El Embustero de Umbría (19 page)

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Isabella Lambertuccio —susurró, y notó dolor en la nuca.

Hasta entonces no se había dado cuenta de que no se encontraba solo. La chica estaba tumbada en el suelo, envuelta en una manta. Era de tez morena y rasgos toscos. Estaba mirándolo. Cuando Tiziano abrió la boca para decir algo, ella se encogió y se disculpó.

—¿Qué haces tú aquí?

—Me he dormido,
signore
. Lo siento. —Trató de ponerse de pie, pero tropezó con la manta y cayó. Su ropa estaba en una silla. Ropa de sirvienta.

Tiziano le pidió agua. Ella le acercó una jarra, de la que él bebió directamente.

Se incorporó y siguió con la mirada los esfuerzos de la chica por vestirse.

—Disculpe el señor —dijo ella. Abrió y salió.

Al rato llamaron a la puerta. El viejo Friggo asomó la cabeza. Se le veía buena cara. Parecía despejado y en forma. Tenía buen color y la barba blanca recién recortada.

—¿Se ha levantado el capitán?

Tiziano le hizo un gesto para que se acercara.

—Me molesta la luz, Friggo.

—¿Todo va bien,
signore
?

—¿Es lo que parece?

—La chica se me ha antojado atractiva.

Tiziano se dejó caer de nuevo en la cama.

—No recuerdo nada. Tengo la mente bloqueada. No estoy acostumbrado a beber.

—Cuando un borracho se cae, el Diablo coloca una almohada bajo su cabeza. ¿No es eso lo que se dice, capitán?

—No sé qué se dice sobre el Diablo. Cuéntame más bien qué se dice sobre mí.

Friggo se acarició el bigote.

—No hay muchos que hayan recobrado el uso del habla, capitán. Los señores están recuperándose, como el novio. Pero yo, que he estado pegado al capitán toda la noche, puedo informarle de que ha sido el orgullo de los invitados.

—No digas lo que quiero oír, soldado.

—Sólo repito lo que comentaban los comensales, capitán, y no ha habido más que alabanzas hacia su persona.

—Me vendría bien un baño.

—Todo está preparado.

Tiziano se sentó; le dolía la cabeza, que parecía demasiado grande para su cuerpo.

—¿Has visto a mi prometida, Friggo?

—Sólo un breve instante, capitán, pero lo suficiente para jadear de envidia.

—No me digas. De modo que mi prometida es guapa; ya lo creo que lo es, aunque hace casi dos años que no la veo. Escribe cartas mejor que nadie, pero eso ya lo sabes. ¿Estaba en la cabecera de la mesa o frente a mí?

—En la cabecera, capitán. Sumamente recatada, muy joven.

—Pues entonces he cortejado a otra.

Friggo se aclaró la garganta.

—El obispo llega esta noche, capitán.

Tiziano se sobresaltó.

—¿Esta noche, ya? No quiero que me vea en este estado. Ayúdame, Friggo, ayúdame a vestirme. La cabeza me da vueltas.

El soldado lo ayudó a ponerse en pie.

En el cuarto contiguo al dormitorio había un baño preparado con agua caliente y aceites balsámicos, cinco clases de jabón y esponjas para la cara, el cuerpo y el bajo vientre.

Después del baño se sintió mejor, aunque no del todo a gusto.

—Me siento como si estuviera dentro de una campana de iglesia. Cálzame las botas.

Friggo tiró de las botas.

—Anoche, antes de que el capitán fuera a descansar, me pidió que le cuidara una joya.

—Entonces, ¿has sido tú quien me ha acostado?

—Yo y la mulata. El capitán estaba muy contento con ella, y creí que lo mejor sería que se quedara. Pero en cuanto a la joya, la tengo entre mis cosas. Pienso si será tal vez un regalo para la joven novia…

Tiziano se dirigió a la ventana y abrió los pesados postigos. Una fresca fragancia llegaba desde el jardín. Una fragancia a flores. Hasta donde alcanzaba la vista, el principado era una llanura, una llanura fértil. Verdor bajo el cielo azul.

—En la neblina —murmuró—, en la neblina se esconden los montes azules. ¿Estuve allí ayer o el año pasado? El tiempo pasado se pierde. Pero sé que estuve allí ayer, porque estoy allí siempre. —Se volvió bruscamente hacia el soldado—. Estoy allí siempre.

—¿Dónde, capitán?

—Olvídalo. ¿Hablabas de una joya?

—Una pulsera fina. El capitán la recuerda, ¿verdad?

—Claro que sí. Ve por ella. Pero dime antes si hay algo más que debería saber sobre anoche.

—¿Algo más, capitán?

—Sí, algo más; ya sabes que bebí demasiado, y lo único que recuerdo es que bebí demasiado.

—Entonces tal vez el capitán haya olvidado que la joven señorita fue asaltada.

