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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (24 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Lindo espectáculo —dijo uno de los druidas en tono mordaz.

—Y eso que lord Derfel Cadarn —añadió el otro— no destaca por sus lindezas. —Hizo una leve inclinación de cabeza cuando le miré con rabia—. Dinas —se presentó.

—Yo soy Lavaine —dijo su compañero.

Ambos eran jóvenes y altos, con cuerpo de guerrero y rostro duro y soberbio. Sus ropas eran de un blanco deslumbrante y se peinaban cuidadosamente la larga cabellera, indicios de un talante quisquilloso que resultaba espeluznante, combinado con su impavidez, la misma impavidez que poseían hombres como Sagramor. Arturo no era así, le sobraba impaciencia, pero Sagramor, al igual que otros grandes guerreros, hacía gala de una serenidad pavorosa en la batalla. No temo a los que alborotan en la batalla, pero me pongo en guardia cuando el enemigo se muestra tranquilo, pues así son los hombres peligrosos, y aquellos dos druidas poseían ese mismo frío aplomo. Se parecían mucho entre sí y supuse que eran hermanos.

—Somos gemelos —dijo Dinas adivinándome el pensamiento.

—Como Amhar y Loholt —añadió Lavaine, y señaló hacia los hijos de Arturo, que aún no habían envainado las espadas—. Pero nos podéis distinguir por esta cicatriz. —Señaló una marca blanca en la mejilla que se perdía en la hirsuta barba.

—Una herida recibida en el valle del Lugg —añadió Dinas. Como su hermano, tenía una voz profunda y áspera que no se correspondía con su edad.

—Vi a Tanaburs en el valle del Lugg —dije— y también recuerdo a Iorweth, pero no tengo memoria de ningún otro druida en las filas de Gorfyddyd.

—En el valle del Lugg —explicó Dinas sonriendo— estuvimos como guerreros.

—Y matamos a una buena porción de dumnonios —añadió Lavaine.

—No nos rapamos las tonsuras sino después de la batalla —dijo Dinas. Tenía una mirada fija e inquietante—. Y ahora —añadió en un susurro—, servimos al rey Lancelot.

—Hemos hecho nuestros sus juramentos —anunció Lavaine con visos de amenaza, una amenaza remota, no un reto inmediato.

—¿Cómo pueden dos druidas servir a un cristiano? —inquirí con ánimo de provocar.

—Sumando la magia antigua con la nueva, claro es —respondió Lavaine.

—Nosotros obramos magia, lord Derfel —puntualizó Dinas. Extendió la mano con la palma vacía, la cerró, giró el puño y, al abrir los dedos, vi un huevo de zorzal, que arrojó al suelo con indolencia—. Servimos al rey Lancelot por propia elección —dijo— y sus amigos son nuestros amigos.

—Y sus enemigos, nuestros enemigos —completó Lavaine.

—Y vos —dijo Loholt, el hijo de Arturo, incapaz de resistirse a intervenir en la provocación— sois enemigo de nuestro rey.

Miré a la pareja de gemelos más jóvenes, dos muchachos torpes e inmaduros que adolecían de exceso de soberbia combinado con una palpable falta de prudencia. Ambos tenían el alargado rostro huesudo de su padre, pero un velo de irritabilidad y resentimiento empañaba tan nobles rasgos.

—¿Cómo osáis decir que soy un enemigo de vuestro rey, Loholt? —le pregunté.

No supo qué contestarme y nadie acudió en su auxilio. Dinas y Lavaine no cometerían la imprudencia de empezar una pelea, por mucho que los guerreros de Lancelot todavía no se hubieran alejado, pues Culhwch y Galahad estaban conmigo y, a poca distancia de allí, al otro lado de las lentas aguas del Churn, decenas de seguidores míos. Loholt se sonrojó y permaneció en silencio.

Aparté su arma con Hywelbane y me acerqué a él.

