El Emperador (16 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

BOOK: El Emperador
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—¿Cuánto? —preguntó Hanley.

—Doce horas, como mínimo. Tal vez más. Sé de casos que han requerido días. —El profesor consultó su reloj—. Son casi las cuatro. La inmersión se efectuará a las cinco. Mañana por la mañana, a eso de las nueve, iré al depósito de cadáveres y veré si puedo empezar.

—¡Maldición! —exclamó Hanley—. Quería liquidar esto.

—Una expresión poco adecuada —repuso McCarthy—. Haré todo lo que pueda. En realidad, no creo que los órganos nos digan gran cosa. Por lo que veo, hay una atadura alrededor del cuello.

—Estrangulación, ¿eh?

—Posiblemente —afirmó McCarthy.

El empresario de Pompas Fúnebres utilizado por el municipio tenía su furgoneta aparcada más allá de las lonas. Bajo la supervisión del patólogo oficial, dos de sus hombres levantaron el rígido cadáver, lo colocaron, todavía de costado, sobre la camilla, cubrieron ésta con una manta grande y trasladaron la carga al fúnebre vehículo. Seguidos del profesor, se dirigieron a toda velocidad a Store Street y al depósito de cadáveres. Hanley se acercó al especialista en huellas dactilares de la sección técnica.

—¿Ha encontrado algo? —preguntó.

El hombre se encogió de hombros.

—Aquí no hay más que ladrillos y cascotes, señor. No hay una superficie limpia en todo el lugar.

—¿Y usted? —preguntó Hanley al fotógrafo de la misma sección.

—Necesitaré un poco más de tiempo, señor. Esperaré a que los muchachos hayan despejado el suelo y veré si hay algo en él. Si no hay nada, habré terminado por esta noche.

El capataz de la brigada de derribos se acercó. Hanley le había pedido que se quedara, como técnico experto, para el caso de que algo se derrumbase. El hombre sonrió.

—Han hecho ustedes un buen trabajo —dijo con marcado acento de Dublín—. Mis chicos tendrán ya poco que hacer.

Hanley señaló hacia la calle, donde estaba ahora la mayor parte de la casa, en un solo montón de cascotes y trozos de madera.

—Puede empezar a llevarse eso, si le parece. Nosotros hemos terminado —dijo.

El capataz miró su reloj en la creciente penumbra.

—Disponemos de una hora —observó—. Nos llevaremos la mayor parte. ¿Podremos empezar mañana con el resto de la casa? El jefe quiere que mañana quede terminado y vallado el aparcamiento.

—Llámeme mañana a las nueve —contestó Hanley—. Entonces le contestaré.

Antes de marcharse, llamó a su inspector detective jefe, que lo había organizado todo.

—Van a traer luces portátiles —dijo—. Haga que los muchachos derriben lo que queda hasta el nivel del suelo y observe la superficie de éste, por si hubiese señales de haberse hecho algo en él después de la obra primitiva.

El detective asintió con la cabeza.

—Hasta ahora, sólo se ha encontrado un escondite —dijo—. Pero seguiré observando hasta que todo quede limpio.

De nuevo en la Comisaría, Hanley tuvo la primera oportunidad de buscar algo que pudiese informarle sobre la persona del viejo que estaba en la celda. Sobre su mesa se hallaba el montón de papeles y otras cosas que los alguaciles habían sacado de la casa y depositado en la furgoneta municipal por la mañana. Examinó cuidadosamente cada documento, empleando una lupa para leer los viejos y borrosos caracteres.

Había un certificado de nacimiento, en el que constaban el nombre del viejo, su lugar de nacimiento, Dublín, y su edad. Había nacido en 1911. Había también varias cartas viejas, pero de personas que no significaban nada para Hanley; la mayoría eran muy antiguas y su contenido no parecía guardar relación con el caso. Pero dos cosas parecían de interés. Una de ellas era una fotografía desvaída, mohosa y arrugada, en un marco barato y sin cristal. Era de un soldado con uniforme, al parecer, del Ejército británico, y que sonreía vagamente a la cámara. Hanley reconoció en ella una imagen mucho más joven del viejo que estaba en la celda. Daba el brazo a una joven rolliza con un ramillete de flores; no llevaba traje de novia, sino un vestido de dos piezas de color neutro, con los altos y cuadrados hombros de moda en la segunda mitad de los años cuarenta.

El otro objeto era una caja de cigarros. Ésta contenía más cartas, también indiferentes para el caso, tres cintas de medallas sujetas a un pasador, y un libro de paga del Ejército británico. Hanley cogió el teléfono. Eran las cinco y veinte, pero quizá tendría suerte. La tuvo. El agregado militar de la Embajada Británica en Sandyford estaba todavía en su despacho. Hanley le expuso su problema. El comandante Dawkins dijo que le complacería gustoso en lo que pudiese, desde luego oficiosamente. Por supuesto. Las peticiones oficiales tenían que ir por sus cauces.

Oficialmente, todos los contactos entre la Policía irlandesa y Gran Bretaña requerían los oportunos trámites. Oficiosamente, tales contactos eran mucho más estrechos de lo que cualquiera de ambas partes se habría avenido a confesar a los curiosos. El comandante Dawkins dijo que pasaría por la Comisaría al volver a casa, aunque para ello tendría que dar un gran rodeo.

