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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (22 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Ese nombre no me dice nada. —Natashya sabía que Chernovsky esperaba una respuesta.

—¿Quizás al catedrático sí?

—Ya le preguntaré. —También sabía que era la forma de comprobar si seguían viajando juntos.

—Este Kartsev solía trabajar para un hombre llamado… —Se oyó ruido de papeles-Gallardo, Patrizio Gallardo.

—Tampoco me suena.

—Pues es un nombre con historia —aseguró Chernovsky inspirando profundamente.

El hombre que vigilaba a Lourds y a los demás se metió el móvil en el bolsillo y encendió un cigarrillo. Natashya notó que se reducía la tensión en su estómago. Quienquiera al que estuviera esperando todavía no había llegado.

Siguió observándolo mientras hablaba con Chernovsky.

—Ya sé que quieres tenerme esperando tanto como puedas.

Si yo estuviera en tu lugar también lo haría. El problema es que estamos al descubierto y creo que los hombres que nos persiguen se están acercando. Así que quizá deberías decirme lo que sabes.

Chernovsky dudó. Natashya sospechaba que incluso podían estar escuchando la llamada.

—Patrizio Gallardo es un tipo muy malo. Es un ladrón y un asesino. No se puede confiar en él.

—¿Trabaja por su cuenta o para alguien?

—Ambas cosas. Trabaja a destajo y está especializado en adquisiciones ilegales de antigüedades.

—¿Para quién trabaja?

—Todavía no he descubierto que deba lealtad a nadie, pero seguiré investigando.

—Hazlo, por favor. Te llamaré en cuanto pueda.

—¿Desde dónde debo esperar tu llamada la próxima vez?

—Ya te lo haré saber. Vamos a viajar mucho. Gracias, Ivan.

—Cuídate, Natashya. Espero verte pronto de vuelta.

Guardó el móvil y cruzó la calle. Había llegado el momento de hacer algo con el mirón.

Patrizio Gallardo merodeó por el puerto mientras cerraba el móvil y se lo metía en el bolsillo. Apretó el paso cuando vio el carguero
Carolina Moon
anclado a unos trescientos metros.

Según su informante, Lourds y su grupo estarían cerca.

Lo acompañaban cuatro de sus hombres, todos con armas bajo los abrigos.

Un coche de Policía entró en la calle por detrás de él. En los asientos delanteros iban dos policías uniformados; en el de atrás, otro de paisano.

Su radar personal entró en acción. De forma instintiva torció hacia una bocacalle. Habían dejado un buen lío en Moscú y pensó en si le estarían siguiendo por eso.

Se oyeron unos frenos y un motor cambiando de marcha.

—El coche de Policía viene detrás de nosotros —dijo uno de los hombres.

—Desperdigaos y cubridme si me paran. —Siguió caminando, pero prestó mucha atención cuando las ruedas del coche que se aproximaba hicieron rechinar la gravilla.

Una voz lo llamó en ruso, pero no hizo caso. Muchos de los marineros que iban a ese puerto no lo hablaban.

—Señor —dijo una voz en inglés.

Continuó sin detenerse. Algunos marineros tampoco hablaban inglés.

Las puertas del coche se abrieron y oyó pasos a su espalda.

Calmadamente, metió la mano por la abertura del bolsillo de su abrigo y apretó la pistola de nueve milímetros que llevaba en una cartuchera en la cadera. Si la policía lo andaba buscando, no era para hacerle unas preguntas.

Notó una mano en el hombro.

—Señor —dijo el policía.

Se detuvo bruscamente y se dio la vuelta. Aquel movimiento pilló desprevenido al policía. Le colocó la pistola en el estómago antes de que pudiera darse cuenta. Poniéndole la mano izquierda por detrás de la cabeza para poder utilizarlo como escudo, disparó tres veces rápidamente. Podría haber disparado más, pero el arma se encasquilló bajó los pliegues del abrigo.

Los secos estallidos se oyeron en todo el callejón.

El policía se tambaleó y cayó contra él con la cara blanca por el
shock
.

Los otros dos policías intentaron salir del coche con las pistolas desenfundadas, pero DiBenedetto se colocó detrás del inspector, como por casualidad, le puso un arma en la cabeza y le voló los sesos.

Al darse cuenta del peligro que corría, el conductor intentó dar la vuelta, pero DiBenedetto le disparó dos veces en la cara y lo tiró al suelo.

Cuando Gallardo apartó al policía muerto, el cadáver cayó como un fardo. El rectángulo de plástico que llevaba en la muñeca izquierda le llamó la atención y se inclinó para verlo mejor.

En aquel rectángulo había una fotografía de él. Era el mismo tipo de estratagema que habían utilizado para localizar al catedrático.

—Patrizio —lo llamó DiBenedetto. Levantó el brazo del inspector de paisano. Estaba cubierto de sangre en su mayor parte, pero el rectángulo era visible.

Sabían quién era.