—Déjame darte un consejo, Loholt —dije suavemente—. Harás bien en escoger a tus enemigos con más prudencia que a tus amigos. Nada tengo contra ti, ni quiero tenerlo, pero si buscas pendencia, te prometo que ni el amor que siento por tu padre ni la amistad que me une a tu madre me impedirán hundirte a Hywelbane en las tripas y enterrar tu espíritu en una montaña de estiércol. —Envainé la espada—. Y ahora, vete.

Loholt parpadeó pero le faltó coraje para retarme y se fue en busca de su caballo, seguido por su hermano Amhar. Dinas y Lavaine rieron y el primero incluso me dedicó una inclinación de cabeza.

—¡Victoria! —dijo en tono elogioso.

—Hemos sido derrotados, pero qué otra cosa podríamos esperar siendo vos un guerrero de la olla —dijo Lavaine pronunciando el título con sorna.

—Y un asesino de druidas —añadió Dinas sin rastro de ironía.

—De nuestro abuelo Tanaburs —dijo Lavaine, y entonces recordé que Galahad me había advertido en el Sendero Tenebroso de la enemistad de aquellos dos druidas.

—Todo el mundo sabe que es imprudente matar a un druida —sentenció Lavaine con su áspera voz.

—Sobre todo a nuestro abuelo —añadió Dinas—, que fue como un padre para nosotros.

—Puesto que el nuestro murió —prosiguió Lavaine.

—Cuando éramos niños.

—De una enfermedad terrible —puntualizó Lavaine.

—También era druida —dijo Dinas— y nos enseñó encantamientos. Podemos agostar cosechas.

—Hacer que las mujeres giman —dijo Lavaine.

—Agriar la leche.

—Mientras todavía está en el pecho —finalizó Lavaine, luego se dio la vuelta y de un salto montó en el caballo con agilidad sorprendente.

Su hermano se encaramó en su montura y cogió las riendas.

—Pero no sólo podemos agriar la leche —anunció Dinas mirándome con ojos siniestros desde lo alto del caballo y luego, tal como había hecho antes, me mostró la palma vacía, la cerró, le dio la vuelta y volvió a extenderla. Tenía en la mano una estrella de pergamino con cinco puntas. Sonriendo, rompió el pergamino en varios trozos y los diseminó entre la hierba—. También podemos hacer que las estrellas desaparezcan —añadió a modo de despedida, y espoleó a su caballo.

Se alejaron galopando y yo escupí. Culhwch recogió mi lanza del suelo y me la dio.

—¿Quién diablos son esos dos? —preguntó.

—Los nietos de Tanaburs. —Escupí por segunda vez para ahuyentar el mal—. Cachorros de un mal druida.

—¿Y pueden hacer desaparecer las estrellas? —preguntó con aire escéptico.

—Una estrella.

Me quedé mirando a los dos jinetes que se alejaban. Sabía que Ceinwyn estaba a salvo en la fortaleza de su hermano, pero también que tendría que matar a los gemelos silurios para librarla del peligro. La maldición de Tanaburs planeaba sobre mí con nombre propio: Dinas y Lavaine. Escupí por tercera vez y rocé la empuñadura de Hywelbane para que me diera buena suerte.

—Teníamos que haber acabado con tu hermano en Benoic —dijo Culhwch a Galahad con un gruñido.

—Que Dios me perdone —respondió Galahad—, pero tienes razón.

Dos días más tarde llegó Cuneglas y aquella misma noche se celebró el consejo de guerra. Tras el consejo, bajo la luna menguante y a la luz de las antorchas, comprometimos nuestras espadas en la guerra contra los sajones. Los guerreros de Mitra bañamos los aceros en sangre de toro pero no votamos para admitir nuevos iniciados. No hubo necesidad, pues Lancelot, con el bautismo, había evitado a tiempo la humillación del rechazo, aunque nadie supo explicarme el misterio de que un cristiano contara con dos druidas a su servicio.