Hacía rato que había anochecido cuando llegó el primero de los dos jóvenes detectives enviados por Hanley a realizar gestiones. Era el que había investigado en el catastro y en el registro de la propiedad. Sentado delante de la mesa de Hanley, abrió su libreta de notas y empezó su relato.

Según aparecía en el registro, la casa número 38 de Mayo Road había sido comprada por Herbert James Larkin en 1954 a los herederos de) anterior propietario, a la sazón fallecido. Había pagado por ella 400 libras, libres de gastos. No constaba ninguna hipoteca, señal de que tenía dinero disponible. El catastro mostraba que la casa había sido poseída desde entonces por el propio Mr. Herbert James Larkin y por Mrs. Violet Larkin. No figuraba la muerte ni la ausencia de la esposa; pero las listas del catastro no reflejaban el cambio de ocupantes, si el que continuaba en la ocupación no lo manifestaba por escrito, cosa que no había ocurrido en este caso. Pero una búsqueda en el registro civil, a partir de 1954, había revelado que no constaba la defunción de ninguna Violet Larkin, ni en aquella dirección ni en otra cualquiera.

Los archivos del Departamento de Sanidad y Bienestar mostraban que Larkin había cobrado una pensión del Estado durante los últimos dos años, que no había solicitado beneficios suplementarios y que, antes de su retiro, había sido, al parecer, guarda de almacén y vigilante nocturno. Un último detalle, dijo el sargento. Los impresos de PAGO revelaban una dirección en North London, Inglaterra, antes de 1954.

Hanley empujó la libreta de paga del Ejército encima de la mesa.

—Así pues, estuvo en el Ejército británico —dijo el sargento.

—No tiene nada de extraño —repuso Hanley—. Durante la Segunda Guerra Mundial, hubo cincuenta mil irlandeses en las Fuerzas Armadas británicas. Por lo visto, Larkin fue uno de ellos.

—Quizá su esposa era inglesa. Y él la trajo del norte de Londres a Dublín en 1954.

—Así parece —admitió Hanley, empujando la fotografía de boda—. Él se casó de uniforme.

Sonó el teléfono interior para informarle de que el agregado militar de la Embajada Británica acababa de llegar.

Hanley hizo una seña al sargento, y éste se marchó.

—Háganle pasar, por favor —dijo Hanley.

El comandante Dawkins fue el mejor hallazgo de Hanley aquel día. Cruzó elegantemente las piernas —llevaba un pantalón de rayas finas—, apuntando a Hanley con la reluciente puntera de un zapato, y escuchó en silencio. Después, estudió atentamente la fotografía durante un rato.

Por último, se levantó, dio vuelta a la mesa y se situó junto a Hanley, con la lupa en una mano y su lápiz de oro en la otra.

Con la punta del lápiz, tocó la insignia de la gorra de Larkin en la foto.

—Guardia de Dragones del Rey —dijo, rotundo.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Hanley.

El comandante Dawkins pasó la lupa a Hanley.

—Por el águila bicéfala —dijo—. Es la insignia de la gorra de la Guardia de Dragones del Rey. Muy distintiva. Ninguna otra se le parece.

—¿Algo más? —preguntó Hanley.

Dawkins señaló las tres medallas sobre el pecho del recién casado.

—La primera es la Estrella 1939-1945 —dijo—, y la tercera es la Medalla de la Victoria. Pero la de en medio es la Estrella de África con la que parece barra del Octavo Ejército. Esto tiene sentido. La Guardia de Dragones del Rey combatió contra Rommel en el norte de África. En realidad, en carros blindados.

Hanley sacó las tres cintas de medallas. Las de la fotografía eran de ceremonia; las que estaban sobre la mesa eran una versión más modesta —cintas pequeñas en un pasador— para ser llevada con uniforme no de gala.

—¡Ah, sí! —exclamó el comandante Dawkins, echándoles un vistazo—. Las mismas características. Y la barra del Octavo Ejército.

Con ayuda de la lupa. Hanley pudo comprobar que las cintas eran iguales. Pasó al comandante Dawkins la libreta de paga del servicio. Los ojos de Dawkins se animaron.

Hojeó las páginas.

—Se alistó voluntario en Liverpool, en octubre de 1940 —dijo—, probablemente en Burton's.

—¿Burton's? —preguntó Hanley.

—Burton, los sastres. Fue el centro de reclutamiento de Liverpool durante la guerra. Muchos voluntarios irlandeses llegaban a los muelles de Liverpool y eran enviados allí por los sargentos de reclutamiento. Desmovilizado en enero de 1946. Buena hoja de servicios. Es extraño.

—¿Qué? —preguntó Hanley.

—Ingresó como voluntario en 1940. Combatió con los carros blindados en el norte de África. Continuó en el servicio hasta 1946. Pero siempre fue soldado raso. Nunca lució un galón en el brazo. Ni siquiera llegó a cabo.

Tocó el brazo uniformado de la fotografía de boda.

