El Embustero de Umbría (21 page)

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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Está viendo el patíbulo, Seppe. ¿De quién será el cuerpo que ondea al viento, puesto que sonríe con tal expectación? —A ti te forjaron la lengua en el infierno, Rinaldo.

Agostino carraspeó.

Giuseppe se arrojó al suelo y rodó debajo de la cama.

—¿Hay alguien aquí? Friggo, ¿estás aquí?

Giuseppe contuvo la respiración, hinchó los pómulos y oyó un repicar de campanas en los oídos. Llamaron a la puerta.

—¿Quién es?

—Pietro, excelencia.

—Adelante, Pietro.

Se abrió la puerta. Una luz vacilante iluminó el techo y puso a dos sombras en movimiento.

—Ha ocurrido una desgracia terrible, excelencia.

—¿Una desgracia, Pietro?

Antes de que éste respondiera, se oyeron varias voces. Una de ellas preguntaba si el obispo estaba informado.

Inmediatamente, la estancia se iluminó con antorchas.

—¡Tiziano! —exclamó el obispo—. ¿Qué ocurre?

—Tengo que hablar con el venerable padre. Que salgan todos los demás —ordenó la conocida voz autoritaria del capitán.

Se cerró la puerta. Durante un instante sólo se oyó el sonido de dos respiraciones pesadas. Después, Tiziano tomó la palabra.

—Me ha despertado mi sirviente, que había ido al cuarto de Friggo a cambiarle el agua de la jarra.

—¿Nuestro Friggo?

—Sí, excelencia, nuestro Friggo. El sirviente lo ha encontrado asesinado en la cama.

Giuseppe cerró los ojos con fuerza, pues era el propio autor el que hablaba del crimen. «Qué enredos —pensó—, qué tejemanejes. El obispo, el asesino y la futura novia esperando.»

—No te olvides del profanador de tumbas que está debajo de la cama.

—Mi crimen es como un pedo en la tormenta comparado con esto. Y aun así, estoy en un atolladero.

—Y poco sustento vas a dar al obispo cuando descubra tus huesos en el puchero.

—¿El pobre Friggo? —Agostino bajó la voz hasta convertirla en un susurro de incredulidad.

—Lo están retirando ahora. Hemos despertado a la familia del príncipe.

—Qué noticias tan malas y tan temprano por la mañana. Apreciaba mucho a Friggo. Siéntate junto a mí, Tiziano. Dame antes la capa que cuelga de la pared. Y un vaso de zumo, si no te importa.

Llamaron a la puerta.

El propio obispo abrió.

—Dejadme un rato tranquilo, por favor.

La puerta volvió a cerrarse.

—Siéntate, Tiziano. Vivimos tiempos revueltos. Tiempos verdaderamente revueltos. En Bolonia ha estallado la contienda.

—¿Contienda?

Agostino suspiró.

—Entre los gibelinos, seguidores del emperador, y los güelfos, partidarios del Papa.

—Creía que ya había terminado.

—Así era, pero un crimen la ha encendido de nuevo. Han encontrado muerto a Lorenzo, uno de los más firmes puntales del Papa. Por desgracia, ha fallecido en un lugar, ¿cómo diría yo?, humilde. Lo diré como es: hallaron a la prostituta en cuya casa murió Lorenzo encima de la espalda de él.

—Qué humillación. Entonces, ¿es ella quien lo ha matado?

—Ojalá fuera así. Lo único que sé es que están interrogando a una jorobada, que por ahora ha dicho que la ramera había recibido visita de un soldado de Lucca. Uno de los nuestros, Tiziano.

Giuseppe boqueó en busca de aire y cerró los ojos. «Quién estuviera sentado en el pescante del carro desvencijado, oyendo el lento compás de los cascos de
Bonifacio
; quién estuviera tumbado, acurrucado en la húmeda madriguera de un zorro, o dejándose llevar en una lancha por el río; quién estuviera en la cárcel de Lucca, o mejor aún, quién estuviera saliendo de la ciudad apestada, con alegría de vivir, sin ninguna preocupación y con la perspectiva de una sopa caliente, pan recién hecho y un buen sueño reparador. En su lugar, estoy debajo de la cama del obispo y tengo dificultades para respirar, consciente de que la próxima vez que boquee en busca de aire, estaré a mitad de camino del infierno.»