Merlín apareció aquel mismo día y presidió los ritos paganos. Iorweth de Powys le ayudó, pero no vimos ni rastro de Dinas o Lavaine. Entonamos el canto de guerra de Beli Mawr, untamos las espadas en sangre, hicimos votos de no dejar un sajón con vida y, al día siguiente, nos pusimos en camino.

5

Había en Lloegyr dos importantes cabecillas sajones. Los sais tenían, igual que nosotros, caudillos, reyezuelos y, por descontado, tribus; algunos no se consideraban sajones siquiera sino que decían ser anglos o jutos, aunque nosotros a todos llamábamos sajones y sabíamos que entre ellos sólo destacaban dos reyes, los cabecillas Aelle y Cerdic, que se profesaban un odio recíproco.

En aquel entonces, Aelle era sin duda el más famoso. Hacíase llamar
Bretwalda,
que en su lengua significaba «jefe de Britania», y su territorio ocupaba desde el sur del Támesis hasta la frontera de la lejana Elmet. Cerdic, su rival, dominaba la costa sur de Britania, cuyas únicas fronteras lindaban con las tierras de Aelle y con Dumnonia. De los dos reyes, Aelle era el de más edad, el que mayor territorio poseía y el que contaba con guerreros más poderosos, por lo cual era también nuestro principal enemigo; creíamos que si vencíamos a Aelle, Cerdic caería tras él forzosamente.

El príncipe Meurig de Gwent, envuelto en su toga y con una ridícula corona de laurel forjada en bronce colocada sobre el ralo pelo castaño claro, expuso una estrategia diferente durante el consejo de guerra. Con su habitual retraimiento y su falsa humildad, propuso que nos aliáramos con Cerdic.

—Que luche por nosotros —dijo Meurig—. Que ataque a Aelle por el sur al tiempo que nosotros caemos sobre ellos por el norte. Aún sabiendo que no soy estratega —hizo una pausa y sonrió bobaliconamente como dando tiempo para que contradijéramos sus palabras, pero todos nos mordimos la lengua—, considero evidente, hasta para las más estrechas inteligencias, sin duda, que más vale luchar contra un enemigo que contra dos.

—Pero tenemos dos enemigos —replicó Arturo en tono tajante.

—Cierto; yo mismo me he erigido en portavoz de tal opinión, lord Arturo. Sin embargo, mi propuesta, si alcanzáis a comprenderla, consiste en convertir a uno de esos enemigos en amigo. —Juntó las manos y parpadeó mirando a Arturo—. En aliado —añadió, por si Arturo no hubiera comprendido aún.

—Cerdic no tiene honor —gruñó Sagramor con su espantoso acento—. Romperá su juramento tan fácilmente como una urraca rompe un huevo de gorrión. No quiero la paz con él.

—No lo comprendéis —dijo Meurig.

—No quiero la paz con él —interrumpió Sagramor al príncipe pronunciando las palabras muy despacio, como si se dirigiera a un niño. Meurig se sonrojó y calló. El alto guerrero númida infundía un pánico de muerte al Edling de Gwent, y no era de extrañar puesto que la fama de Sagramor inspiraba tanto pavor como su aspecto. El señor de Las Piedras era alto, muy delgado y rápido como el látigo. Tenía el cabello y el rostro negros como la pez y en su cara alargada, marcada por toda una vida en la guerra, una perpetua expresión hosca ocultaba un carácter no exento de sentido del humor e incluso de generosidad. Sagramor, a pesar de su imperfecto dominio de nuestra lengua, sabía mantener embelesado a todo un campamento durante horas con sus relatos de tierras remotas, pero la mayoría de los hombres sólo lo conocían como el más feroz de los guerreros de Arturo; el implacable Sagramor, el azote de los campos de batalla, huraño por lo demás, mientras que los sajones lo tenían por demonio negro enviado del otro mundo. Yo lo conocía bien, pues no sólo había sido el responsable de mi iniciación en el servicio de Mitra sino que había luchado a mi lado en la larga jornada del valle del Lugg.

