuestro campamento, pero cada vez era más evidente que nos encontrábamos en una posición peligrosa.

Entonces, por un mensajero al que interceptamos cuando iba al encuentro de César, nos enteramos de que, una vez más, se había producido la disensión en las tierras de los eduos. Después de Diviciacus, una sucesión de hombres habían sido elegidos por períodos anuales para el cargo de magistrado jefe de la tribu. Los actuales candidatos al cargo eran dos príncipes ambiciosos, cada uno de los cuales había sido educado por los druidas y tenía un nutrido cuerpo de seguidores. La discusión entre ambos bandos se estaba volviendo violenta. Los observadores predecían que el perdedor, por puro despecho, apoyaría sin reservas a la confederación de la Galia, dividiendo así la alianza edua de César. Los ancianos de la tribu solicitaron con urgencia la presencia de César para resolver la cuestión y nombrar a uno de los hombres como el único magistrado al tiempo que apaciguaba al otro.

Al comprender la ventaja que esto tenía para nosotros, aconsejé a Rix:

—Deja que el mensajero vaya a César y le dé la noticia.

El romano reaccionó con rapidez y se dispuso a abordar a los eduos dividiendo sus fuerzas, enviando cuatro legiones y parte de su caballería a los territorios de los senones y los parisios, con la esperanza de alejar a los guerreros de aquellas tribus de Rix para que defendieran sus tierras natales. Dejó al resto de sus legiones acampadas en espera de su regreso y partió.

Rix se negó a dejar que la treta dividiera al ejército de la Galia libre. Los senones y los parisios discutieron con vehemencia, clamando por volver a sus territorios, pero él se mostró firme.

Vercingetórix mantenía al ejército unido por la pura fuerza de su personalidad. Sin embargo, en lo más hondo de su espíritu, los recientes reveses le habían conmocionado más de lo que estaría dispuesto a admitir.

Yo leía en sus ojos cuando él creía que nadie le miraba.

Dio instrucciones para que los refugiados de Avaricum fuesen alimentados y vestidos. Nantua, el jefe druida, estaba entre ellos. Hanesa y yo le llevamos a nuestra tienda, la cual resultó así menos espaciosa pero más cálida, por lo que se estableció un equilibrio.

Tras las pérdidas sufridas en Avaricum, Rix estaba deseoso de devolver al ejército su plena fortaleza y ampliarlo.

—Nantua y yo tenemos amigos de la Orden de los Sabios en cada tribu de la Galia —le sugerí—. Utilicemos nuestra persuasión para ganarnos a aquellos que te han opuesto resistencia hasta ahora. Después de lo de Avaricum será evidente en qué lado están sus intereses. Sólo hacen falta lenguas doradas para que se pongan de tu parte con las armas en la mano.

—¿Cuántos hombres me han traído ya tus druidas, Ainvar? —me preguntó Rix astutamente.

—Hemos hecho lo que hemos podido —respondí con modestia.

Su réplica fue característica:

—Pues haced más.

Poniendo cuidado para no llamar la atención de las patrullas romanas, Nantua y yo abandonamos sigilosamente el campamento galo. Él iba a visitar a sus compañeros druidas en el territorio meridional, mientras yo cabalgaría al norte para usar mi red druídica a fin de alistar a los últimos rezagados.

Fui al norte para ver con mis propios ojos que el bosque seguía en pie, que Briga y Lakutu seguían a salvo.

Sólo me llevé seis guerreros como guardia personal, y sospecho que a Rix incluso ese corto número le pareció mal.

Viajamos por una tierra que tenía ya los colores y la frondosidad de la incipiente primavera. Deseé que hubiera tiempo para desmontar y caminar a fin de percibir la vibración del suelo. Soplaba un viento frío, pero por fin el cielo estaba despejado y el aire era cristalino. Estábamos a dos lunas de Beltaine.

Había tenido la intención de desposar a Lakutu en Beltaine.

¿Dónde me encontraría la estación?

