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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (28 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Preferiría no creerlo, señor —respondí.

—Ginebra es mi esposa. —Bajó la voz pero su tono seguía siendo amargo—. No tengo ninguna otra, no me llevo esclavas al lecho, pertenezco a Ginebra y ella me pertenece a mí, Derfel, y a nadie permito hablar mal de ella. ¡Ni una palabra! —gritó. Me pregunté si se acordaría de los sucios insultos que Gorfyddyd le había dedicado en el valle del Lugg. Gorfyddyd había dicho que había yacido con Ginebra, y más aún, que toda una legión de hombres había hecho lo mismo. Me acordé del anillo de compromiso de Valerin, con una cruz en medio y el emblema de Ginebra, pero aparté el recuerdo de la cabeza.

—Señor —dije en voz baja—, yo no he pronunciado el nombre de vuestra esposa.

Se quedó mirándome y, por un segundo, creí que iba a golpearme; pero sacudió la cabeza con pesar.

—A veces, mi esposa es difícil, Derfel. En algunas ocasiones desearía que no fuera tan proclive al desdén, pero no me imagino la vida sin sus consejos. —Hizo una pausa y me dedicó una sonrisa espléndida—. No me imagino la vida sin ella. Derfel, te aseguro que no ha matado a perro alguno. Créeme. Su diosa Isis no exige sacrificios, al menos de seres vivos. De oro sí. —Sonrió, de buen humor repentinamente—. Isis devora oro.

—Os creo, señor —dije—, pero aun así, Ceinwyn corre peligro. Dinas y Lavaine la han amenazado.

—Ofendiste a Lancelot, Derfel —replicó—. No te lo reprocho porque conozco los motivos que te impulsaron, pero tú tampoco puedes reprocharle que esté resentido contigo. Dinas y Lavaine sirven a Lancelot, es justo que los hombres compartan los rencores de su señor. —Hizo una pausa—. Cuando termine esta guerra, Derfel —prosiguió—, lograremos la reconciliación. ¡Todos! Cuando convierta en hermanos a mis guerreros estableceremos la paz entre nosotros. Entre Lancelot y tú y todos los demás. Hasta ese momento, juro por mi vida proteger a Ceinwyn, si insistes. Impon tú el juramento, Derfel. Pide el precio que desees, incluso la vida de mi hijo, porque te necesito. Dumnonia te necesita. Culhwch es un buen hombre pero no sabe dominar a Mordred.

—¿Y yo sí? —pregunté.

—Mordred es caprichoso —continuó Arturo haciendo caso omiso de mi pregunta—, pero ¿qué otra cosa podía esperarse? Es nieto de Uther, de sangre real, y no queremos que sea un gallina, pero necesita disciplina. Necesita orientación. Culhwch cree que es suficiente con golpearle, pero solamente consigue que se empecine más. Quiero que lo eduquéis Ceinwyn y tú.

—Señor —dije estremecido—, me hacéis cada vez más atractiva la vuelta a casa.

—No olvides, Derfel —replicó con el ceño fruncido por mi frivolidad— que hemos jurado entregar el trono a Mordred. Por tal motivo volví a Britania. Es mi deber principal en Britania, y todo aquel que me preste juramento se compromete con esa misión. Nadie ha dicho que sería fácil, pero se cumplirá. Dentro de nueve años coronaremos a Mordred en Caer Cadarn. Ese mismo día, Derfel, quedaremos todos libres del juramento y ruego a todos los dioses que quieran escucharme que ese mismo día pueda yo colgar a Excalibur para siempre y no volver a luchar jamás. Pero, hasta que llegue tan esperada fecha, mantendremos nuestra palabra por encima de todo. ¿Lo entiendes?

—Sí, señor —respondí humildemente.

—Bien. —Arturo apartó a un caballo—. Mañana viene Aelle —dijo con confianza mientras nos alejábamos—, así pues, que descanses.