Tiziano bajó la mirada. Reconoció entonces a su viejo soldado, cuya pasión secreta eran las malas noticias. Friggo podía guardarlas como guarda un niño la corteza del pan. Los portadores de malas noticias corren, sin embargo, un riesgo, pero para Friggo es algo aceptable, siempre que lo dejen estremecerse en compañía de los afligidos, los abandonados y los súbitamente empobrecidos. Porque la vida que nunca tuvo la logra mediante otros, y hace tiempo que se dio cuenta de que la felicidad ajena lo deja frío e indiferente, mientras que la desgracia consigue que la sangre le hierva y el corazón le palpite con fuerza.

—¿Isabella, mi prometida? ¿Dices que la han asaltado?

—Cuando venía hacia aquí, capitán, en el bosque.

Tiziano se derrumbó sobre una silla.

—Cuéntame, Friggo.

—Lo único que sé es que está ilesa, y que salvó la vida gracias a un fraile que casualmente pasaba por allí. Por desgracia…

—Continúa.

Friggo bajó la voz y desvió la mirada.

—Los ladrones le robaron la dote.

—Vaya.

—Pero por lo que sé va a ser restituida. El padre de la señorita está en camino.

Tiziano se puso en pie de un salto.

—Sus ladrones serán encontrados y castigados. Ya me ocuparé yo de eso. Que lo sepan todos. Voy a encontrarlos y a matarlos uno a uno.

—Así se habla, capitán.

Tiziano asintió en silencio.

—Ve por mi joya, Friggo. Verás, tiene mucho valor.

El soldado hizo una reverencia y lo dejó; regresó inmediatamente con una cadena grisácea.

—Plata y oro blanco —murmuró Tiziano—, incrustaciones de marfil. En esta pieza se ve a Arabia, a pesar de no estar forjada allí.

—Muy bonita, capitán. ¿Es tal vez del orfebre de Lucca?

Tiziano la apartó.

—Sí, así es. Es decir, no; la compré en Bolonia. Por eso debíamos pasar por allí. Tenía cita con un orfebre.

—Le sentará bien a la señorita.

—Pero la cadena no es para ella. ¿He dicho acaso que fuera para ella? ¿He mencionado algo así?

—No, capitán.

—¿Se la he enseñado a alguien?

—Que yo sepa, no, capitán.

—¿Te la di anoche?

—El capitán me pidió que la cuidara como a mi vida, porque, como me contó, en otra época perteneció a un rey.

—¿Te dije eso, Friggo? ¿Son ésas las palabras exactas que empleé?

—Por lo que recuerdo, y perdone que lo diga, el capitán estaba de muy buen humor.

—Lo sé; pero es muy importante que recuerdes lo que dije, palabra por palabra. ¿Dije algo más?

—Dijo también que había pertenecido a un emir.

—Vaya, ¿a un emir?

—Y a una ramera.

—¿Alguien más, aparte de ti, oyó esa conversación?

—Que yo recuerde, no.

—O sea que eres el único que conoce esa historia, ¿verdad?

—Sí, capitán.

Tiziano se sentó en el alféizar.

—Hay que ver los disparates que hace decir el vino —murmuró.

—Y el que no bebe —añadió Friggo riendo— ignora lo bien que sabe el agua después.

Tiziano no le prestó atención; estaba contemplando el paisaje, en que los campesinos habían empezado a trabajar. Una palabra había emergido en su dolorida cabeza, nacida de una llamita terca: el Magnífico. Era cuestión de esperar, iban a aparecer más llamas para alumbrar lo que de ninguna manera debería estar ahí. El nombre de una ballena. Primero cometes un asesinato, después bebes hasta emborracharte y, finalmente, dejas que la lengua se desborde, como el agua en un tonel al sumergir en ella un cuerpo. El de un rey, un emir o una prostituta.

Giró la delgada cadena entre los dedos. Sólo podía hacer una cosa: separarse de ella. Pero ¿podía? El caso es que ya la habían visto. Friggo la había visto. Es más, conocía su pasado. Una joya que viajó de Egipto a Italia en el tobillo de una prostituta que terminó sus días en forma de alga sobre una ballena. ¿Qué historias podía contar aquel abalorio? Ninguna. Puesto que el tobillo que lo había llevado estaba frío ya.

Se volvió hacia Friggo, que le sonrió.

—El capitán ya es el mismo de siempre.

—Y ¿qué aspecto tengo cuando soy el mismo de siempre?

—Animoso, enérgico y lleno de vida.

Tiziano se sirvió un vaso de agua. «Friggo —pensó—, sabes tanto que eso va a crearte problemas; eres un carroñero, y en tu abnegación se adivina el engaño.» En Bolonia yace una ballena. La ballena tiene nombre. Se le ven en la espalda unas pocas algas, fáciles de identificar. Friggo es el único que sabe quién estuvo en casa de aquella puta. Por eso sonríe. Aún desconoce que la puta está muerta, igual que su distinguido cliente, pero todo saldrá a la luz, y el rastro termina en Mirandola.

Donde están atareados con los preparativos de la boda.

Llega el obispo, la familia principesca está preparada. El banquete ya ha comenzado, y el futuro novio tiene una resaca espantosa. Pero desaparecerá, y las cosas volverán a su cauce. Aunque la distancia entre Bolonia y Mirandola es corta, menos de una jornada de viaje para un mensajero. Y en Bolonia yace un hombre con forma de ballena. «Asesinato», dice el ruido de los cascos del mensajero. «Asesinato», se oye en Mirandola.