Con el tumulto y el hedor de la guerra, la tierra es devastada, dejan en ella cicatrices los cascos de los caballos al galope, las ruedas de las carretas, las pisadas de los hombres y las fogatas. Durante la campaña con Vercingetórix, había olvidado por algún tiempo la belleza de una tierra en paz, pero mientras caminaba hacia casa la vi y recordé. Dando un rodeo a la franja yerma que había dejado el ejército de César en su avance desde Cenabum a Avaricum, cabalgué por serenos prados donde las primeras y valientes flores de la primavera empezaban a asomar entre la hierba que despertaba. Pasé ante un bosquecillo de avellanos, una séptima parte de cuya madera se cosechaba cada año para hacer cestos, techumbres, trampas para pesca y emparrados, y saludé a los árboles como receptáculos de conocimiento. Me detuve junto a un grupo de alisos para reverenciar a los espíritus del agua y proteger a los árboles. Por doquier veía las cosas que me ligaban a la tierra, a la Galia.

A la Galia libre, mi tierra, nuestra tierra. Se me hizo un nudo doloroso en la garganta. Los invasores no tenían ningún derecho a estar en aquel lugar, que era nuestro por el amor; no nos lo arrebatarían por conquista. Hice esa promesa mientras cabalgaba hacia el hogar. Mi cabeza estaba llena de imágenes. Mi tierra, mi bosque, mi casa, mi hogar. Míos. El lugar que me pertenecía.

Odiaba a César. Descubría en mi interior un odio frío y amargo que hasta entonces había desconocido, un odio intensificado por la admiración que a pesar mío sentía por el genio de aquel hombre. César se proponía esclavizarnos, incluso exterminarnos, pero lo peor de todo era su deseo de apoderarse de nuestra tierra, del suelo que nos nutría y en el que estaban enterrados los huesos de nuestros antepasados, la tierra a la que serían devueltos nuestros cuerpos cuando nuestros espíritus fuesen liberados.

La tierra, el vínculo entre el hombre y el Más Allá. La tierra, cada uno de cuyos árboles, arbustos y brizna de hierba, cada río, montaña y prado sembrado de flores nos mostraba otra cara de la Fuente. Nuestra tierra, nuestra Galia, la hermosa Galia.

Cabalgaba envuelto en una bruma de amor y dolor. Si los extranjeros capturaban la Galia, algo esencial en nuestro interior cambiaría para siempre.

Entonces el cerro sagrado y coronado por el bosque se alzó a lo lejos, como una promesa de que nada cambiaría jamás. Me encaminé a él con lágrimas en los ojos.

Antes de entrar en el fuerte, fui a ver los árboles. Dejé a mi guardia esperando y caminé a solas entre los robles. Siendo.

Somos, me aseguraron ellos. La Fuente es.

Aliviado y reconfortado, cabalgué hacia mi gente.

Mis dos mujeres me recibieron en las puertas del fuerte, cada una con un niño. El corazón se me aceleró antes de darme cuenta de que el pequeño en los brazos de Lakutu era su propio hijo, Glas, y el niño mucho más mayor que estaba con Briga era el chiquillo hijo de un granjero que antes estuvo ciego.

—Te saludo como a una persona libre —me dijo mi esposa mientras yo desmontaba. Entonces, bajando el tono de voz, añadió—: Me alegro de verte, Ainvar.

—¡Yo también me alegro! —exclamó Lakutu.

Antes de que pudiéramos decirnos nada más, mi gente nos rodeó, pidiéndome con vehemencia noticias de la guerra. Casi todos tenían familiares en Cenabum y por todas partes recibía peticiones de información: «¿A cuántos se llevó César como esclavos?», «¿Adónde han ido?», «¿Quiénes han muerto?», «¿Sabes si Oncus la hermosa aún está viva?», «¿Lo está Becuma?», «¿Y Nantosvelta?», «¿Y...?».

Alcé una mano para pedir silencio.

—Cenabum es una ruina. No fui hasta la ciudad, porque era inútil. No es más que madera quemada y piedras caídas, la gente ya no está allí. Creemos que la mayoría de ellos siguen vivos y, según todos los informes, han sido enviados al otro lado del río Sequana a los campamentos romanos más permanentes. César no intentará enviarlos al sur hasta que haya finalizado la época apropiada para la lucha. Así pues, aún están a nuestro alcance, y cuando hayamos derrotado al romano los recuperaremos.

»Así es —dije con vehemencia, y la mirada implorante de Briga se encontró con la mía—. A todos ellos.

Sulis me apremiaba, deseosa de tener noticias de su hermano, y le aseguré que el Goban Saor había llegado sano y salvo al lado de Vercingetórix. Ella respondió con una risa entrecortada que reveló la intensidad de su preocupación.

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