—Es posible —continuó Agostino— que la mujer haya dicho más, tal vez lo suficiente para que los güelfos hayan seguido el rastro del criminal hasta Mirandola. Y puede que la muerte del pobre Friggo se deba a eso. ¿Sabes si solía frecuentar rameras en Bolonia?

—Lo cierto es que estuvimos en Bolonia, excelencia. Pero no mucho tiempo. Creo recordar que Friggo mencionó a una prostituta de Marruecos.

—¿De verdad? Desde luego, es asombroso cómo se esclarecen las intrigas en cuanto preguntas al hombre adecuado. Bueno, es hora de tranquilizar los ánimos. Bolonia debe resolver sus propios problemas. Me imagino que el asesino de Friggo habrá partido hace mucho del principado. Aunque puede que todavía esté aquí. Me da la sensación de que aún no se ha dicho la última palabra en este asunto. ¿No crees, Tiziano?

—Sí, excelencia, porque tengo más que decir. Deseo confesarme con el señor obispo.

—¿Ahora, Tiziano?

—Sí, ahora. Porque también yo estuve en casa de aquella prostituta. Friggo me habló de ella. La había visitado varias veces.

—¿Y…?

—Era de Marruecos, cierto, muchas meretrices lo son. Pero aquella mujer era algo especial, porque poseía una joya que no debería estar en el tobillo de una prostituta. Una joya con una extraña historia que me hizo pensar en el señor obispo.

—¿En mí?

—La ramera había estado en Egipto, donde formó parte del harén del emir. Y entre las cosas de valor del emir había una que entregara el rey de Inglaterra al infiel Saladino como trofeo de guerra.

—¿Ricardo Corazón de León?

—Exacto. El caso es que así fue como llegó hasta El Cairo; pero cuando las mujeres del harén mataron al emir, la cadena pasó al tobillo de la prostituta que se estableció en Bolonia. Mi idea era…

—¿Sí, Tiziano? ¿Cuál era tu idea?

—Mi idea era: ¿esa joya debe estar en el tobillo de una puta? ¿La joya de un rey cristiano? ¿No debería pertenecer a la iglesia de Lucca?

—¿Buscaste a la mujer?

—Y la encontré. Friggo acababa de dejarla. Es una historia repugnante. Ambos estaban muertos. Ella y Lorenzo. Me reuní con Friggo, que me dio la cadena a condición de que callara lo que sabía.

—Nunca es agradable estar en medio, Tiziano.

—Venerable padre, acepte esta joya. No puedo soportar llevarla más tiempo.

Se produjo una pausa en la conversación. Después se oyó la voz del obispo, amigable y reverente.

—Es, ¿cómo diría yo?, una cadenita bastante modesta. Pero es innegable que tiene la pátina de la historia. Se nota enseguida. En el tobillo de una prostituta, mira por dónde. Pobre Friggo. Hoy hemos perdido un buen soldado.

—Uno de los mejores.

—Hablaré con el príncipe. Pero, Tiziano, olvida tus preocupaciones. Has hecho bien en confesarte. Aunque lo que me has contado estaba ya claro antes de que empezaras a hablar.

—Lo sé, padre.

—Y si queda algún resto que no haya visto aún la luz del día, ya irá saliendo, como la sal de un saco agujereado. Pero esta conversación no ha terminado todavía.

—¿No?