—¿Qué es Friggo? —susurra Tiziano, y se oye responderse a sí mismo—: Friggo es el eslabón entre el patio de Bolonia y el capitán en Mirandola.

16

En que el ratero es testigo de un crimen
y aterriza bajo la cama del obispo.
Al final se le atraganta algo

La penumbra ha descendido sobre el castillo del príncipe. Después de otra comilona más, hasta los más resistentes se han retirado a descansar. Dos gallinas perdidas van hacia el gallinero. Sólo el zorro sabe si llegarán hasta allí. Un perro ladra, pero es en honor a la luna. Llega un olor acre a sangre fresca del patio de la cocina, donde se han sacrificado veinte bueyes, cuarenta y nueve cabritos, quinientas aves, mil gansos, veinticinco pavos reales, cuarenta y seis terneras, otros tantos cerdos cebados y quince pavos.

El castillo se compone del edificio principal y dos palacetes menores, así como una casa para el servicio, establos, almacenes, una herrería, una iglesia y graneros. De una choza ruinosa y cubierta de esteras de junco desgarradas, sale a hurtadillas una figura vestida con hábito, que se desliza junto a la nave donde viven los sirvientes. A continuación atraviesa el patio y tuerce por el ala oriental hasta llegar a una pesada puerta que lleva a la bodega de vino. Sube la escalera y, conocedora del lugar, dobla una esquina, donde vacila, para después caminar de puntillas por el pasillo cubierto de tapices, reservado para la alta sociedad. Las puertas están pintadas de blanco con bellos adornos, y de las paredes cuelgan retratos de la familia principesca. Es difícil no pararse a contemplar esas obras de arte, pero el hombre del hábito está más interesado en las fuentes llenas de fruta, colocadas a lo largo de los paneles.

—Me quedo emocionado ante la visión de tanta abundancia, no puedo negarme un grano de uva de la bandeja rebosante. En el banquete no ha caído gran cosa de la mesa de los ricos. Cogeré todo el racimo.

—No creo que sea lo último que cojas en este viaje.

—Santo cielo, ¿qué me han ofrecido, aparte de humillaciones? Alojamiento mediocre, agua sucia y un camastro consistente en paja y bichos. Al fin y al cabo he salvado la vida de la doncella. Tú, Rinaldo, jamás has salvado otra cosa que tu propio pellejo. Y mientras los señores devoraban la mitad de los bueyes de Emilia, la mujer del herrero ponía gachas para cenar. Éramos quince en torno al puchero; ¿a que no sabes quién fue el último al que llegó el cucharón? ¿Es ése el modo de tratar a un hombre honrado? El único que consiguió un cacho de carne fue el perro, que estaba en el suelo. ¿Qué hospitalidad es esa de dar de comer al perro antes que a los invitados?

—Quien toma la sopa boba vive de los favores de otros, y ya has recibido más de lo que podías reclamar. Hasta el herrero está aburrido de oírte contar la historia de cómo, sin ayuda de nadie, ahuyentaste a diez ladrones. La mentira se lo ha pasado bien en tus labios, y te han tratado mucho mejor de lo que merecías. Pero la rata, aunque esté gorda, siempre anda quejándose.

—Y no he visto a la novia desde que llegué a Mirandola. Es típico. Uno no va al boticario hasta que le duelen las muelas, ni a la iglesia hasta que la vida empieza a desvanecerse.

—¿Esperabas tal vez que te recibiera el príncipe?

—Bien podía esperarse un poco de agradecimiento. Pero los frailes somos gente modesta.

—¿Cómo decías que te llamaban? ¿El Venerable?

—Se me ocurrió de repente. Un poco de fantasía nunca ha hecho daño a nadie.

—¿Ahora se le llama así a la mentira?

—Podía haber robado a la chica cuando estaba indefensa en el linde del bosque. Pero no lo hice.

—Razonaste como acostumbras: ¿por qué tomar un solo grano de uva cuando puedo tomar todo el racimo?

—Soy demasiado bueno para este mundo.

—Lo que pasa es que no tienes vergüenza.

—En eso aciertas, porque no tengo de qué avergonzarme. He hecho recuento de mi vida y, salvo unas pocas excepciones sobre las cuales no vamos a extendernos, siempre he podido cumplir con mi palabra. Además, no es ningún deshonor extender la mano cuando el bolsillo está vacío.

—Y ahora, al abrigo de la oscuridad, saca el hierro plano. Todo sigue igual.

—Sí, entran ganas de canturrear.

—Como te pongas a cantar, las gentes de oído fino van a encerrarte.

Giuseppe abrió la primera puerta y un ronquido rítmico le dio la bienvenida. Estaba en una habitación elegante, y cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo distinguir una mesa con un cirio, una silla con ropa de cama, así como un lecho en que una mujer robusta estaba tumbada de espaldas, con los brazos desnudos y una manta entre los blancos muslos.

La visión no era nada sublime, por lo que tanto más agradable fue el hallazgo de dos sortijas y un collar, que rápidamente se deslizaron en la alforja.

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