Read El druida del César Online

Authors: Claude Cueni

Tags: #Histórico

El druida del César (11 page)

BOOK: El druida del César
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Diviciaco defendió a César y reiteró que los tiempos habían cambiado. Nadie le escuchaba y tampoco yo le creí una palabra más. Un esclavo trajo el plato estelar del ágape: una espalda de cerdo que se había asado sobre las brasas. Según la antigua costumbre, a Divicón le correspondía el mejor pedazo de lomo. Su voluntad de liderazgo era indiscutible; en banquetes con guerreros de igual nobleza podía darse el caso de que dos se pelearan por el solomillo y se mataran por él. Por supuesto, no se trataba de la carne, sino de la constatación pública del papel de líder. El romano vio con extrañeza cómo desgarrábamos con las manos grandes pedazos de carne y los devorábamos con avidez. Como romano distinguido, estaba acostumbrado a que un esclavo le cortara la carne en bocados, ya que en un triclinio no estaba permitido utilizar ningún cubierto. Basilo y yo nos servimos una buena cantidad. La corteza dorada desprendía un aroma a levística, pimienta machacada y semillas de hinojo. Basilo y yo intercambiamos miradas de satisfacción y devoramos la carne como lobos hambrientos. ¡A saber cuándo sería la próxima ocasión en que nos encontraríamos con semejante banquete!
Lucía
estaba sentada a mis pies y volvía a estar tan sucia como unas horas antes. Dejé caer un trozo de carne a propósito, aunque con bastante discreción, y me enjuagué la boca con un trago de vino.
Lucía
devoró la ración haciendo un ruido enorme y volvió a mirarme con esos ojos mansos y conmovedores a los que nadie que esté comiendo es inmune. Entiendo por qué algunas personas odian a los perros: con su mirada suplicante nos arruinan el apetito y consiguen que les dejemos los mejores bocados. Discretamente dejé caer un hueso en el que todavía había un buen pedazo de carne; después de todos aquellos ratones fríos, mojados y medio podridos, la espalda de cerdo tuvo que ser para
Lucía
un festín. Mientras bebía y pasaba el vaso hacia la derecha, se me cayó al suelo casi con descuido un trozo de carne bastante grande, lo cual al parecer fue más que demasiado: una gallina descarada dio a conocer sus pretensiones cacareando con hostilidad mientras un gato saltaba desde un pedestal para aterrizar bufando frente a ella, que huyó despavorida mientras delante de la nave se reunían perros escuálidos de cuyas fauces segregaban largos hilos de baba.

El discurso exculpatorio del druida Diviciaco fue contestado con el silencio y al cabo de un rato Divicón volvió a tomar la palabra:

—Sólo se oye que César tiene muchos enemigos. ¿Cómo es que un hombre con tantos enemigos en Roma se convierte de pronto en gobernador de tres provincias, y además con mando militar?

Aquélla era una pregunta muy acertada, según mi parecer.

Pisón rió.

—César no sólo tiene enemigos, también hay hombres a quienes debe dinero. —Estalló en carcajadas y continuó—: El que sirve a Roma lo hace de forma honorífica. Ni siquiera como cónsul se gana un solo sestercio y, sin embargo, todo el mundo se pelea por el cargo. Y cuando todo el mundo quiere una cosa, el precio decide. En Roma los cargos se compran. Cuando se adquiere uno, se contraen grandes deudas; y la nueva posición debe aprovecharse para saldarlas y acumular una fortuna para la compra del cargo siguiente. Julio César ha conseguido las insignificantes provincias de la Galia cisalpina e Iliria sólo porque pudo sobornar al tribuno de la plebe Vatinio. Y la tercera provincia, la Narbonense de Metelo Celer, sólo puede agradecérsela a su repentina muerte, o a la meretriz Clodia.

Con extrañeza vimos cómo se atragantaba entre grandes risotadas y, no obstante, se echaba las manos a la tripa, divertido. Un esclavo le ofreció a Diviciaco una bandeja griega decorada con figuras negras que estaba llena de fruta. Éste tomó la palabra:

—César está interesado en Roma, no en la Galia. Ha vencido a los arvernos, pero no los ha privado de la libertad. Le resultaría sencillo tomar Massilia y en cambio no lo hace. Respeta Massilia. Y los clientes de Massilia la respetan porque Massilia es amiga de Roma. Y los arvernos respetan a los eduos porque también nosotros somos amigos de los romanos y tenemos un pacto. ¿Somos por ello un pueblo oprimido? ¿Pagamos por ello tributos o impuestos? ¡No! Dominamos toda la Galia central y las tribus de nuestra clientela están orgullosas de disfrutar de nuestra protección. Por eso, Divicón, te aconsejo que busques el diálogo con César. César es un hombre de honor.

Pisón sumergió su vaso en la caldera de bronce:

—Si César no hubiera llegado a gobernador de la Galia, se le habría acusado por su actuación ilegítima como cónsul. Sólo la inmediata incorporación a su cargo en la Galia le ha otorgado la inmunidad necesaria para escapar de los pleitos judiciales. En realidad ha llegado a la Galia huyendo. Pero que nadie suponga que va a pasarse los cinco años montando a putas alóbroges. El mando bélico en Hispania le comportó demasiada diversión, además de sanearle las finanzas.