—Quizá fue un mal soldado.

—Posiblemente.

—¿Podría darme más detalles sobre su historial de guerra? —preguntó Hanley.

—Mañana a primera hora —respondió Dawkins.

Tomó nota de la mayoría de los detalles de la libreta de pagas y se marchó.

Hanley cenó en la cantina y esperó a que llegase el segundo sargento detective.

Éste se presentó pasadas las diez y media, fatigado, pero con aire triunfal.

—He hablado con quince personas que conocieron a Larkin y a su esposa en Mayo Road —dijo—, y tres de ellas han resultado importantes. Mrs. Moran, que vivió en la casa de al lado durante treinta años y recuerda la llegada de los Larkin. El cartero, ahora jubilado, que sirvió en Mayo Road hasta el año pasado. Y el padre Byrne, también retirado y que vive ahora en un hogar de sacerdotes jubilados en Inchicore. Vengo de allí, y a esto se debe mi retraso.

Hanley se retrepó en su sillón, mientras el detective hojeaba su libreta de notas y empezaba su relato.

—Mrs. Moran recuerda que, en 1954, murió un viudo que vivía en el número 38, y que, poco después, pusieron en la casa un rótulo de «Se Vende». Sólo estuvo quince días allí, y lo quitaron. Quince días después, llegaron los Larkin. Larkin tenía entonces unos cuarenta y cinco años, y su esposa era mucho más joven. Era inglesa, de Londres, y dijo a Mrs. Moran que venían de allí, donde su esposo había estado empleado en un almacén. Un verano, Mrs. Larkin desapareció. Mrs. Moran dice que fue en 1963.

—¿Cómo puede estar tan segura? —preguntó Hanley.

—Kennedy fue asesinado en noviembre —dijo el sargento detective—. La noticia llegó al salón del bar que había calle arriba y que tenía instalado un aparato de televisión. A los veinte minutos, todos los vecinos de Mayo Road se echaron a la calle para comentar el suceso. Mrs. Moran estaba tan excitada que irrumpió en la casa de su vecino Larkin, para informarle. No llamó a la puerta, sino que entró y se plantó en el cuarto de estar. Larkin estaba dormitando en un sillón. Se levantó de un salto, muy asustado, y procuró sacarla en seguida de su casa. En aquel entonces, Mrs. Larkin se había ya marchado. Pero estaba aún allí en la primavera y el verano; solía cuidar de los niños de los Moran los sábados por la noche; el segundo hijo de Mrs. Moran había nacido en enero de 1963. Por consiguiente, Mrs. Larkin desapareció a finales del verano del sesenta y tres.

—¿A qué se atribuyó la desaparición? —preguntó Hanley.

—A que ella le había abandonado —respondió sin vacilar el detective—. Nadie lo dudó. Él trabajaba duro, pero nunca salía por las noches, ni siquiera los sábados: por esto Mrs. Larkin podía hacer de canguro. Esto era fuente de disputas. Además, ella era un poco ligera, un poco coqueta. Cuando hizo los bártulos y se marchó, nadie se sorprendió demasiado. Algunas mujeres dijeron que él lo tenía bien merecido, por no tratarla mejor. Nadie sospechó nada.

Después de aquello, Larkin se mostró aún más reservado. Apenas salía a la calle, y cuidaba poco de sí mismo y de su casa. Algunos se ofrecieron a ayudarle, como suele hacerse en las pequeñas comunidades, pero él rechazó todos los ofrecimientos. En definitiva, se desentendieron de él. Un par de años después, perdió su empleo en el almacén y empezó a trabajar de vigilante nocturno, saliendo de casa cuando había anochecido y regresando al salir e) sol. Tenía siempre la puerta cerrada con doble llave, de noche porque estaba fuera, y de día porque quería dormir. Al menos, así lo decía. También empezó a tener animalitos en casa. Primero, hurones, en un cobertizo del patio de atrás; pero éstos se escaparon. Después, palomas; pero huyeron también o fueron víctimas de algún cazador. Por último, gallinas, durante los últimos diez años.

El cura de la parroquia confirmó muchos de los recuerdos de Mrs. Moran. Mrs. Larkin era inglesa, pero católica, y asistía a la iglesia. Confesaba con regularidad. En agosto de 1963, se había marchado, muchos decían que con un amigo, y el padre Byrne no tenía razones para negarlo. Sin quebrantar el secreto de confesión, podía decir que no le cupo duda de ello. Había ido varias veces a la casa, pero Larkin no iba a la iglesia y rechazaba todo consuelo espiritual. Había dicho que su desaparecida esposa era un trasto.

—Todo concuerda —murmuró Hanley—. Quizás ella estaba a punto de fugarse cuando él se enteró y le pegó demasiado fuerte. Sabe Dios que esto ha ocurrido muchas veces.

El cartero había tenido poco más que añadir. Era un hombre del lugar y frecuentaba el bar local. A Mrs. Larkin le gustaba echar un trago los sábados por la noche, e incluso había trabajado de camarera un verano; pero su marido puso pronto fin a esto. Recordaba que ella era mucho más joven que Larkin, alegre y animada, y dada a coquetear un poco.

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