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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (5 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Pero Britania —continuó tras asentir con la cabeza—, aun sin los sajones, seguirá enferma, Derfel, porque está en peligro de perder a sus dioses. El cristianismo se extiende más rápido que los sajones, y los cristianos son una ofensa a nuestros dioses mayor que los sajones. Si no detenemos a los cristianos, nuestros dioses nos abandonarán completamente y ¿qué es Britania sin sus dioses? Pero si conseguimos poner arreos a los dioses y traerlos de vuelta a Britania, tanto los sajones como los cristianos desaparecerán de una vez por todas. Hemos tomado el rábano por las hojas, Derfel.

Miré a Arturo, que escuchaba atentamente a Cuneglas. Arturo no era irreligioso, pero no dejaba que sus creencias le preocuparan y no sentía animadversión hacia los hombres y mujeres que creían en otros dioses, sin embargo, le preocuparía oír hablar a Merlín de combatir a los cristianos.

—¿Nadie os escucha, señor? —pregunté a Merlín.

—Algunos —respondió entre dientes—, unos pocos, uno o dos. Arturo no. Me tiene por un viejo chocho al borde de la senilidad. Pero, ¿qué piensas tú, Derfel? ¿Crees que soy un viejo chocho?

—No, señor.

—¿Y crees en la magia, Derfel?

—Sí, señor —dije. Había visto que la magia surtía efecto y también había presenciado algún fracaso. La magia era un asunto difícil, pero yo creía en ella.

—Entonces ve a la cima de Dolforwyn esta noche, Derfel —me susurró acercándose todavía más a mi oído—, y te concederé lo que tu corazón anhela.

Un arpista tañó la cuerda que reuniría a los bardos para el canto. Las voces de los guerreros se apagaron cuando una ráfaga de viento helado hizo entrar la lluvia por la puerta abierta y las pequeñas llamas de las velas de sebo y juncos engrasados titilaron.

—Lo que tu corazón anhela —repitió en un susurro Merlín, pero cuando miré a mi izquierda había desaparecido.

Los truenos retumbaban en la noche. Los dioses no estaban con nosotros y yo tenía que ir a Dolforwyn.

Dejé el banquete antes de la entrega de presentes, antes de que los bardos cantaran y antes de que las voces de los guerreros borrachos se elevaran en la canción de caza de Nwyfre. Eché a andar, solo en la noche, y cuando llegaba al valle del río en el que Ceinwyn me había contado su visita al lecho de calaveras y la extraña profecía sin sentido, oí la conocida tonada a mis espaldas, ya amortiguada por la distancia.

Llevaba la armadura pero no el escudo, a Hywelbane en el costado y el manto verde sobre los hombros. Ningún hombre se internaba en la noche despreocupadamente, pues la noche pertenecía a los espíritus y a los fantasmas, pero Merlín me había llamado y eso me infundía seguridad.

El trayecto no era difícil pues había un camino desde las murallas hasta la vertiente sur de la cadena de montañas donde se hallaba Dolforwyn. Me esperaba una larga caminata de cuatro horas en la húmeda noche y el sendero era negro como la pez, pero los dioses debieron de velar por que llegara, ya que no perdí el rumbo ni topé con peligro alguno.

Merlín no podía llevarme demasiada ventaja y, aunque me triplicaba la edad, no lo alcancé ni llegué siquiera a oírlo. Tan sólo se oía la lejana melodía y, cuando se perdió en la oscuridad, el gorgoteo de las aguas al pasar entre las piedras, el repiqueteo de la lluvia sobre la vegetación y, más tarde, el grito de una liebre cazada por una comadreja y el chillido de un tejón que llamaba a su pareja. Pasé junto a dos míseros poblados; el brillo mortecino de los rescoldos se filtraba entre los resquicios de las techumbres de helechos. Desde una de las cabañas, la voz de un hombre me dio el alto, pero le contesté que viajaba con intenciones pacíficas y él tranquilizó a su perro, que ladraba alarmado.

Dejé el camino y tomé el sendero que serpenteaba por la falda de Dolforwyn hasta la cima con miedo de perderme en la oscuridad del denso robledal que poblaba aquella cara de la colina, pero las nubes de tormenta se dispersaron y la macilenta luz de la luna que se filtraba entre la húmeda y espesa vegetación iluminó la senda de piedra que subía de poniente a oriente hasta la cima del cerro de los reyes. Nadie habitaba en aquel lugar de robles, piedras y misterio.

El sendero llegaba desde la arboleda hasta el amplio espacio abierto de la cima; allí se erguía el solitario pabellón de festejos y el círculo de piedras erectas donde Cuneglas había sido proclamado rey. La cima era el lugar más sagrado de Powys, pero permanecía desierta la mayor parte del año, pues sólo se utilizaba para los grandes festejos y en ocasiones de gran solemnidad. En aquel instante, a la pálida luz de la luna, el salón era una mancha oscura y la explanada parecía desierta.

