Además, hay que contar con las salpicaduras. Después de dos años, la gente se ha olvidado ya del artículo publicado en el periódico. El juicio vuelve a ponerlo de actualidad, con profusión de nuevos materiales y alegaciones. Aunque usted sea el demandante, el abogado del periódico pondrá todo su empeño en destruir su reputación de honrado hombre de negocios, en interés de sus clientes. Échese cieno en cantidad bastante, y algo quedará de él. Ha habido hombres, demasiado numerosos para mencionarlos, que, después de ganar sus pleitos, han salido con su reputación manchada. Porque todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.
—¿Y qué me dice del beneficio de pobreza? —preguntó Chadwick.
Como la mayoría de las personas, había oído hablar de esto, pero nunca lo había investigado.
—Probablemente, no es lo que usted cree —dijo el abogado—. Para conseguirlo, hay que demostrar que se carece de bienes. Y éste no es su caso. Para lograr la defensa por pobre, tendría que hacer desaparecer su casa, su coche y sus ahorros.
—Así pues, es la ruina, se mire como se mire —dijo Chadwick.
—Lo siento, lo siento de veras. Podría animarle a plantear un pleito largo y costoso, pero creo sinceramente que el mejor favor que puedo hacerle es mostrarle los escollos y los peligros como son en realidad. Hay muchas personas que se metieron ardorosamente en pleitos y tuvieron que lamentarlo amargamente durante toda su vida. Algunos no se recobraron nunca de los años de tensión y de apuros económicos.
Chadwick se levantó.
—Ha sido usted muy sincero, y se lo agradezco —dijo.
Más tarde, desde la mesa de su despacho, telefoneó al
Sunday Courier
y pidió hablar con el director. Una secretaria se puso al aparato y le preguntó su nombre. Él se lo dijo.
—¿Y de qué desea hablar con Mr. Buxton? —preguntó ella.
—Quisiera que me diese día y hora para hablar con él personalmente —dijo Chadwick.
Hubo una pausa en la línea y oyó que hablaban por un teléfono interior. Después, la secretaria dijo:
—¿De qué asunto desea usted hablar con Mr. Buxton?
Chadwick le explicó brevemente que quería ver al director para exponerle su versión de los hechos que le había atribuido Gaylord Brent en un artículo, hacía dos semanas.
—Lamento decirle que Mr. Buxton no recibe visitas en su despacho —dijo la secretaria—. Si tiene usted la bondad de escribirle una carta, él la tomará en consideración.
Colgó el teléfono. A la mañana siguiente, Chadwick tomó el Metro de Central London y se presentó en la recepción de «Courier House».
Ante un corpulento conserje uniformado, llenó un impreso, consignando su nombre, su dirección, la persona con quien deseaba hablar y el objeto de su visita. Le dijeron que se sentara, y esperó.
Al cabo de media hora, se abrió la puerta del ascensor y apareció un joven esbelto y elegante, envuelto en una nube de perfume de loción para después del afeitado. Levantó una ceja, mirando al conserje, y éste señaló a Bill Chadwick. El joven se acercó. Chadwick se puso en pie.
—Soy Adrián St. Claire —dijo el joven, pronunciando Sinclair—, secretario particular de Mr. Buxton. ¿En qué puedo servirle?
Chadwick le expuso lo del artículo firmado por Gaylord Brent y le dijo que deseaba explicar personalmente a Mr. Buxton que lo que aquél había escrito sobre él no sólo era falso, sino que podía representar la ruina de su negocio. St. Claire se mostró comprensivo pero indiferente.
—Sí, desde luego, comprendo su preocupación, Mr. Chadwick. Pero lamento decirle que una entrevista personal con Mr. Buxton es simplemente imposible. Está muy ocupado, ya sabe. Yo…, bueno…, creo que un abogado escribió ya en su nombre al director.
—Escribió una carta —dijo Chadwick—. La contestó un secretario. Decía que
podrían
tomar en consideración una carta dirigida a la columna de correspendencia. Ahora pido que él escuche al menos mi versión del asunto.
St. Claire sonrió brevemente.
—Ya le he dicho que esto es imposible —dijo—. Una carta al director es lo único que podemos aceptar.
—Entonces, ¿podría ver a Mr. Gaylord Brent? —preguntó Chadwick.
—No creo que le sirviese de mucho —repuso St. Claire—. Desde luego, si usted o su abogado desean escribir de nuevo, estoy seguro de que la carta será estudiada por nuestra asesoría jurídica, como de costumbre. Fuera de esto, lamento no poder complacerle.
El conserje acompañó a Chadwick hasta la puerta giratoria.
Chadwick almorzó un bocadillo en un café próximo a Fleet Street, y el tiempo que tardó en comerlo lo pasó sumido en honda reflexión. A primera hora de la tarde, se sentó en una de esas bibliotecas de referencias que se encuentran en Central London, especializadas en archivos contemporáneos de datos y recortes de periódicos. Un repaso de los recientes pleitos por difamación le mostró que su abogado no había exagerado.
