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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (2 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Vamos —dijo tocándome el brazo y señalando al fondo del valle.

—¿Deseáis pasear entre los muertos? —Retrocedí atemorizado. Nunca me habría aventurado lejos de la protección del fuego sin esperar a que la aurora se llevara a los espectros.

—Fuimos nosotros quienes los matamos, Derfel, tú y yo, así que deberían ser ellos quienes nos temieran. —Nunca fue supersticioso, al contrario que todos nosotros, que buscábamos bendiciones, atesorábamos amuletos y andábamos siempre al acecho de presagios que nos avisaran de los peligros. Arturo se movía por el mundo de los espíritus como lo haría un ciego—. Vamos —me apremió, tocándome de nuevo el brazo.

Nos adentramos en la oscuridad. No todos los seres que yacían entre la bruma estaban muertos; algunos pedían ayuda con voz lastimera, pero Arturo, que siempre hacía honor a la piedad, desoyó los débiles lamentos. Pensaba en Britania.

—Mañana parto hacia el sur, a visitar a Tewdric —me confió.

El rey Tewdric de Gwent era aliado nuestro, pero se había negado a enviar hombres al valle del Lugg, convencido de que la victoria era punto menos que imposible. El rey estaba en deuda con nosotros, pues habíamos librado la batalla en su nombre, pero Arturo no era rencoroso.

—Voy a pedirle que envíe hombres al este para contener a los sajones, pero también mandaré a Sagramor. Tiene que bastar con eso para defender la frontera durante el invierno. Tus hombres —añadió con una breve sonrisa— bien merecen un descanso.

—Están a vuestras órdenes —respondí prestamente, aunque la sonrisa me hizo comprender que no habría tal descanso. Yo caminaba muy rígido, temeroso de las sombras circundantes, haciendo gestos sin cesar con la mano derecha para ahuyentar el mal. Algunos espíritus recién separados del cuerpo no encuentran la entrada al otro mundo y vagan por la tierra en busca de sus antiguos cuerpos, deseosos de vengarse de sus verdugos. Aquella noche en el valle del Lugg abundaban los espíritus perdidos y yo estaba aterrorizado, pero Arturo, indiferente al peligro, paseaba despreocupado por el campo sembrado de muertos, con el manto arremangado en una mano para evitar que se ensuciara de barro y hierba húmeda.

—Quiero a tus hombres en Siluria —dijo en tono concluyente—. Oengus Mac Airem se dispondrá a saquearla pero es preciso ponerle freno.

Oengus, rey irlandés de Demetia, había cambiado de bando en la batalla y había hecho posible la victoria de Arturo, pero el precio exigido por el irlandés era participar en el botín de esclavos y oro del reino del desaparecido Gundleus.

—Le corresponden cien esclavos y un tercio del tesoro de Gundleus, tal como hemos acordado, pero aun así, intentará engañarnos.

—Me aseguraré de que no sea así, señor.

—No, tú no. ¿Dejarías que Galahad condujera a tus hombres?

Asentí ocultando la sorpresa.

—¿Qué esperáis de mí en tal caso? —pregunté.

—Siluria es un problema —murmuró sin responderme. Se detuvo y frunció el ceño pensando en el reino de Gundleus—. Ha estado mal gobernada, Derfel, muy mal gobernada. —Hablaba con profundo desagrado. Para el común de los mortales, la corrupción del gobierno era tan natural como la nieve en invierno o las flores en primavera, pero a Arturo le indignaba realmente. Ahora evocamos el recuerdo de Arturo como el señor de la guerra, el prohombre cubierto con su brillante armadura que convirtió a su espada en leyenda, pero a él le habría gustado ser recordado simplemente como un buen caudillo honrado y justo. La espada le confería poder, pero él prefería ceder su poder a la justicia—. No es un reino importante, pero será origen de conflictos sin fin si no ponemos orden. —Pensaba en voz alta, intentando prever cualquier obstáculo que pudiera interponerse entre aquella noche victoriosa y su sueño de una Britania unida y pacificada—. La solución idónea sería dividirlo entre Gwent y Powys.