El romano examinó sin disimulo la estatua de oro que se erguía en el pedestal de madera en el que descansaba un poste.

—Pisón, ¿quieres decir con eso que César busca la guerra? —pregunté sorprendido.

Nameyo me fulminó con la mirada, como si no tuviese ningún derecho a hablar a causa de mi humilde procedencia.

Pisón sonrió.

—En la Narbonense se encuentra estacionada la legión décima. Hay tres más en el norte de Italia, la séptima, la octava y la novena.

—¿Y en Iliria? —inquirió Divicón.

—Nada. Y el Senado tampoco le concederá a César ninguna legión, porque desconfía de él. Al fin y al cabo es un notorio infractor de la ley. —Pisón adoptó una amplia sonrisa y miró complacido al círculo—: Si César se viera envuelto en una guerra en la Galia, nadie mandaría legiones para apoyarlo.

Diviciaco estaba enojado.

—¿Qué es lo que pretendes, romano? ¿Acaso deseas instar a los pueblos celtas a que invadan la provincia romana?

—¡No! —exclamó Pisón con gesto teatral—. Sólo quiero dejar claro que César no tiene amigos. Todos desean su ruina. Imaginaos que, aun siendo cónsul, fue injuriado en público, calumniado y ridiculizado con obscenos rumores. Si aniquiláis a César, en Roma organizaremos veinte días de festejos.

Diviciaco y Divicón cruzaron una breve mirada. Era evidente que el romano había sido enviado por los enemigos de César; tenía que instarnos a aniquilarlo.

—Pisón —dijo el anciano, midiendo con cuidado cada una de sus palabras—. Yo, Divicón, príncipe de los celtas tigurinos, partiré dentro de pocos días y me dirigiré a la tierra de los santonos junto con las tribus de los helvecios, los rauracos, los latobicos y los boyos. Di a tus amigos de Roma que atravesaré la región de los celtas alóbroges sin causar devastación…

—¡Eso es ahora provincia romana! —interrumpió Pisón.

—Con mi nombre garantizo que no habrá ningún tipo de saqueos —replicó el príncipe. Díselo también a ese César tuyo,. Queremos la paz. Somos un pueblo que está emigrando. ¡No somos ningún ejército y esto no es una expedición militar! Nuestra tribu emigra al Atlántico, hacia tierras de los celtas santonos. Ya se las hemos pagado.

Pisón pidió una servilleta a un esclavo pero, al ver que éste sonreía con malicia, se limpió con paja las manos grasientas de mala gana y volvió a coger su copa de vino, que estaba sobre la mesa baja de madera que había frente a él. Disfrutaba siendo el blanco de todas las miradas. Todos esperaban su respuesta. Tomó otro trozo de carne, le hincó el diente y con la boca aún llena empezó su exposición:

—Si atravesáis la provincia romana, César se alegrará. Ansía éxito, gloria, poder. Para ello necesita legiones, y para conseguir más legiones necesita una guerra justificada. Y una guerra justificada necesita un pretexto. Si vosotros realmente tenéis la intención de atravesar la provincia romana… ya tiene su pretexto. Para un romano no hay mayor espectro que unos celtas emigrando. No en vano el único que jamás ha invadido Roma fue el celta Breno.

Divicón estaba a todas luces ofendido porque el romano había mencionado a Breno.

—Soy el druida Veruclecio —dijo de pronto una voz desde la oscuridad. Un hombre delgado y muy alto que vestía la toga blanca de druida se acercó y permaneció de pie junto a Pisón—. Hablas mucho, romano, pero nunca con claridad. Antes dijiste que el Senado romano no enviaría legiones para ayudar a César si se viera envuelto en una guerra, y ahora dices que César recibiría más legiones si encontrara un pretexto para iniciarla.

—¡Es que César no es Roma! Si César se ve amenazado, Roma no enviará a un solo legionario. Si, por el contrario, es Roma la que se ve amenazada, enviará una legión tras otra. Lo que César necesita es un pretexto.

—¿Son las deudas pretexto suficiente para un romano? —intervino Divicón.

Pisón esbozó una sonrisa y evitó la mirada de Veruclecio, que seguía de pie ante él, fijando su atención en el gancho de oro del cinto del druida.

—Las deudas son pretexto suficiente para César, pero no para el Senado romano. No, gran Divicón, César recuerda que en el
Garumna
hiciste pasar bajo el yugo a soldados romanos.

Divicón asintió orgulloso y paladeó las siguientes frases del romano con evidente satisfacción.

—En aquella contienda cayó el legado Lucio Pisón, abuelo del suegro de César, Lucio Pisón. Ése podría ser el motivo por el cual César ha hecho correr en Roma el rumor de que los helvecios planean una incursión bélica en la provincia romana. ¡En tal caso Roma se vería amenazada!

Todos quedamos consternados. El príncipe Nameyo se levantó y alzó la voz:

—¿Es cierto eso de que César ha difundido ese rumor?

