El Encuentro (32 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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Expulsó aire a través de los agujeros de su nariz, y se dirigió a Mestiza:

—Desconecta, desacelera y deja que flote libre. No podemos hacer nada más de momento. ¡Zapato! Transmíteles un mensaje. Diles que sentimos no poder proporcionarles nada mejor, pero que haremos todo lo posible por volver. ¡Narizblanca! Muéstrame la posición de todas las naves.

El navegante asintió, volvió a sus instrumentos y en un momento, la pantalla se llenó con una rebullente masa de cometas de cola amarilla. El color del núcleo indicaba la distancia; la longitud de la cola, su velocidad.

—¿Quién es ese loco que gira como un torbellino? —preguntó el Capitán.

La pantalla contrajo su campo para mostrar un cometa en particular. El Capitán siseó sorprendido. Aquella nave la última vez que la había visto estaba felizmente amarrada en su sistema solar. Ahora estaba viajando a gran velocidad y había dejado su lugar de origen muy atrás.

—¿Adonde se dirige? —preguntó el Capitán.

—Me llevará un minuto averiguarlo —contestó Narizblanca tensando los músculos nudosos de su rostro.

—Bien, pues hazlo ya.

En otras circunstancias, el tono del Capitán habría ofendido a Narizblanca. Los Heechees no acostumbraban a hablarse de modo desconsiderado los unos a los otros. Pero no podían olvidarse las presentes circunstancias. El hecho de que esos advenedizos humanos poseyeran el mecanismo que permitía atravesar los agujeros negros era de por sí bastante intranquilizador. Pero constatar que estaban llenando el aire con sus alocadas comunicaciones era todavía peor. ¿Qué harían después de eso? Y la muerte de un compañero de tripulación había sido la gota que colmara el vaso, la que había convertido aquel viaje en peor que los efectuados en los viejos tiempos, anteriores al nacimiento de Narizblanca, la época en que habían descubierto la existencia de los otros...

—No lo entiendo —dijo Narizblanca—. No puedo ver nada en el rumbo que siguen.

El Capitán miró ceñudo a los crípticos signos de la pantalla. Su lectura era tarea de especialistas, pero como capitán, él tenía que poseer un poco de los conocimientos y las habilidades de todos, y así pudo comprobar que nada había, en el trazado geodésico, que señalara la existencia de objeto alguno en una distancia razonable.

—¿Qué hay de ese racimo globular? —preguntó.

—No lo creo, Capitán. No está en su línea de vuelo, y además no hay nada ahí. Nada de nada hasta el extremo de la galaxia.

—¡Por las mentes! —se oyó una voz detrás de ellos.

Capitán se volvió. Ráfaga, el rastreador de agujeros negros, estaba de pie, y todos sus músculos temblaban alocadamente. Antes incluso de que se dirigiera al Capitán, había conseguido transmitirle todo su miedo.

—Ampliad el geodésico —Narizblanca le miró sin comprender—. ¡Amplíalo, más allá del extremo de la galaxia!

El navegante iba a hacer una objeción cuando comprendió lo que quería darle a entender. Sus propios músculos empezaron a tensarse mientras obedecía. La pantalla parpadeó. La borrosa línea amarilla se alargó. Atravesó regiones, en la pantalla, en las que no había más que un vacío y oscuro espacio negro.

Aunque tal vez no estuviera tan vacío.

Un objeto de color azul oscuro surgió de las profundidades de la pantalla, palideciendo y amarilleando. Mostraba un quíntuple pabellón. Todos los miembros de la tripulación dejaron escapar un siseo mientras la nave se acercaba, se detenía y la línea amarilla del trazado geodésico la alcanzaba.

Los Heechees se miraron unos a otros, y ninguno supo qué decir. La nave que más daño podía hacer estaba de camino al lugar en que más destrozos podía causar.

18
EN EL ALTO PENTÁGONO

El Alto Pentágono no es exactamente un satélite en órbita geostática. Se trata de cinco satélites en órbita geostática. Las órbitas no son exactamente iguales, de tal manera que las cinco carcasas metálicas, blindadas y de corazón endurecido, danzan las unas en torno a las otras. Primero es Alfa la que está en el extremo más distante y Delta la que más cerca de la Tierra; a continuación se van desplazando y es Epsilón la que queda por fuera y Gamma la de dentro, cambio de parejas, do-si-do; y así constantemente. Uno se pregunta: ¿por qué lo han hecho así en lugar de construir un único artefacto? Claro, se contesta uno mismo, cinco satélites son cinco veces más difíciles de alcanzar que uno solo. También, creo yo, porque tanto la estación orbital soviética Tiuratam como el puesto de mando de la República Popular China son estructuras simples y, naturalmente, los Estados Unidos de América tenían que demostrar que eran capaces de hacerlo más difícil todavía. O más diferente, por lo menos. Todas databan de la época de las guerras. Se decía que por aquel entonces habían sido la última palabra en materia de defensa. Se decía que sus potentísimos láseres eran capaces de interceptar cualquier tipo de misil enemigo a una distancia de más de cincuenta mil kilómetros. Probablemente, era cierto que podían hacerlo —al menos, cuando fueron construidos— y que fueron lo más moderno por lo menos durante tres meses, hasta que el enemigo empezó a utilizar los mismos sistemas de rastreo y de láser, y vuelta a empezar. Pero ésa es otra historia.