—¿Por qué no hacerlo así, entonces? —pregunté.

—Porque he prometido Siluria a Lancelot —respondió en un tono que no admitía discusión. En silencio, rocé el pomo de Hywelbane para que el hierro me protegiera de los peligros de la noche y miré hacia el mediodía, hacia la barricada de troncos tras la que mis hombres habían luchado durante toda la jornada y en la que yacían los muertos como un riachuelo de la marea.

Habían participado muchos valientes en aquella batalla, pero Lancelot no se contaba entre ellos. A lo largo de tantos años como llevaba luchando por Arturo y a lo largo de los años que hacía que conocía a Lancelot, aún no lo había visto en una barrera de escudos. Lo había visto perseguir a fugitivos derrotados y conducir una columna de prisioneros desfilando ante la turba excitada, pero nunca en la fragorosa, dura y sudorosa embestida de la barrera de escudos. Era el rey exiliado de Benoic, destronado por la horda de francos que, procedentes de la Galia, habían sumido el reino de su padre en el olvido y ni una sola vez de que pudiera yo dar fe había esgrimido una lanza contra una banda de guerreros francos; aun así, los bardos cantaban su valentía a lo largo y ancho de Britania. Era Lancelot, el rey sin tierra, el héroe de batallas sin número, la espada de los britanos, el bello señor de las desgracias, el ejemplar, y tan alta reputación se había forjado a golpe de canciones, pero nunca, que yo supiera, con la espada. Yo era su enemigo, y él, el mío, pero compartíamos ambos la amistad de Arturo y por tal amistad manteníamos nuestro encono a raya en una incómoda posición.

Arturo estaba enterado de mi aversión. Me tocó el hombro y avanzamos juntos hacia el montón de muertos de la barrera.

—Lancelot es amigo de Dumnonia —insistió—; si reina en Siluria, no tendremos nada que temer, y si desposa a Ceinwyn, tendrá asimismo el apoyo de Powys.

Quedaba dicho, pero mi aversión bullía de ira, y ni aun entonces me opuse a los planes de Arturo. ¿Qué podía alegar? Yo era hijo de una esclava sajona, un joven guerrero con hombres a su cargo pero sin tierras, y Ceinwyn era princesa de Powys. Había merecido el apelativo de
seren,
la estrella, y brillaba en una tierra apagada como un fragmento de sol en el barro. Había sido prometida a Arturo, pero éste la abandonó por Ginebra; tal fue el origen de la guerra que había concluido aquel mismo día con la matanza del valle del Lugg. Entonces, en aras de la paz, Ceinwyn tenía que casarse con Lancelot, mi enemigo, aunque yo, un ser insignificante, me hubiera enamorado de ella. Llevaba prendido su broche, y su imagen grabada en el pensamiento. Un día juré protegerla, ella no despreció el juramento y, al aceptarlo, me hizo concebir la necia esperanza de que mis deseos no fueran imposibles, pero lo eran. Ceinwyn, una princesa, tenía que casarse con un rey, y yo no era sino un simple guerrero nacido de una esclava y me casaría con quien pudiera.

Así pues, nada dije de mi amor por Ceinwyn, y Arturo, que en la noche de su gran victoria pensaba en el destino de Britania, nada sospechó. Ni había razón para que lo hiciera. Si le hubiera confesado mi amor por Ceinwyn habría considerado mis aspiraciones tan insultantes como si un gallo de corral intentara aparearse con un águila.

—Conoces a Ceinwyn, ¿no es cierto?

—Así es, señor.

—Y ella os aprecia —afirmó para que se lo corroborara.

—Me atrevo a pensar que sí —respondí con sinceridad, dividido entre el recuerdo del bello rostro de Ceinwyn, blanco como la plata, y la aversión que me inspiraba la idea de que fuera entregado a la custodia de Lancelot el hermoso—. Me aprecia lo suficiente —continué— como para confiarme el poco entusiasmo que siente por ese matrimonio.