El sol se puso por Dumnonia y la bañó de rojo intenso. Hacia el norte, el enemigo cantaba canciones de guerra y nosotros entonamos baladas de nuestra tierra alrededor de las hogueras. Los centinelas escrutaban la oscuridad, los caballos piafaban, los perros de Merlín aullaban y algunos logramos dormir.

Al amanecer vimos que las tres columnas de Merlín habían sido abatidas durante la noche. Un mago sajón, con los pelos untados de heces y peinados en punta y el cuerpo desnudo, cubierto apenas por unos jirones de piel de lobo colgados de una cinta que llevaba al cuello, bailoteaba en el lugar que antes ocuparan los ídolos. Al ver al mago, Arturo se convenció de que Aelle se disponía a atacar.

Deliberadamente, no hicimos el menor movimiento de preparativo. Nuestros centinelas montaban guardia y los demás lanceros haraganeaban por la ladera como si esperaran una jornada más sin contratiempos, pero tras ellos, entre las sombras de los refugios, bajo los restos de tejos y serbales blancos y entre los muros de la fortificación a medio construir, el grueso del ejército se pertrechaba debidamente.

Tensamos las correas de los escudos, afilamos las espadas y hojas, aunque sus filos eran ya como cuchillas, y fijamos las puntas de las lanzas a martillazos. Tocamos nuestros amuletos, nos abrazamos unos a otros y, tras comer el poco pan que quedaba, rezamos, cada cual al dios del que esperaba recibir protección aquel día. Merlín, Iorweth y Nimue recorrieron los refugios tocando espadas y distribuyendo ramas secas de verbena a modo de protección.

Me puse el equipo de batalla. Calcé las pesadas botas hasta la rodilla con ataduras metálicas que me protegían las pantorrillas de los lanzazos que llegan por debajo del escudo. Me puse la camisa de tosca lana, tejida e hilada por Ceinwyn, bajo una coraza de cuero, en la que había prendido el pequeño broche de oro de Ceinwyn, mi talismán protector durante tantos años. Sobre la coraza, una cota de malla, un lujo cobrado a un cacique de Powys que cayó en el valle del Lugg. Era un antiguo pertrecho romano forjado con una perfección que nadie poseía ya y, a veces, me preguntaba qué otros hombres habrían usado aquella túnica hasta la rodillas hecha con aros de hierro entrelazados. El guerrero de Powys había muerto con la cota puesta y el cráneo partido en dos por un golpe de Hywelbane, pero tenía la sospecha de que algún otro propietario anterior había muerto con ella puesta también, pues se apreciaba un rasgón profundo en los aros de la parte derecha del pecho, que habían sido toscamente reparados con eslabones de una cadena de hierro.

En la mano izquierda llevaba anillos de guerrero, pues me protegían los dedos en la batalla, pero en la derecha no llevaba ninguno porque me impedían asir con fuerza la espada y la lanza. Atéme a los brazos unos protectores de cuero. El yelmo era de hierro, en forma de casco simple y forrado de cuero acolchado con tela; en la parte de la nuca tenía una gruesa visera de cuero de cerdo que me tapaba el cuello; durante la primavera anterior, había pagado a un herrero de Caer Sws para que me pusiera unos protectores de mejillas a los lados. Del pomo de hierro de la parte superior pendía la cola de lobo cobrada en el corazón del bosque de Benoic. Me até a Hywelbane a la cintura, agarré el escudo con la izquierda y levanté la lanza. Era una pica más alta que un hombre, con el asta más gruesa que la muñeca de Ceinwyn y la punta, larga y pesada, en forma de hoja de árbol. Estaba afilada como una cuchilla, pero con los bordes redondeados para evitar que se atascara en las tripas o en la armadura del enemigo. No llevaba manto porque hacía mucho calor.

Cavan, vestido ya para la batalla, se acercó a mí y se arrodilló.

—Si lucho bien, señor —me dijo—, ¿puedo pintar la quinta punta en la estrella de mi escudo?