Me detuve en el lindero del bosque. Un búho blanco voló por encima de mí, rozando casi la cola de zorro que remataba el casco con el batir apresurado de sus cortas alas, que apenas sostenían el cuerpo rechoncho. El búho era un presagio, pero no habría sabido decir si bueno o malo y, de pronto, sentí miedo. Había acudido a la cita por curiosidad, pero en aquel momento percibí el peligro. Merlín no haría realidad el anhelo de mi corazón a cambio de nada, lo cual significaba que estaba allí para hacer una elección y empezaba a sospechar que era una elección que no quería hacer. En verdad, era tanto mi temor que estuve a punto de regresar a la oscuridad del robledal, pero entonces la cicatriz de la mano izquierda palpitó y me quedé allí clavado.

La cicatriz era obra de Nimue y cuando palpitaba indicaba que mi destino no dependía de mi voluntad. Había jurado fidelidad a Nimue y no podía echarme atrás.

La lluvia cesó y de las nubes sólo quedaban jirones. Un viento helado sacudía las copas de los árboles, pero ya no llovía. Todavía era negra la noche y, aunque el alba no podía tardar, no se columbraba ni una brizna de luz entre las colinas de levante. No había más luz que el tenue claro de luna que convertía las rocas del real círculo de Dolforwyn en formas plateadas que resaltaban en la oscuridad.

Me dirigí al círculo de piedras; el corazón me palpitaba con tanta fuerza que se oía más que las pisadas de las pesadas botas. Aún no había visto a nadie y empecé a pensar si no sería una elaborada triquiñuela de Merlín, pero entonces, en el centro del redondel, donde se erguía la piedra solitaria de la monarquía de Powys, percibí un destello más brillante que cuantos reflejos pudiera arrancar la luz brumosa de la luna a las rocas relucientes de agua de lluvia.

Me acerqué con el corazón en un puño, me introduje en el círculo y vi que la luna se reflejaba en una copa. Una copa de plata. Una pequeña copa de plata. Cuando me aproximé a la piedra de los reyes, vi que contenía un líquido oscuro que refulgía a la luz de la luna.

—Bebe, Derfel —dijo la voz de Nimue en un susurro que apenas se oía más que el viento que agitaba las ramas de los robles—. Bebe.

Me giré buscándola con la mirada pero nada vi. El viento me levantaba el manto y sacudía algún fragmento suelto de la techumbre del salón.

—Bebe, Derfel —repitió la voz de Nimue—, bebe.

Alcé la mirada al cielo e imploré a Lleullaw que me protegiera. La mano izquierda, dolorida por las incesantes palpitaciones, sujetaba con fuerza la empuñadura de Hywelbane. Quería ponerme a salvo y eso, hasta donde yo sabía, significaba regresar al calor de la amistad de Arturo, pero la pesadumbre que me embargaba me había llevado hasta aquella colina desnuda y fría, y la imagen de la mano de Lancelot en la delicada muñeca de Ceinwyn me hizo bajar la mirada hacia la copa.

La levanté, dudé y la apuré.

Tenía un sabor amargo que me hizo estremecer al acabar de tragarlo. El gusto acre permanecía aún en mi boca cuando deposité la copa con todo cuidado sobre la piedra del rey.

—¿Nimue? —la llamé casi suplicando, pero no obtuve más respuesta que el viento entre los árboles.

—¡Nimue! —llamé de nuevo, pues se me iba la cabeza. Las nubes negras y grises giraban y la luna se fragmentaba en esquirlas de luz plateada que hendían el lejano arroyo y estallaban en las agitadas sombras que azotaban los árboles.

—¡Nimue! —la llamé cuando me fallaron las rodillas y noté que la cabeza me daba vueltas entre lúbricas imágenes. Me arrodillé junto a la piedra real, que de pronto creció hasta convertirse en una gran montaña que se alzaba ante mí. Caí al suelo con tal fuerza que el golpe del brazo hizo saltar por los aires la copa vacía. Aunque sentía náuseas, el vómito tardaría en producirse y, por el momento, el efecto se traducía en visiones, sueños terribles con espíritus de pesadilla que lanzaban alaridos en el interior de mi cabeza. Lloraba, sudaba y los músculos me temblaban con espasmos incontrolables.

Unas manos me sujetaron la cabeza y me retiraron el yelmo. Luego, alguien presionó su frente contra la mía. Era una frente blanca y fría, y las pesadillas dieron paso a la imagen de un cuerpo blanco, alto y desnudo, de piernas esbeltas y senos pequeños.

—Derfel, Derfel —me tranquilizó Nimue al tiempo que me acariciaba el pelo—, sueña, amor mío, sueña.

Lloré desconsolado. Yo, guerrero y lord de Dumnonia, amigo estimado de Arturo, el cual estaba en deuda conmigo tras la última gran batalla, y me había prometido tierras y riquezas que superaban todos mis sueños, lloraba como un niño abandonado. El anhelo de mi corazón era Ceinwyn, pero Lancelot la había deslumhrado y creí que jamás volvería a conocer la felicidad.