—¿Por qué debería sentirlo? No conoce a Lancelot. No espero entusiasmo de su parte, Derfel, tan sólo obediencia.

Dudé. Antes de la batalla, cuando Tewdric deseaba desesperadamente poner punto final a la guerra que amenazaba con arruinar su reino, hube de visitar a Gorfyddyd en misión de paz. Fue un fracaso, pero también fue la ocasión de hablar con Ceinwyn y comunicarle las esperanzas de Arturo en sus esponsales con Lancelot. No rechazó la idea pero tampoco se alegró. En aquellos momentos, de todos modos, nadie creía capaz a Arturo de derrotar al padre de Ceinwyn, pero ella tuvo en cuenta tal posibilidad remota y me pidió que transmitiera a Arturo su deseo de ponerse bajo su protección en caso de que ganara. Perdidamente enamorado, lo interpreté como un ruego de que no la obligaran a contraer un matrimonio no deseado.

Entonces, le dije a Arturo que Ceiwnyn solicitaba su protección.

—Señor, son ya muchas las veces que ha estado prometida —añadí— y ha sufrido otras tantas decepciones; creo que desea permanecer sola por un tiempo.

—¡Tiempo! —rió—. No le queda tiempo, Derfel. ¡Pronto cumplirá los veinte! No puede permanecer soltera como gato que no caza ratones. ¿Con qué otro se casaría? —Dio unos pasos en silencio—. Cuenta con mi protección, pero ¿qué mejor protección que casarse con Lancelot y ascender al trono? —prosiguió en un tono menos jocoso, y de pronto me espetó—: ¿Y qué hay de ti?

—¿De mí, señor? —respondí sobresaltado, creyendo por un momento que me proponía que me casara con Ceinwyn.

—Tienes casi treinta años —dijo—. Es tiempo de que te cases, y lo arreglaremos tan pronto como regresemos a Dumnonia, pero por el momento quiero que vayas a Powys.

—¿Yo, señor? ¿A Powys? —Acabábamos de combatir y vencer al ejército de Powys y no cabía duda de que nadie allí daría la bienvenida a un guerrero enemigo.

—Derfel, lo más importante en las próximas semanas —me explicó cogiéndome del brazo— es que Cuneglas sea proclamado rey de Powys. Está convencido de que nadie le ha de disputar el trono, pero deseo asegurarme. Quiero que uno de mis hombres esté presente en Caer Sws como testimonio de nuestra amistad. Nada más. Sólo pretendo que cualquier aspirante a su trono sepa que tendría que enfrentarse no sólo con Cuneglas, sino también conmigo. Tu presencia como amigo de Cuneglas no dejará lugar a dudas.

—En tal caso, ¿por qué no enviar cien hombres? —pregunté.

—Porque parecería que tratamos de imponer a Cuneglas en el trono de Powys y no nos conviene. Necesito conservar su amistad y no quisiera que volviera a Powys como vencido. Además —sonrió—, Derfel, vales por un centenar de hombres, y así lo demostraste ayer.

Fruncí el ceño, incómodo como siempre ante las alabanzas excesivas, pero si tal misión significaba que era el hombre adecuado para representar a Arturo en Powys, me alegraba, pues tendría ocasión de acercarme a Ceinwyn otra vez. Guardaba celosamente el recuerdo del roce de su mano en la mía, como el broche que me había regalado tantos años atrás. Me dije que Lancelot no la había desposado todavía. Todo cuanto deseaba era una oportunidad para recrearme en mis quimeras.

—Y una vez que Cuneglas sea proclamado rey —pregunté—, ¿qué debo hacer?