Darse cuenta de forma tan fría le revolvió el estómago. No sabía quién le había identificado. Había sido cuidadoso toda su vida, pero en alguna ocasión la Policía lo había encarcelado una temporada.

Dejó caer el brazo. Abrió el abrigo y sacó la pistola. Con gran rapidez quitó el cargador y reemplazó las balas usadas.

—Tenemos que irnos —dijo DiBenedetto—. Los disparos atraerán a más policía, y te están buscando.

Gallardo asintió y soltó aire.

—Ya, pero antes vamos a ver si encontramos al catedrático.

—¿Dónde está Natashya? —preguntó Leslie.

Lourds apartó la vista de los grandes barcos del puerto y miró hacia el almacén donde había estado Natashya hacía un momento.

—Ha llamado por teléfono —los informó Gary, que había estado filmando.

—Bueno, pues ahora no está allí —dijo Leslie consultando su reloj—. ¿Cuándo se supone que vamos a ver al capitán del barco?

—A las diez y media —dijo Viktor, que parecía calmado y confiado.

La preocupación caló en la mente de Lourds. Si Natashya tuviera alguna pista de quiénes eran los asesinos de su hermana, ¿se lo diría? ¿O simplemente entraría en acción y los dejaría a un lado? Estaba prácticamente convencido de que actuaría por su cuenta. Evidentemente, a Natashya no le importaba otra cosa.

—Ahí está —dijo Gary, que indicó un edificio situado al otro lado de la calle.

Lourds vio que estaba hablando con un hombre de mediana edad con aspecto andrajoso. Imaginó que sería un trabajador del puerto, pero no supo por qué podría estar perdiendo el tiempo allí si no había trabajo.

El hombre le dio un cigarrillo a Natashya, que se inclinó para encenderlo y puso las manos alrededor del mechero. Sin previo aviso le dio un golpe en el cuello y lo dejó de rodillas. Una patada en el costado lo tiró al suelo inconsciente.

—¡Joder! ¿Por qué coño lo habrá hecho? —exclamó Leslie.

Lourds corrió hacia Natashya mientras ésta empezaba a rebuscar en los bolsillos del hombre.

—¿Qué haces?

Natashya sacó un móvil del bolsillo del hombre y se lo arrojó a Lourds.

—Os ha estado vigilando.

Lo que aquello implicaba lo dejó helado. Había muchas cosas que desconocía en la vida de un fugitivo y tenía muy poco tiempo para aprender.

Miró a su alrededor. Varios peatones cruzaron la calle para evitarlos.

—Quizá podrías haber elegido un lugar más concurrido para tu emboscada —comentó Leslie.

—Estaba hablando con alguien por teléfono. —Natashya le quitó la cartera y se la metió en el abrigo. Después encontró unas fotografías en el bolsillo de la camisa, de Lourds, Leslie y Natashya.

—Sin duda os estaba buscando —dijo Viktor antes de hacer un gesto con la mano—. Venga, tenemos que irnos de aquí.

Natashya dejó al hombre inconsciente.

—¿Lo conoces? —preguntó.

Viktor negó con la cabeza y se metió por un callejón.

Antes de que Lourds pudiera moverse se oyeron disparos cerca de allí. Y al poco, sirenas de Policía a todo volumen. Para entonces, Lourds y los demás se alejaban rápidamente.

El
Winding Star
provenía de Sudamérica. Muchos barcos piratas venían de allí. Los piratas actuales enarbolan banderas de conveniencia, y lo más conveniente era que éstas fueran sudamericanas. Habría sido muy divertido saber cuántos países latinoamericanos cerrados al mar amparaban barcos por todo el mundo.

Lo único que tenía que hacer su propietario o la empresa para que se les reconociera como barco de ese país era pagar una cuota. Y, gracias a ello, gozaban de protección, privilegios y derechos internacionales. No podían ser abordados por la Policía de ninguna otra nacionalidad sin causa justificada, a riesgo de provocar un conflicto internacional.

Viktor les presentó rápidamente al primer oficial, un hombre chupado de cara llamado Yakov Oistrakh. Tenía unos cuarenta años y cicatrices que demostraban la cantidad de tiempo que llevaba en el mar.

—Bienvenidos a bordo —los saludó mientras hacía desaparecer en su abrigo el grueso sobre que le había entregado Viktor.

—Es posible que haya algún problema —le advirtió Lourds.

—¿Se refiere a los disparos? —preguntó Oistrakh levantando una ceja.

—Nos persiguen unos hombres.

—Pues claro. Por eso vienen con nosotros, ¿no?

—Así es —intervino Natashya, que le dio un empujón a Lourds para que siguiera andando.

—No tema, señor Lourds. Tenemos derecho a defender nuestro barco y a las personas que haya en él. Una vez en nuestra cubierta, de hecho están en otro país. Necesitarían documentación apropiada para llevárselos. Y al capitán y a mí nos han dicho que esa gente no tiene esos papeles.

—Así es —repitió Natashya.

Lourds se agarró a las cuerdas que había a ambos lados y subió la empinada plataforma mirando hacia atrás varias veces.

