—¡Levanta las manos! —gritó Natashya.
Las subió automáticamente y después pensó en cómo iba a salvarla si ni siquiera sabía si podría salvarse a sí mismo. Mantuvo la luz de la linterna enfocada hacia ella.
Sintió una sacudida en las manos, que se separaron cuando se partió la cadena que unía las esposas. El sonido de un disparo de rifle rebotó en la cueva.
—¡Ve! ¡Sálvala! —le apremió Natashya.
Lourds se zambulló y nadó contra la tromba de agua. Le resultaba muy difícil mantener la luz sobre Leslie y esperó que ella la utilizara como un faro para encontrarlo.
Gallardo se movió con rapidez en las sombras. Había conseguido localizar a la mujer rusa cuando ésta había disparado al guardia que intentaba atrapar a Lourds. Vadeando con el agua hasta el pecho y la pistola en la mano hacia la roca en la que la había divisado, luchaba contra la corriente e iba avanzando.
Se acercó a ella por detrás. La otra cueva tenía bombillas colgadas y utilizó aquella luz para ubicar su contorno en la pared de roca. Le apuntó a la nuca.
Entonces, cuando el amortiguado
flash
iluminó sus facciones, se dio cuenta de que no estaba de espaldas, sino mirándolo de frente.
Un dolor indescriptible inundó su pecho y su corazón. Intentó apretar el gatillo, pero le habían abandonado las fuerzas. Sus brazos cayeron hacia los lados, al tiempo que se tambaleaba.
Su corazón dejó de latir y sintió un silencio de muerte en el interior del pecho.
La mujer estaba a su lado con la cara endurecida como una piedra.
—Mataste a mi hermana, cabrón —gruñó.
Después volvió a ver otro
flash
, notó que la cabeza daba un tirón hacia atrás y luego no vio ni sintió nada.
Lourds encontró a Leslie en las enfurecidas aguas y la agarró por las esposas, tal como había hecho el guardia suizo con él.
—¡Agárrate! —farfulló a través del agua. Casi no lograba apoyar los pies en el suelo, pero siguió tirando de ella y nadandocuando era necesario.
Lentamente, con el corazón latiéndole a toda velocidad y la respiración entrecortada, notó que avanzaban en un río que no dejaba de crecer. O bien la presión se había estabilizado, o bien aquella cueva, mayor, tardaba más en llenarse.
No le cabía duda de que la biblioteca se habría inundado.
Intentó no pensar en ello y se concentró en la luz que se veía en la entrada de la siguiente cueva. El agua había llegado allí también, pero todavía quedaba algún vehículo abandonado por los obreros.
Cuando volvió a pisar tierra, le quemaban la garganta, la nariz y los pulmones. Tomó impulso y arrastró a Leslie. Tocar fondo era una gran ayuda y siguieron avanzando con el agua hasta la cintura.
Pensó que, después de todo, a lo mejor conseguían salir con vida.
De pronto, como un muerto viviente de las antiguas películas de miedo que tanto le gustaban de niño, Murani salió del agua delante de él. Tenía sangre en el hombro izquierdo, pero sostenía la pistola con la mano derecha.
—¡Alto! —le ordenó.
Lourds esperaba que Natashya le disparara, pero no se produjo ningún disparo. Murani dirigió el arma hacia Leslie y pensó que iba a matarla y a cogerlo prisionero después.
Se oyó una detonación desde algún lugar detrás de la pared con las imágenes talladas que estaba a su espalda. Saltó hacia delante, cogió la mano de Murani y lo empujó con el hombro hacia la roca con un movimiento que no era legal en el fútbol, pero que había empleado en alguna ocasión cuando el juego se endurecía. Murani intentó golpearle con la rodilla, pero Lourds se apartó y recibió el golpe en la parte interior del muslo.
El Libro del Conocimiento cayó de algún lugar entre la ropa del cardenal, chapoteó en el agua y empezó a hundirse.
Antes de poder pensarlo, soltó la mano de Murani y estiró el brazo en dirección al libro. Consiguió atraparlo antes de que desapareciera.
—¡No! ¡Cuidado, Thomas! —gritó Leslie, que corría hacia ellos sin avanzar apenas en el agua.
De medio lado, Lourds vio la pistola que le apuntaba a la cabeza y la cara de rabia de Murani por encima de ella. Era imposible que el cardenal fallara a esa distancia.
Con un movimiento instintivo levantó el libro para protegerse. El fogonazo iluminó la cueva un momento y sintió el impacto. Creyó que la bala atravesaría las páginas y le alcanzaría.
Pero no fue así.
Sujetando el libro con la mano izquierda, lanzó la derecha en dirección al cardenal. Este, en vez de luchar, se dejó caer sin fuerzas en el agua. Tenía un agujero de bala entre los ojos.