—También yo tengo algo que contar, y pesa más en mi ánimo que las prostitutas o los infieles egipcios. Hace unos días recibí una carta de Del Sarto, quien, en su búsqueda incansable del viejo Pagamino, ha seguido una pista desde Ferrara hasta Padua, e incluso hasta tan lejos como Venecia. El rastro de la peste, Tiziano. No sé qué relación hay, pero el caso es que la última carta no la escribió el propio Del Sarto, pues estaba sufriendo violentas hemorragias y yacía enfermo en un albergue de Gadolfo.

—¿Por la peste, padre?

—Por la peste bubónica. Pero la siguiente carta que recibí, antes de partir de Lucca, era extrañamente eufórica, aunque parecía inverosímil e inquietante. Del Sarto me informaba de que tenía todos los síntomas de la Muerte Negra cuando sus soldados llegaron con un joven que se había labrado cierta fama. La situación de Del Sarto en aquel momento era tan crítica que, según sus propias palabras, sería cuestión de horas; pero entonces aquel joven preparó un tratamiento.

—¿Un tratamiento contra la peste, padre?

—Aún no has oído lo más inquietante, porque el tratamiento, que en cuestión de días detuvo las hemorragias e hizo desaparecer los bubones, era tan simple como milagroso: Del Sarto ha sanado con un extracto hecho a base de
Armoracia rusticana
, una simple raíz de Pomerania.

—No entiendo, padre.

—No hay nada que entender, Tiziano: la peste es un castigo divino que no se aplaca con rábano picante. Lamentablemente, vamos a tener que aplazar tu boda debido a las desgraciadas circunstancias. Voy a pedirte que vayas a donde está Del Sarto y veas con tus propios ojos qué lo ha liberado del abrazo de la muerte, porque lo que parece un milagro divino puede muy bien ser obra del Demonio.

En el dormitorio se hizo el silencio.

—Siento la presencia de Pagamino —susurró el obispo—. Por tanto, Tiziano, olvídate de Friggo y de las luchas de Bolonia. La Iglesia tiene cosas más importantes en que pensar.

—Agradezco la confianza del señor obispo.

—No me falles, Tiziano. Yo haré cuanto esté de mi parte para que ni tu nombre ni el de Friggo sean mancillados. Lo que acabas de contarme está bien claro para mí. Los seguidores del emperador no van a asesinar a nadie impunemente.

La puerta del dormitorio de Agostino está cerrada.

Giuseppe nota una masa de aire que se le ha quedado en la garganta. Un tapón que le ha inflado el cuerpo al doble de su tamaño. Hincha los pómulos y mira fijamente los pies del obispo, que están a menos de un palmo de la punta de su nariz.

El obispo se mueve y vierte agua de un jarro a una palangana. Cuando el agua golpea la palangana, Giuseppe expulsa el aire, para inmediatamente volver a aspirar.

Su excelencia se asea. Se lo toma con calma. Mientras tanto, Giuseppe contempla los venerables dedos de los pies, que están menos libres de defectos de lo que podría pensarse: el izquierdo es mayor que el derecho, y el derecho, más azulado que el izquierdo. Los dedos están encorvados, y las uñas tienen forma de cucurucho. Bajo la piel, fina como el papiro, se ve la red de venillas, que en los tobillos están hinchadas y arracimadas. Algo parece indicar que la santidad de la cabeza no ha llegado nunca hasta los pies, y que los baños perfumados y aromas balsámicos no han logrado evitar la decadencia del cuerpo, porque en lo que respecta a los pies, los del obispo de Lucca no son más bonitos que los del embustero de Umbría.

Llaman a la puerta.

—¿Quién es?

—Pietro, excelencia. Su baño está preparado.

—Entra, Pietro.

La puerta se abre.

—Ve tú delante, Pietro, voy enseguida. Pero no quiero que entre nadie. Tampoco las sirvientas. Esta cámara debe quedar sellada.

El sirviente deja al obispo, que parece vacilar un instante. Después se oye un pequeño pero audible «plas», tras lo cual la puerta se abre y se cierra.

Giuseppe jadea como si hubiera estado buceando bajo el agua.