—¿Pero quién es ese Julio César? —También Divicón se había levantado de golpe y tenía la voz trémula de ira—. ¿Acaso habéis olvidado todos la gloriosa victoria de nuestros antepasados? Hace trescientos años nuestro jefe militar, Breno, conquistó Roma y saqueamos el templo de Apolo en Delfos. Junto con Aníbal exterminamos una legión tras otra, y hace cuarenta y nueve años yo, Divicón, príncipe y jefe militar de los tigurinos, derroté al ejército del cónsul Casio Longino, envié a sus soldados bajo el yugo y los esclavicé. ¿Quién se ha creído ese Julio César que es? ¡Enumérame sus victorias, romano!

Pisón se enderezó un poco y volvió a llenar su vaso de vino.

—Las victorias de los celtas son gloriosas, Divicón, pero desde que enviaste a los romanos bajo el yugo en Roma nació Mario. Mario, tío de César, realizó enormes cambios en el ejército romano y Roma lucha ahora con soldados profesionales, no con esos campesinos que querían regresar a sus huertos cuanto antes. Los nuevos legionarios de Roma cobran una soldada y podrían luchar incluso en invierno. Ya no luchan para Roma, sino para sus generales. César trata bien a sus soldados y les promete ricos botines, así que ahora quieren ser legionarios de por vida. Con hombres así se puede conquistar todo un imperio.

—Romano —observó Diviciaco—, siembras la discordia y pones a prueba la hospitalidad del príncipe Divicón.

Pisón esbozó una amplia sonrisa, como sólo saben hacerlo los seres más depravados e infames. Parecía estar muy satisfecho con el desarrollo de la conversación. En cualquier caso, había logrado enfurecer a Divicón.

—César tendrá una sola legión en la Galia Narbonense —intervino Divicón—. Eso son seis mil hombres. Por contra, yo dirigiré hacia el Atlántico a más hombres de los que Roma viera jamás: ciento treinta mil helvecios, dieciocho mil tigurinos, siete mil latobicos, once mil rauracos y dieciséis mil boyos, de todos los cuales cuarenta y seis mil son guerreros celtas. Aunque César nos ataque con sus cuatro legiones, su nombre quedará relegado al olvido puesto que yo, Divicón, lo aniquilaré.

Pisón se puso de súbito muy serio y, levantándose, se situó frente a Divicón.

—Las victorias no se ganan sólo en el campo de batalla, gran Divicón. Deja que represente tus asuntos en Roma. Les aseguraré a los hombres influyentes que no es la intención del glorioso Divicón asolar la provincia. Tienes suficiente oro para pagar mis servicios.

—Abandona mi casa —gruñó Divicón—, ya no eres mi huésped. —Ofendido, le volvió la espalda al romano.

Divicón era un anciano, pero poseía la fortaleza de un fresno moldeado en hierro. Poco a poco yo iba comprendiendo por qué contaban los tigurinos que la mera presencia de Divicón era capaz de provocar el pánico de toda una legión romana. Era una roca de hombre, una fuerza de la naturaleza, siempre intrépido y dispuesto a sacrificar su vida. Roma temía a los hombres así.

Pisón sonrió con suficiencia y frunció los labios. Sin duda todavía le faltaba algo por decir, y yo le hice a hurtadillas una seña para que desapareciera en el acto: torcí los ojos en dirección a la salida y recurrí discretamente al dedo índice. Sin embargo aquel tipo no podía dejarlo estar; a toda costa quería tener la última palabra.

—Divicón… —comenzó de nuevo.

El puño de Divicón se estrelló contra su cara, partiéndole el tabique nasal, y Pisón cayó cuan largo era. Las gallinas revolotearon entre cacareos a un lado. El romano se limpió la sangre de los labios y contempló a Divicón sin salir de su asombro. Aún iba a añadir algo, pero con tanta insistencia le indiqué con la cabeza que no lo hiciera, que me dirigió un gesto de agradecimiento y abandonó la nave con una sonrisa forzada.

Todos supimos entonces con certeza que el individuo se había presentado allí con un solo objetivo: describirle a Divicón la situación en Roma de tal modo que éste contratara sus servicios a cambio de oro celta.

Permanecimos un buen rato allí sentados sin mediar palabra, hasta que al fin Diviciaco rompió el silencio:

—Divicón, deberías mandar emisarios a Roma, a los senadores Cicerón y Catón. Se les respeta y comprenden la cuestión celta, pero los helvecios deben entender que sólo podrán sobrevivir en la Galia con la amistad de Roma.

Nadie respondió. Ésa era la señal de que Diviciaco debía marcharse. Se despidió formalmente y salió de la nave. Fuera, lo oímos llamar colérico a sus acompañantes y esclavos.

Divicón se dirigió entonces a Veruclecio:

—Druida, cabalga hacia Genava e intenta arrojar claridad sobre esta maraña de rumores y embustes. Ocúpate de que ningún celta transgreda las nuevas fronteras del Imperio romano. No quiero ninguna guerra. Deseo llegar al Atlántico.

Veruclecio asintió con la cabeza. Divicón tomó la torques de oro del anciano de nuestra aldea, Postulo, y me la dio con estas palabras:

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