Por eso, no veíamos nunca cuatro quintos del Alto Pentágono más que en nuestra pantalla. El satélite hacia el que nos dirigían era el que albergaba los cuarteles de la dotación, la administración... y también los calabozos. Se trataba de Gamma, sesenta mil toneladas de carne y metal, del tamaño de la gran pirámide y con una forma bastante parecida. Descubrimos que por más atento que el general Manzbergen hubiera estado con nosotros desde la Tierra, allí en las alturas éramos tan bien recibidos como un mal catarro. Por ejemplo, nos tuvieron un buen rato a la espera de concedernos permiso para desembarcar.

—Supongo que habrán tenido problemas después del último ataque de locura —especuló Essie, mientras observaba con expresión ceñuda la pantalla, que no mostraba nada más que el flanco metálico de Gamma.

—No es excusa —dije yo, y Albert hizo oír su opinión:

—No es porque hayan tenido problemas serios con el último ataque del TTP, sino porque los podían haber causado ellos, y más graves, me temo; no me gustan estas cosas, he visto ya muchas guerras.

Se estaba toqueteando la chapita del Dos Por Ciento, de manera bastante nerviosa para ser un holograma. Llevaba mucha razón en lo que decía. Un par de semanas antes, durante la última emisión que los terroristas habían lanzado al mundo desde el espacio con su TTP, la estación orbital entera se había vuelto loca durante un minuto. Literalmente durante un minuto, no había durado más. Por fortuna no había durado más, porque en aquel minuto, ocho de las once estaciones de servicio cuyos rayos de fotones apuntaban a varias ciudades terrestres estaban al completo de sus dotaciones. Y las dotaciones estaban ansiosas por entrar en acción.

Pero no era eso lo que preocupaba a Essie.

—Albert —le dijo—, no juegues a cosas que me ponen nerviosa. Jamás en tu vida has visto una guerra. No eres más que un holograma.

Él se inclinó hacia delante.

—Como usted diga, señora Broadhead. A propósito, acabo de recibir el visto bueno para su desembarco pueden entrar en el satélite.

Y así lo hicimos, mientras Essie miraba pensativa por encima de su hombro al programa que habíamos dejado atrás. El alférez que nos estaba esperando no parecía muy entusiasmado. Pasó el pulgar por encima de la tarjeta de nuestra nave como para estar seguro de que la tinta magnética no desaparecía.

—Sí —dijo—, hemos recibido órdenes en relación a ustedes. Pero me temo que el brigadier no va a poder verles de momento, señor.

—No es al brigadier a quien queremos ver —dijo Essie suavemente—, sino simplemente a la señora Dolly Walthers, a quien ustedes retienen aquí.

—Sí, ya, señora; pero el brigadier Cassata es quien ha de firmar su pase, y como le he dicho está muy ocupado en estos momentos. —Se disculpó mientras mascullaba algo a través de su comunicador y luego, con expresión más relajada—: Si tienen la bondad de acompañarme, señor, señora —dijo, y nos sacó por fin de la zona de embarques.

Si no se practica, se pierde la costumbre de caminar en atmósferas de gravedad baja o cero, y yo hacía un montón de tiempo que no practicaba. Además, estaba muerto de curiosidad. Todo me resultaba nuevo. Pórtico es un asteroide que los Heechees llenaron de túneles hace mucho tiempo, túneles cuya cara interna ellos recubrieron con su metal favorito azul brillante. La Factoría Alimentaria, el Paraíso Heechee y todas las demás estructuras de gran tamaño que yo había visitado en el espacio, eran construcciones Heechees. Me resultaba extraño encontrarme por primera vez en un artefacto espacial de gran tamaño construido enteramente por humanos. Resultaba más alienígena que cualquiera de las construcciones de los Heechees. Nada del familiar brillo azul, tan sólo acero pintado. Nada de salas principales en el corazón del artefacto en forma de huso. Nada de prospectores con aire aterrorizado o triunfante, nada de museos con colecciones de fragmentos y piezas de tecnología Heechee hallados aquí y allá a lo largo y ancho de toda la galaxia. De lo que sí había mucho allí era personal de la policía militar, embutidos en trajes apretados y, por alguna misteriosa razón, con los cascos puestos. Lo más curioso de todo era que, aunque todos llevaban cartucheras, ninguna de éstas albergaba un arma.

Disminuí mi marcha para hacérselo notar a Essie.

—Parece como si no se fiaran de su propia gente —le comenté.

Ella me asió por el cuello y me hizo seguir adelante, en dirección al lugar en que nos esperaba el alférez.

—No hables mal de tus anfitriones, al menos no hasta que desaparezcan de tu vista. Supongo que debe ser aquí.