—Sueña, amor mío —me arrullaba Nimue, y debió de echar un manto negro sobre nuestras cabezas, porque de pronto la grisura de la noche se esfumó y me encontré en una oscuridad silenciosa, con sus brazos en torno a mi cuello y la cara apretada contra la mía. Nos arrodillamos sin separar las mejillas; las manos me temblaban de forma espasmódica y desamparada, apoyadas sobre sus fríos muslos desnudos. Me apoyé con todo el peso de mi cuerpo crispado en sus delgados hombros y allí, entre sus brazos, las lágrimas y los espasmos cesaron; al instante recobré la calma. Ya no sentía náuseas, el dolor de las piernas había desaparecido y noté un agradable calor, incluso llegué a sudar. No me moví, no quería moverme, sino dejar que los sueños vinieran.

Primero fue un sueño maravilloso, pues me habían otorgado unas grandes alas de águila y volaba alto sobre un lugar desconocido. Era una tierra muy accidentada, desgarrada por vertiginosos precipicios y escarpadas montañas de roca por las que caían en cascada pequeños arroyos espumosos que desembocaban en tenebrosos lagos. Las montañas parecían no acabar nunca ni ofrecen refugio alguno, pues al sobrevolarlas no percibí señal de vida; ni casas, ni chozas, ni campos, ni rebaños ni nada más que un lobo que corría entre los despeñaderos y los huesos de un corzo muerto en un bosquecillo. Por encima de mí, el cielo gris como el metal, por debajo, las montañas negras como la sangre seca, y alrededor de las alas el aire frío como un cuchillo en las costillas.

—Sueña, amor mío —murmuraba Nimue, y en el sueño descendí con mis amplias alas hasta ver un camino que serpenteaba entre las negras montañas. Era un camino de tierra apisonada sembrado de rocas que se retorcía cruelmente uniendo valles y subiendo, en ocasiones, hasta desfiladeros desolados antes de volver a descender a las rocas desnudas de otro valle. Bordeaba lagunas negras, precipicios tenebrosos, montañas heladas, pero siempre se dirigía hacia el norte. No sé por qué sabía que era el norte, pero en los sueños el saber no necesita razones.

Las alas del sueño me posaron en la superficie del camino y de pronto ya no volaba, sino que subía por el sendero hacia un paso entre las cumbres. Las escarpadas pendientes que se elevaban a los lados del paso estaban formadas por negras losas de pizarra sobre las que corría el agua, pero algo me dijo que el camino terminaba justo tras aquel lóbrego puerto y que, si lograba andar un poco más a pesar de la fatiga, hallaría lo que mi corazón anhelaba al otro lado de la cresta.

Jadeaba, respiraba a bocanadas, penosamente mientras soñaba que cubría el último tramo de aquel camino y, de pronto, en la cima, vi luz, color y calidez.

Rebasado el desfiladero, el camino descendía hasta un litoral poblado de arboledas y campos, y allí estaba el mar rutilante en el que destacaba una isla y, en ella, un lago al que el súbito sol arrancaba destellos.

—¡Allí! —exclamé en voz alta, pues supe que la isla era mi objetivo, pero en el momento en que mis fuerzas parecían renovarse para correr las últimas millas y lanzarme al soleado mar, un espectro se interpuso en mi camino. Era un engendro negro con armadura negra, escupía por la boca un limo del color de la pez
y
entre las negras garras de la mano esgrimía una espada de hoja negra que doblaba el largo de Hywelbane. Por sus aullidos entendí que me desafiaba.

También yo aullé y me acurruqué entre los brazos de Nimue, que me rodeó los hombros.

—Has visto el Sendero Tenebroso, Derfel, el Sendero Tenebroso —susurró y de pronto se apartó de mí, el manto me azotó en la espalda y caí en la hierba húmeda de Dolforwyn con el viento frío silbando a mi alrededor.

Allí quedé tendido largos minutos. El sueño se había desvanecido y me pregunté qué tendría que ver el Sendero Tenebroso con el anhelo de mi corazón. Me puse de costado súbitamente y vomité; la mente se me aclaró y vi la copa de plata caída a mi lado. La recogí, giré hasta ponerme en cuclillas y vi a Merlín que me observaba desde el extremo opuesto de la piedra de los reyes. Nimue, su amante y sacerdotisa, estaba junto a él arropada en una enorme capa negra, con la cabellera de azabache recogida con una cinta
y
el ojo de oro brillando a la luz de la luna. Gundleus le había sacado el ojo, y tuvo que pagar tamaña maldad multiplicada por mil.

Ninguno de los dos hablaba, se limitaban a mirarme mientras yo escupía los últimos vómitos, me pasaba la manga por los labios, sacudía la cabeza e intentaba ponerme en pie. Debía de estar débil todavía o la cabeza no había dejado de darme vueltas, porque no pude levantarme y, así, me arrodillé junto a la piedra y me apoyé en los codos. Todavía me sacudían ligeros espasmos.

—¿Qué me habéis dado a beber? —pregunté mientras dejaba la copa sobre la roca.

—No te he dado a beber nada —respondió Merlín—. Bebiste por tu propia voluntad, Derfel, del mismo modo que viniste por voluntad propia. —Ya no se percibía en su voz el tono burlón de que había hecho gala en el salón de Cuneglas, sino que hablaba con aire frío y distante.

—¿Qué has visto?

—El Sendero Tenebroso —contesté en tono sumiso.

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