Un poco más allá, varios coches de la Policía llegaban a un callejón situado entre varios almacenes. Aquel suceso había atraído a un numeroso grupo de curiosos.

Al poco, resollando por la larga e inclinada subida, Lourds se dirigió a popa y miró hacia el muelle. La radio que llevaba uno de los miembros de la tripulación emitía sonidos a pocos pasos de él. Unas voces hablaban a toda velocidad en ruso y pudo oír lo suficiente de la conversación como para darse cuenta de que había captado la frecuencia de la Policía.

—¿Sabe lo que está pasando? —le preguntó en ruso.

El marinero, fornido y canoso, se encogió de hombros.

—Han disparado a unos policías.

—Señor Lourds, si no le importa, creo que sus amigos y usted estarían mejor en la bodega. Aquí están demasiado al descubierto —sugirió Oistrakh.

—Tiene razón —intervino Natashya—. Si Gallardo quisiera, con un francotirador en un tejado podría acabar con tu búsqueda de la campana.

—¿Quién es Gallardo? —preguntó Leslie.

—El hombre que nos viene persiguiendo desde Moscú.

—¿Cómo…?

Oistrakh los obligó a que siguieran adelante como si fueran niños.

—Nada de hablar, pueden hacerlo abajo —les conminó.

Lourds obedeció a regañadientes.

Gallardo se movió casi a la carrera, con DiBenedetto a su lado. El resto de los hombres los seguían de cerca. Maldijo las circunstancias que le habían conducido a esa situación. Lo habían descubierto. La Policía sabía quién era.

Por suerte, había hecho negocios con comerciantes del mercado negro que actuaban en Odessa. Había más de un sitio en el que podía esconderse. Iba hacia uno de ellos.

El bar era uno de los pocos que atendía las necesidades de los marineros. Había anuncios de neón en las ventanas.

Gallardo subió el corto tramo de escaleras, atravesó la puerta y entró en un lugar lleno de humo. Había unos pocos clientes en la barra, y reservados. Había varios televisores sobre la barra y colgados en los rincones que emitían canales deportivos.

Mijaíl Ritchter estaba en su lugar acostumbrado. Era gordo, llevaba la cabeza afeitada y lucía una espesa barba. Sujetaba un hediondo puro entre los dientes y llevaba un delantal en la cintura. Dos hermosas mujeres atendían la barra bajo su atento ojo.

—¡Hola, Patrizio! ¿Cómo estás?

—Ocupado. No tengo tiempo para hablar. Necesito utilizar la puerta trasera.

Mijaíl hizo un gesto con la cabeza hacia uno de los hombres que había junto a la puerta. El hombre se levantó y salió.

—Un momento —dijo Mijaíl—. Si no viene nadie, te dejaré ir.

«Si no me persigue nadie no necesito que me hagas desaparecer», pensó mientras dejaba escapar un enfadado suspiro. Pero se acercó a la barra y aceptó el vaso de cerveza que le ofreció una de las mujeres siguiendo instrucciones de Mijaíl.

El hombre que Mijaíl había enviado fuera apareció de nuevo. Le lanzó una mirada y meneó la cabeza.

—Tienes suerte, Patrizio. Ven —le pidió haciéndole un gesto para que le siguiera detrás de la barra.

Gallardo y sus hombres entraron en el almacén y bajaron unas escaleras hasta la bodega. Mijaíl encendió una bombilla desnuda que colgaba del techo. Una pálida luz amarilla inundó el lugar.

Apartó unos barriles de cerveza que había al otro lado de la habitación. Empujó una sección de la pared y una losa del suelo se deslizó para dejar ver unos escalones tallados en la piedra, que bajaban en espiral.

La mayoría de los cimientos en Odessa eran de piedra caliza, por lo que eran muy fáciles de excavar. Aprovechando la circunstancia, mucha gente había excavado la roca en edificios y hogares. Más tarde, cuando fue necesario y el contrabando se convirtió en el trabajo mejor pagado, se hicieron túneles para conectar esas galerías y crear catacumbas en las que almacenar y esconder mercancías.

—Tomad —dijo Mijaíl, que cogió una linterna de un armario.

Gallardo acercó el encendedor a la mecha y la tapó con el cristal a prueba de viento. Cuando la llama ardió, bajó hacia las entrañas de la tierra.

Lourds y sus compañeros se habían zafado de él por el momento, pero seguía disponiendo de medios para localizarlos. Sin embargo, pasaría mucho tiempo antes de que volviera a hacer negocios en Rusia.

Por suerte, Lourds no permanecería allí, eso habría sido un problema.

Puerto de Venecia

Venecia, Italia

28 de agosto de 2009

Lourds iba sentado en la barca que los transportaba desde el
Winding Star
y observó la ciudad. El hedor del agua casi estancada rompía en cierta manera el encanto, pero para él no había nada más imponente que Venecia. La luz de las últimas horas de la mañana se reflejaban púrpura y oro hacia el este, mientras los turistas abarrotaran las calles y los canales.

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