No pudo ser más oportunamente, pues el ejercicio de caminar a lo largo de un pasillo de gravedad cero me estaba dejando sin resuello.

—Pasen dentro, señor, señora —dijo el alférez invitándonos a entrar, y, claro está, hicimos como nos indicó.

Pero lo único que había en el interior de la habitación eran cuatro paredes desnudas y una doble fila de asientos en torno a las paredes, y nada más.

—¿Dónde está el brigadier? —pregunté.

—Señor, ya le he dicho que estamos bastante ocupados en estos momentos. Les atenderá tan pronto como le sea posible.

Y con una sonrisa de tiburón nos cerró la puerta en las narices; y lo bueno del caso, de lo que nos percatamos inmediatamente, era que aquella puerta carecía de pomo en la parte de dentro.

Como todo el mundo, alguna vez me había imaginado mi propio arresto. Tu vida transcurre apaciblemente, llevando los libros de cuentas de alguien, o escribiendo una nueva sinfonía, cuando de pronto llaman a tu puerta. «Síganos sin ofrecer resistencia», te dicen. Te colocan las esposas y te leen tus derechos, y acto seguido te encuentras en un lugar como aquél. Essie tembló: también ella debía haberlo imaginado, aunque, si hay alguien inocente, es ella.

—Qué tontería —dijo, más para sí que a mí—. Lástima que no haya una cama, podríamos aprovechar el tiempo.

Le acaricié el dorso de la mano; sabía que intentaba subirme la moral.

—Nos han dicho que estaban atareados —le recordé.

Esperamos.

Media hora después, sin advertencia previa, sentí como Essie se ponía rígida bajo el brazo que le había pasado por encima del hombro, y su expresión cambió súbitamente a una de ira y de locura; yo mismo sentí una rápida sacudida enfermiza y furibunda en mi interior.

Desapareció casi instantáneamente y nos miramos el uno al otro. Había durado apenas unos segundos. Lo suficiente como para que adivináramos qué les había mantenido tan ocupado: y por qué no llevaban armas en las cartucheras.

Los terroristas habían vuelto a golpear, pero sólo un instante.

Cuando al fin regresó, el alférez estaba de buen humor. No quiero decir con ello que su actitud fuera amistosa. Los civiles seguíamos sin gustarle. Estaba lo suficientemente contento como para mostrar una enorme sonrisa, pero seguía lo suficientemente hostil como para no explicarnos el porqué de aquella sonrisa. Había transcurrido un buen rato. No se disculpó por ello, tan sólo nos condujo al despacho del comandante, sin dejar de sonreír. Y llegamos al final de nuestro recorrido: paredes de acero pintadas con colores pastel en las que se veía e aguilucho de la academia de West Point y los purificadores ambientales que trataban de acabar con el humo del cigarro del brigadier Cassata, quien también sonreía.

Las posibles —y buenas— explicaciones para tanta íntima jovialidad eran pocas, de modo que, dando palos de ciego aventuré una de ellas:

—Enhorabuena, brigadier —dije educadamente— por la captura de los terroristas.

Su sonrisa vaciló, pero afloró de nuevo. Cassata era un hombre de talla menuda, y algo más rechoncho de lo que habrían preferido los médicos del ejército; sus muslos asomaban al final de las perneras de sus pantalones cortos color aceituna sentado como estaba en el borde de su mesa al saludarnos.

—Según tengo entendido, señor Broadhead —me dijo—, su propósito aquí es el de entrevistar a la señora Dolly Walthers cosa que va a poder hacer, esté tranquilo, teniendo en cuenta las instrucciones que al respecto me han sido dadas, pero no puedo contestarle sus preguntas en lo referente a asuntos de alta seguridad.

—No le he hecho ninguna pregunta —señalé. Entonces, sin dejar de sentir la hiriente mirada de Essie en mi cogote que quería decir «¿Por qué te enfrentas con este gusano?», añadí—: Sea como sea, es muy amable por su parte el dejarnos hacerlo.

Él asintió, sin duda alguna convencido de que estaba siendo realmente muy amable.

—Sin embargo, hay una pregunta que quisiera hacerle: ¿por qué quieren verla? Si es que no le importa que se lo pregunte.

La mirada de Essie seguía escociéndome en el cogote, por lo que me abstuve de contestarle que sí me importaba.

—En absoluto —mentí—. La señora Walthers ha pasado algún tiempo en compañía de cierta persona muy allegada a mí y a quien estoy ansioso por volver a ver. Esperamos que la señora Walthers nos diga cómo ponernos en contacto con, esto, con esa persona.

Era absurdo tratar de ocultar el sexo revelador de la identidad de aquella persona. Sin duda alguna habían interrogado a fondo a la pobre Dolly Walthers y debían ya de saber que tan sólo eran dos las personas a quienes podía referirme, y era muy poco probable que de esas dos considerase a Wan como un allegado. Me miró con extrañeza, y después a Essie, y luego dijo:

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