Sale de su escondite con dificultad, arrastrándose, se pone de pies y se estira. «Tengo la boca más seca que el lecho de un río árabe», piensa. También está dolorido. Pero aún vivo.

Su mano se alarga hacia la jarra alta con el zumo personal del obispo.

—Lo que es bueno para Agostino es bueno para Alberto el Venerable.

Bebe ávidamente de la jarra y nota un cuerpo extraño en la garganta. Da una arcada, tose y se lleva la mano a la boca, cae sobre la cama, abre la mano y se queda mirando una cadenita insignificante.

—¡No puedo creer lo que estoy viendo! ¿No estabas hace un rato rogando por tu vida, implorando a Dios piedad, prometiendo penitencia y propósito de enmienda, diciendo que nunca más saldrías a cavar de noche, nunca más ibas a robar ni a mentir, sino que pensabas mantenerte en el camino de la virtud? Y en cuanto levantas cabeza, ¿ya estás robándole al obispo de Lucca?

—Sólo me he servido un vaso de zumo. ¿Es que no puedo hacer nada sin meterme constantemente de cabeza en un berenjenal?

—Si sólo fuera la cabeza… Pero vamos, sal.

—Estoy saliendo. Y no pienso volver nunca más a Mirandola. Y en cuanto a lo que he prometido, pienso cumplirlo. Ahora se trata de conseguir una carreta y un jamelgo para poder avanzar en mi nueva vida: Giuseppe de Umbría hollará en adelante el camino del Señor.

—Entonces, ¿qué es lo que ha caído en la alforja?

—Una miserable compensación por los daños sufridos.

—La joya del obispo, corrupto y mentiroso patológico. ¿La avaricia se ha tornado locura?

—Bueno, no voy a dejarla ahí. Santo cielo, no puedo. Ya quisiera, pero la mano posee su propia voluntad. Deberías saberlo, Rinaldo, tú que tienes doce dedos y una barriga como la de un búfalo.

—¿No has oído lo que han dicho? ¡El rey Ricardo Corazón de León! El gran Saladino. El emir de El Cairo.

—Y una puta.

—Olvídalo, Seppe. Como si no tuvieras problemas de sobra.

—Pero he vaciado la jarra de zumo.

—Al cuerno con el zumo. Ésa es la menor de las canalladas que has cometido esta noche. Lo que estás haciendo te llevará a ser crucificado y torturado.

—En el orden contrario, supongo.

—Ahora tienes mucha labia, pero cuando estés en el hoyo, te arrepentirás amargamente de no haber querido oír la voz de la sensatez.

—¿Desde cuándo eres tú la voz de la sensatez? Calla, voz mohosa, y ocúpate de tu antiguo amigo, que hace lo justo y razonable, pues esta cadena no pertenece más al obispo que a mí. ¿Oyes, Rinaldo? ¡A mí! No olvides que se la robaron a una pobre puta. Cuánto he llorado por las innumerables chicas de la vida que he encontrado en el camino. Muchas de ellas eran limpias de corazón.

—Al contrario que el cliente.

—Recuerdo de manera especial a una del puerto de Térmoli. Aunque sólo tenía una pierna, siempre estaba alegre.

—Ahórrame historias. Deja la joya en paz. Si por una vez quieres hacer algo como es debido en tu vida miserable, deja la joya donde estaba.

—Le di un ungüento para que volviera a crecerle la pierna. Me pregunto si hoy en día se pavoneará por Térmoli.

—Magnífico, nos veremos en el infierno.

—Si Dios lo quiere, no volveremos a vernos, Rinaldo. Pero si eso ocurre, será en Gadolfo.

Poco después estaba en la cabaña que había sido su hogar desde que llegara al principado. Recogió sus enseres a toda velocidad.

—Nadie se fija en un fraile anciano —murmuró—. Además, están demasiado ocupados con el asesinato del soldado Friggo, y los señores no repararán en si hay un monje más o menos. Ojalá fuera ágil de piernas como en mis años mozos, porque hay muchas jornadas de viaje hasta Gadolfo.

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