—Espero que todos los hombres luchen bien —respondí—, o sea que, ¿por qué habría de recompensarlos por cumplir su deber?

—¿Y si os traigo un trofeo, señor, como el hacha de un caudillo u oro?

—Tráeme a un caudillo sajón, Cavan, y podrás pintar cien puntas a tu estrella.

—Con cinco basta, señor.

La mañana transcurría lentamente. Los que llevábamos armadura metálica sudábamos al calor del día. Desde más allá del río del norte, donde los sajones se escondían tras los árboles, debía de dar la impresión de que nuestro campamento durmiera o no hubiera sino enfermos, hombres inmovilizados, pero tal ilusión no los hizo salir de entre los árboles. El sol siguió ascendiendo. Nuestros exploradores, los jinetes ligeramente armados que no llevaban más que un carcaj de lanzas arrojadizas, salieron del campamento al trote. No habría lugar para ellos en un enfrentamiento entre barreras de escudos, de modo que se llevaron a los inquietos caballos al sur del Támesis; de todas formas, podían volver enseguida y, si el desastre cayera sobre nosotros, tenían órdenes de cabalgar hacia poniente para dar aviso de la derrota en la distante Dumnonia. Los hombres de Arturo se pusieron sus pesadas armaduras de hierro y cuero y después, con ataduras que colocaron alrededor de la cruz de sus monturas, colgaron los pesados escudos de cuero que protegían los flancos a las bestias.

Arturo, oculto con sus jinetes en el interior de la improvisada fortificación, llevaba la famosa cota maclada de factura romana, formada por miles de pequeñas placas de hierro cosidas a un jubón de cuero, superpuestas unas a otras como las escamas de un pez. Entre las placas de hierro había algunas de plata y parecía que la cota temblara cada vez que se movía. Llevaba manto y a Excalibur colgada del costado izquierdo, enfundada en su vaina mágica de la cruz bordada que protegía a su portador de todo mal, mientras su escudero Hygwydd sujetaba la larga lanza, el yelmo plateado con copete de plumas de ganso y el escudo redondo con chapa de plata que semejaba un espejo. En tiempos de paz, a Arturo le gustaba vestir modestamente, pero para la guerra se ataviaba con todo esplendor. Aunque pensara que su reputación se basaba en la honradez de gobierno, la refulgente armadura y el pulido escudo lo contradecían y demostraban que sabía de dónde provenía realmente su fama.

Culhwch había cabalgado en una ocasión con la caballería pesada de Arturo, pero aquel día se situó al frente de un destacamento de lanceros, igual que yo y, hacia el mediodía, me buscó y se sentó a mi lado en la pequeña sombra de mi refugio. Llevaba coraza de hierro, jubón de cuero y grebas romanas de bronce sobre las pantorrillas desnudas.

—Ese rufián no viene —gruñó.

—Mañana, tal vez —dije.

Sorbió malhumorado por la nariz y me miró fijamente.

—Sé lo que vas a responder, Derfel, pero te pregunto de todos modos; sin embargo, antes de contestar quiero que tengas en cuenta una cosa. ¿Quién luchó a tu lado en Benoic? ¿Quién estuvo contigo en Ynys Trebes, escudo con escudo? ¿Quién compartió la cerveza contigo y a pesar de todo te dejó seducir a la muchacha marinera? ¿Quién te dio la mano en el valle del Lugg? Yo. Tenlo presente cuando me contestes. Bien, ¿qué comida tienes escondida?

—Nada —repliqué con una sonrisa.

—Eres un gran saco sajón de tripas inútiles —dijo—, ni más ni menos. —Miró a Galahad, que descansaba entre mis hombres—. ¿Tenéis algo de comer, lord príncipe? —le preguntó.

—Di el último mendrugo a Tristán —respondió Galahad.

—Un acto cristiano, supongo —comentó Culhwch en son de burla.

—Así me gustaría interpretarlo —replicó Galahad.