Uno de los casos le llenó de espanto. Un hombre de edad madura había sido gravemente difamado en un libro de un autor de moda. Le había demandado, había ganado el pleito y la sentencia había fijado una indemnización de 30.000 libras y condenado al editor al pago de las costas. Pero el editor había apelado, y el Tribunal de Apelación había dejado sin efecto la indemnización por perjuicios y declarado que cada parte tenía que pagar sus costas. Viéndose económicamente arruinado, después de cuatro años de litigio, el demandante había llevado el caso a los Lores. Sus Señorías habían revocado la sentencia del Tribunal de Apelación, restableciendo la primitiva condena de daños y perjuicios, pero sin hacer pronunciamiento especial sobre las costas. El hombre había ganado su indemnización de 30.000 libras, pero, en aquellos cinco años, las costas a su cargo habían ascendido a 45.000 libras. El editor, entre indemnización y costas, había perdido 75.000 libras, pero la mayor parte de esta suma estaba cubierta por el seguro. El demandante había ganado el pleito, pero se había arruinado. Las fotografías mostraban que, durante el primer año de litigio, era un hombre enérgico de sesenta años. Cinco años después, era una desgracia humana, agotado por la continua tensión y por las crecientes deudas. Había muerto en la miseria, pero salvado su reputación.
Bill Chadwick resolvió que no le ocurriría nada semejante y se dirigió a la Biblioteca Pública de Westminster. Se sentó en el salón de lectura, con un ejemplar de
Leyes de Inglaterra
, de Haisbury.
Como había dicho su abogado, no había ninguna ley especial sobre difamación, a la manera de la Ley de Circulación por Carretera; pero sí había una ley de 1888 en la que se contenía la definición generalmente aceptada de difamación, en estos términos:
La difamación es una declaración que tiende a rebajar a una persona en la estima de los miembros bien pensantes de la sociedad en general, o que hace que sea desdeñada o evitada, o que la expone al odio, al desprecio o al ridículo, o que entraña una imputación deshonrosa o injuriosa en su trabajo, profesión, vocación, empleo o negocio.
«Bueno, al menos la última parte es aplicable a mi caso», pensó Chadwick.
Algo que había dicho su abogado en el curso de su disertación acudió a su memoria: «…todas las alegaciones que se formulan ante los tribunales pueden ser publicadas aunque no tengan fundamento.» Había dicho esto, ¿no?
Sí, y tenía razón. La misma ley de 1888 lo establecía claramente. Todo lo que se dijese durante las vistas ante los tribunales podía ser publicado, sin que él reportero, el director, el impresor o el editor, pudiesen ser demandados por difamación, siempre que el relato fuese «fiel, verídico y exacto».
Esto, pensó Chadwick, debía ser para que los jueces, magistrados, testigos, policías, abogados e incluso el demandante, no temiesen declarar lo que consideraban ser verdad, con independencia del resultado del pleito.
Este amparo contra toda acción por parte de la persona insultada, calumniada o difamada, siempre que la declaración se hiciese en el curso de una vista ante el tribunal, y la ausencia de responsabilidad •para quienes transcribiesen, imprimiesen y publicasen exactamente lo que se había dicho, recibía el nombre de «privilegio absoluto».
Mientras volvía en el Metro a su barrio suburbano, una idea empezó a germinar en la mente de Bill Chadwick.
Después de cuatro días de pesquisas, Chadwick descubrió que Gaylord Brent vivía en una empinada calleja de Hampstead, y allí se dirigió el domingo siguiente por la mañana. Pensaba que ningún redactor de un periódico dominguero trabajaría en domingo, y confió en que la familia Brent no se hubiese marchado al campo para el fin de semana. Subió los peldaños de la entrada, y llamó.
Al cabo de dos minutos, una mujer de unos treinta y cinco años y de aspecto agradable abrió la puerta.
—¿Está Mr. Brent? —preguntó Chadwick, y añadió después de una pausa—: Es acerca de su artículo en el
Courier
.
No era una mentira, pero sirvió para convencer a Mrs. Brent de que el visitante procedía de la oficina de Fleet Street. Ella sonrió, se volvió, gritó «Gaylord» en el pasillo y se volvió de nuevo a Chadwick.
—Estará aquí dentro de un minuto —dijo, y se retiró, atraída por el ruido de unos niños pequeños dentro de la casa, y dejando la puerta abierta.
Chadwick esperó.
Un minuto después, apareció el propio Gaylord Brent, hombre elegante, de unos cuarenta y pico de años, luciendo unos pantalones de color pastel y una camisa de color de rosa.
—¿Sí? —preguntó.
—¿Mr. Gaylord Brent? —preguntó Chadwick.
—Sí.
Chadwick desplegó el recorte de periódico que llevaba en la mano y se lo mostró.
—Es por este artículo que publicó usted en el
Suncfay Courier
.
Gaylord Brent miró unos segundos el recorte, sin tocarlo. Su expresión era de perplejidad, con un matiz de petulancia.