—Esperarme —respondió—. Me dirigiré a Powys en cuanto me sea posible y, cuando hayamos resuelto los acuerdos de paz y Lancelot se haya prometido formalmente, volveremos a casa. El año próximo, amigo mío, llevaremos a los ejércitos britanos a la guerra contra los sajones —dijo con un regocijo desacostumbrado en lo tocante a asuntos de guerra. Era un buen guerrero, e incluso disfrutaba de las emociones desatadas que la batalla proporcionaba a su espíritu, tan prudente de ordinario, pero nunca favorecía la guerra si la paz era posible, pues desconfiaba de las incertidumbres de la batalla. Los caprichos de la victoria y la derrota eran impredecibles y a Arturo le disgustaba que el buen orden y la prudencia diplomática quedaran a merced de los avatares de la guerra. Pero la diplomacia y el tacto nunca derrotarían a los invasores sajones, que se adentraban sin cesar hacia el oeste por toda Britania como una plaga de gusanos. Arturo soñaba con una Britania en paz, gobernada por la ley y el orden, y los sajones no formaban parte de su sueño.

—¿Partiremos en primavera, señor? —le pregunté.

—Cuando broten las primeras hojas.

—En tal caso, antes quisiera pediros una gracia.

—Habla —respondió, satisfecho de que pidiera algo por haberle ayudado a conseguir la victoria.

—Deseo acompañar a Merlín, señor —dije.

Tardó en responder. Se quedó mirando la hoja completamente doblada de una espada caída en la tierra húmeda. En algún punto indeterminado en la oscuridad, un hombre gemía, luego lloraba y después enmudeció.

—La olla —dijo finalmente Arturo con pesadumbre.

—Sí, señor —respondí. Merlín había acudido a nosotros durante la batalla con la intención de que ambos bandos pusiéramos fin al enfrentamiento y le siguiéramos a una expedición en busca de la olla de Clyddno Eiddyn. La olla era el más preciado tesoro de Britania, el regalo mágico de los dioses antiguos, y hacía siglos que se había perdido. Merlín había dedicado su vida a recuperar los tesoros de Britania y la olla era su principal objetivo. Si conseguía encontrarla, nos dijo, devolvería Britania a sus verdaderos dioses.

—¿De verdad crees que la olla de Clyddno Eiddyn ha estado escondida todos estos años? ¿Durante todos los años de dominación romana? Se la llevaron a Roma, Derfel, y la fundieron para fabricar alfileres, broches o monedas. ¡No existe tal olla!

—Merlín afirma lo contrario, señor —insistí.

—Merlín da crédito a habladurías de viejas —respondió Arturo con rabia—. ¿Sabes a cuántos hombres pretende llevarse?

—No, señor.

—Ochenta, me dijo. O un centenar. O, mejor aún, ¡doscientos! Ni siquiera consiente en decir dónde está la olla, sólo quiere que le confíe un ejército para llevárselo a tierras salvajes. A Irlanda, o al desierto quizá. ¡No! —Le dio una patada a la espada torcida y me hundió con fuerza el dedo en el hombro—. Presta atención, Derfel. Preciso hasta la última lanza que logre reunir para el año próximo. Vamos a acabar con los sajones de una vez por todas y no puedo prescindir de ochenta o cien hombres para que busquen un caldero que desapareció hace cerca de quinientos años. Cuando los sajones de Aelle sean derrotados, ve tras ese sinsentido si no te queda más remedio. Pero te aseguro que es una necedad. No existe tal olla.

Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia las hogueras. Le seguí deseoso de discutir con él aunque sabía que nunca lo persuadiría, pues era cierto que no podía prescindir de ninguna espada si se proponía derrotar a los sajones y no daría ningún paso que fuera en detrimento de sus posibilidades de éxito en primavera. Me sonrió como si deseara compensar la dureza con que había rechazado mi petición.

—Si tal marmita existe, no importa que permanezca oculta uno o dos años más. Pero entretanto, Derfel, quiero enriquecerte. Te casaremos con una rica heredera —dijo dándome una palmada en la espalda—. Será la última campaña, mi estimado Derfel, la última gran matanza, y entonces tendremos paz. Verdadera paz, y no harán falta pucheros mágicos —concluyó en tono exaltado. Aquella noche, entre los muertos, en verdad veía la paz aproximarse.

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