—Prefiero ser pagano —añadió Culhwch—. Necesito comer algo. No puedo matar sajones con las tripas vacías. —Miró con el ceño fruncido a mis hombres, pero no hubo quien le ofreciera nada pues nadie tenía nada que ofrecer—. ¿O sea que me vas a quitar al bellaco de Mordred de las manos? —me preguntó, perdidas las esperanzas de obtener un bocado.

—Así lo quiere Arturo.

—Así lo quiero yo —replicó con viveza—. Si tuviera algo de comer, Derfel, te daría hasta la última miga a cambio de ese favor. Que te aproveche el cachorro llorica y mal nacido. Que te haga un desgraciado a ti, en vez de a mí, pero te lo advierto, gastarás el cinturón sobre su piel podrida.

—Tal vez no sea lo mejor —repliqué con cautela— azotar a mi futuro rey.

—Tal vez no sea lo mejor, pero es lo más satisfactorio. No es más que un sapejo feo. —Se giró a mirar fuera del refugio—. ¿Qué les pasa a los sajones? ¿No quieren pelear?

La respuesta llegó casi inmediatamente. De pronto sonó un cuerno profundo y triste, luego un mazazo de uno de los grandes tambores que los sajones llevaban a la guerra, y nos pusimos todos en movimiento a tiempo de ver salir al ejército de Aelle de entre los árboles del otro lado del río. Un momento antes, era un paisaje vacío, de hojas y sol primaveral y, de súbito, allí apareció el enemigo.

Había cientos; cientos de hombres envueltos en pieles y hierro, con hachas, perros, lanzas y escudos. Sus enseñas eran calaveras de toro izadas en palos, con trapos colgando al aire; a la cabeza, bailoteando ante la barrera de escudos y lanzándonos maldiciones, avanzaba una tropa de magos con el pelo en punta untado de heces.

Merlín y los demás druidas bajaron la colina al encuentro de los hechiceros. No caminaban sino que, como todos los druidas antes de la batalla, saltaban a la pata coja y mantenían el equilibrio apoyándose en las varas, al tiempo que agitaban una mano en el aire. Se detuvieron a unos cien pasos de los magos y les devolvieron las maldiciones; los sacerdotes cristianos del ejército permanecieron en lo alto de la loma con las manos y la mirada tendidas hacia el cielo rogando la ayuda de su dios.

Los demás íbamos alineándonos. Agrícola a la izquierda, con sus tropas uniformadas al estilo romano, el resto en el centro, y los jinetes de Arturo, que por el momento permanecían ocultos en la fortificación, se situarían más tarde en el ala izquierda. Arturo se colocó el yelmo, subió a lomos de Llamrei, extendió el manto blanco sobre la grupa de la yegua y tomó la pesada lanza y el resplandeciente escudo de manos de Hygwydd.

La infantería iba al mando de Sagramor, Cuneglas y Agrícola. Hasta el momento en que aparecieran los hombres de Arturo, mis soldados ocupaban el extremo derecho del frente, y me pareció que los sajones nos rodearían pronto porque su barrera de escudos era mucho más numerosa que la nuestra. Nos superaban en número. Los bardos cantarán que había miles de gusanos en la batalla, pero sospecho que Aelle no contaba con más de seiscientos hombres. El rey sajón poseía, naturalmente, muchos más lanceros que los que veíamos frente a nosotros, pero él, igual que nosotros, se había visto obligado a dejar nutridas guarniciones en las fortalezas fronterizas; de todos modos, un ejército de seiscientos hombres era suficientemente grande. Detrás de la barrera de escudos había otros tantos seguidores, mujeres y niños en su mayoría que no tomarían parte en la batalla pero que, sin duda, correrían a limpiar nuestros cadáveres tan pronto como terminara la batalla.

Nuestros druidas volvieron a subir la loma saltando esforzadamente sobre un pie. A Merlín le corría el sudor por la cara y le caía hasta las trenzas de la larga barba.

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