—Se ha echado una sajona de buen tamaño —me cuchicheó Culhwch al oído durante el consejo—, alta como un árbol y con más pelo que una bala de paja. No me extraña que esté tan delgado.

—Tus tres mujeres te mantienen en forma —le contesté pinchándole la rellenas costillas.

—Las escojo por su arte en la cocina, Derfel, no por su belleza.

—¿Algo que añadir, lord Culhwch? —preguntó Arturo.

—¡Nada, primo mío! —respondió éste risueñamente.

—Entonces, prosigamos —resumió Arturo. Preguntó a Sagramor qué posibilidades había de que los hombres de Cerdic defendieran la causa de Aelle, y el numidio, que había defendido la frontera sajona todo el invierno, se encogió de hombros y manifestó que cualquier cosa podía esperarse de Cerdic. Añadió que, al parecer, ambos jefes se habían reunido y habían intercambiado presentes, pero nadie había informado de una alianza efectiva entre ellos. Lo más probable, según Sagramor, era que Cerdic se contentara con dejar que Aelle debilitara sus fuerzas luchando contra el ejército de Dumnonia, en tanto él atacaba las costas para apoderarse de Durnovaria.

—Si estuviéramos en paz con Cerdic... —insistió Meurig de nuevo.

—No lo estaremos —lo cortó secamente el rey Cuneglas, y Meurig, superado en rango por el único rey presente, hubo de guardar silencio otra vez.

—Queda un detalle aún —dijo Sagramor en tono de advertencia—. Ahora los sais cuentan con perros. Perros grandes.

Abrió las manos para ilustrar la gran talla de los canes sajones de guerra. Todos habíamos oído hablar de tales fieras y las temíamos. Decían que los sajones los soltaban segundos antes de que las barreras de escudos entrechocaran, y que eran capaces de abrir enormes brechas en la defensa de los contrarios por las que los lanceros enemigos se colaban en tropel.

—Yo me encargaré de los perros —dijo Merlín. Fue su única contribución al consejo, pero el firme aplomo de tal declaración alivió los temores de algunos hombres. La inesperada presencia de Merlín en el ejército era ya contribución suficiente, pues poseía la olla mágica, hecho que lo hacía mucho más poderoso y temible que nunca, incluso a ojos de los cristianos. La mayoría no comprendía la trascendencia de la olla pero a todos satisfizo que el druida manifestara su intención de acompañar al ejército. Con Arturo a la cabeza y Merlín a nuestro lado, ¿cómo podríamos perder?

Arturo dio las órdenes. Dijo que el rey Lancelot, con los lanceros de Siluria y un destacamento de dumnonios, guardaría la frontera sur con Cerdic. Los demás nos reuniríamos en Caer Ambra y marcharíamos hacia el este por el valle del Támesis. Lancelot se mostró exageradamente reacio a ser apartado del ejército principal que habría de enfrentarse con Aelle, pero Culhwch, tras oír las disposiciones, hizo un gesto de admiración.

—Una vez más se libra de la batalla, Derfel —me susurró.

—No, si Cerdic lo ataca —repliqué.

Culhwch miró de reojo a Lancelot, que estaba entre los gemelos Dinas y Lavaine.

—Y continúa cerca de su protectora, ¿verdad? —añadió Culwhch—. No le conviene alejarse de Ginebra, no fuera a ser que tuviera que defenderse solo ante el mundo.

No me importó, al contrario, me alivió que Lancelot y sus hombres no formaran parte del ejército principal; bastante tenía con enfrentarme con los sajones como para tener que preocuparme además por los nietos de Tanaburs o por posibles cuchilladas silurias por la espalda.

Así pues, emprendimos la marcha. Formábamos un ejercito desigual con contingentes de tres reinos britanos, y nuestros más lejanos aliados aún no habían llegado. Nos habían prometido hombres de Elmet e incluso de Kernow, pero nos seguirían por la calzada romana que discurría hacia el sureste desde Corinium y luego a levante hacia Londres.

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