—Esto es de casi cuatro semanas atrás —dijo—. ¿Y bien?
—Siento molestarle en domingo —explicó Chadwick—, pero es un riesgo que todos debemos correr. Mire, en este artículo, usted me difamó gravemente. Me ha causado considerables perjuicios en mi negocio y en mi vida social.
La perplejidad permaneció en el semblante de Brent, pero se combinó ahora con una creciente irritación.
—¿Y quién diablos
es
usted? —preguntó.
—¡Oh! Discúlpeme. Me llamo William Chadwick.
Gaylord Brent comprendió al fin, al oír el nombre, y la irritación se adueñó completamente de él.
—Escuche —dijo—, no puede usted venir a mi casa con lamentaciones. Hay otros procedimientos más adecuados. Pídale a su abogado que escriba una…
—Ya lo hice —replicó Chadwick—, pero no sirvió de nada. También traté de ver al director, pero no quiso recibirme. Por eso he acudido a usted.
—Pero esto es inaudito —protestó Gaylord Brent, disponiéndose a cerrar la puerta.
—Bueno, es que tengo algo para usted —dijo suavemente Chadwick, y la mano de Brent se detuvo en la jamba de la puerta.
—¿Qué?
—Esto —dijo Chadwick.
Mientras pronunciaba esta palabra, levantó y cerró la mano derecha y largó un puñetazo a Gaylord Brent en la punta de la nariz. Un puñetazo fuerte, pero no lo bastante para romperle el hueso, ni siquiera el cartílago. Gaylord Brent dio un paso atrás, lanzó un fuerte «¡Ooooooh!» y se llevó una mano a la nariz. Sus ojos se llenaron de lágrimas y el hombre sorbió por la nariz las primeras gotas de sangre. Miró fijamente a Chadwick durante un segundo, como si se enfrentase con un loco, y cerró la puerta de golpe. Chadwick le oyó correr por el pasillo.
Encontró al agente de Policía uniformado en la esquina de Heath Street. Era un joven que disfrutaba de la paz de la fresca mañana, pero que parecía estar un poco aburrido.
—Agente —dijo Chadwick, acercándose a él—, será mejor que venga conmigo. Se ha cometido una agresión contra un vecino.
El joven policía se irguió.
—¿Una agresión, señor? —inquirió—. ¿Dónde?
—Sólo a dos calles de aquí —dijo Chadwick—. Tenga la bondad de acompañarme.
Sin esperar a que le hiciesen más preguntas, llamó con el dedo índice al policía, se volvió y empezó a desandar su camino a paso vivo. Detrás de él, oyó que el guardia decía algo a través del micrófono prendido en su solapa y escuchó las pisadas de sus botas de servicio.
El agente de la ley alcanzó a Chadwick en la esquina de la calle donde vivía la familia Brent. Para evitar más preguntas, Chadwick mantuvo su paso vivo y dijo al policía:
—Es ahí, agente; en el número treinta y dos.
Cuando llegaron, la puerta seguía cerrada. Chadwick la señaló.
—Es ésa —dijo.
Después de una pausa y de una mirada recelosa a Chadwick, el agente subió la escalera de la entrada y pulsó el timbre. Chadwick se reunió con él en el peldaño superior. La puerta se abrió despacio, y apareció Mrs. Brent, que abrió mucho los ojos al ver a Chadwick. Antes de que el policía hablase, Chadwick tomó la palabra.
—Mrs. Brent, ¿podría este agente hablar con su marido?
Mrs. Brent asintió con la cabeza y se dirigió corriendo al interior de la casa. Los dos visitantes pudieron oír una conversación en voz baja. Las palabras «policía» y «aquel hombre» fueron claramente perceptibles. Un minuto después, Brent apareció en la puerta. Con la mano izquierda, sujetaba una toalla húmeda sobre su nariz. Sorbió repetidas veces.
—¿Y bien? —dijo.
—Ése es Mr. Gaylord Brent —dijo Chawdick.
—¿Es usted Mr. Gaylord Brent? —preguntó el agente.
—Sí —respondió Gaylord Brent.
—Hace unos minutos —explicó Chadwick—. Mr. Brent fue deliberadamente agredido con un puñetazo en la nariz.
—¿Es verdad esto? —preguntó el policía a Brent.
—Sí —admitió Brent, asintiendo con la cabeza y mirando fijamente a Chadwick por encima de la toalla.
—Comprendo —dijo el agente, que en realidad no comprendía nada—. ¿Y quién se lo hizo?
—Yo —contestó Chadwick.
El policía se volvió, con aire de incredulidad.
—¿Qué ha dicho? —preguntó.
—Que lo hice yo. Yo le golpeé en la nariz. Y esto es una agresión, ¿verdad?
—¿Es cierto esto? —preguntó el policía a Brent. Éste asintió con la cabeza.
—¿Puedo preguntarle por qué lo hizo? —dijo el policía a Chadwick.
—En cuanto a esto —respondió Chadwick—, sólo lo explicaré cuando preste declaración en la Comisaría.