Sin acabar de creer lo que había sucedido, observó cómo se alejaba flotando. Cuando le dio la vuelta al libro, no vio ni un arañazo.
—¿Has visto eso? La bala ha rebotado —dijo Leslie cuando llegó a su lado—. Tenemos que salir de aquí —le apremió tirando de él—. Venga.
Lourds pasó la mano por el libro. No había ninguna mancha ni marca de la bala, pero sabía que había impactado en él.
Natashya se unió a ellos. Tenía sangre en la cara, pero no era suya.
—Gallardo ha muerto, la muerte de mi hermana ha sido vengada.
Lourds asintió, pero seguía pensando en el libro. Si la bala no lo había dañado, ¿sería también impermeable? Lo abrió y vio que las páginas estaban mojadas, pero no habían sufrido ningún daño. Los símbolos flotaban y empezó a traducirlos automáticamente.
—¡No! —exclamó Leslie cerrándolo—. Este no. Puedes leer un millón de libros, un billón si quieres, pero éste no.
Lentamente y a regañadientes, aceptó. Fueron juntos hasta la siguiente cueva conforme iba aumentando el nivel del agua.
Excavaciones de la Atlántida
Cádiz, España
16 de septiembre de 2009
L
ourds sudaba debido a la humedad que provenía del océano Atlántico. Frente a él continuaban los trabajos para rescatar lo que pudiera salvarse de la civilización atlante.
Las autoridades españolas que habían acudido a la excavación acababan de soltarle. Durante los dos últimos días había compartido celda con varios de los criminales más peligrosos de Cádiz. Creía que había sido una mera táctica de intimidación, pero aun así había conseguido llevarse bien con sus compañeros de infortunio.
Por muy catedrático de Harvard que fuera, había pasado gran parte de su vida en compañía de gente como ésa en sus viajes por todo el mundo. Alrededor de cualquier objeto que se descubriera y pudiera proporcionar algún tipo de beneficio, siempre había delincuentes. Una vez aceptada esa situación, había decidido aprender su lengua, que casi siempre era una variante de la vernácula. Los maleantes con los que había compartido su último alojamiento no estaban precisamente en la lista de las personas a las que les enviaría una postal navideña, pero les había apenado que lo pusieran en libertad. Cuando la Policía española no estaba interrogándole, compartía anécdotas con el resto de los prisioneros. Se había convertido en una especie de celebridad, ya que la CNN no dejaba de emitir imágenes suyas.
El Departamento de Estado norteamericano no había salido en su defensa con demasiada contundencia porque no sabía exactamente qué es lo que había hecho. Había varias agencias internacionales esperando poder hablar con su pequeña banda. En especial con Natashya.
Al final, el papa Inocencio XIV había intercedido y había solicitado clemencia, alegando su trabajo en favor de la Iglesia. Todos ellos habían sido puestos en libertad.
Gary se recuperaba en el hospital. Natashya había ido a hacer unas llamadas telefónicas. A pesar del rastro de muertes que había dejado detrás de ella, no había pruebas que la relacionaran. Había conseguido limpiar sus «indiscreciones» en su país, aunque, al parecer, lo peor había sido no rellenar el adecuado papeleo para tomarse unas vacaciones. Leslie disfrutaba de una estupenda relación con el estudio de televisión que la había contratado, porque tenía muchas exclusivas relacionadas con la historia de la Atlántida que la CNN no había conseguido todavía.
Ella también había salido relativamente ilesa.
Algunos periodistas lo reconocieron y le suplicaron una entrevista, pero los rechazó a todos. Pensó que aquello alegraría a Leslie y que estaba en deuda con ella.
Su presencia no tardó mucho tiempo en llegar a oídos del padre Sebastian. El anciano sacerdote había ido al hospital, le habían curado el hombro y había vuelto a hacerse cargo de la excavación.
—Profesor Lourds —lo saludó acercándose a él. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo y parecía pálido, pero fuerte a pesar de todo.
Lourds devolvió el saludo.
—Confío en que el Papa haya recibido su paquete.
Sebastian asintió.
—Se alegró mucho. Lo ha puesto a buen recaudo, ya no dará más problemas.
La noche que habían salido de las cuevas, Lourds se enteró de que el padre Sebastian había sobrevivido al disparo. Antes de que el equipo médico se lo llevara volando había tenido tiempo de entregarle el Libro de Conocimiento. No tenía la suficiente confianza en sí mismo como para quedárselo.
Sabía que no podría resistirse a leerlo, fuera cual fuese el precio.
El padre Sebastian hizo un gesto a los guardias de seguridad que contenían a la multitud de curiosos, lo dejaron entrar y lo cogió por el brazo.
—Me he enterado de que le han puesto en libertad hace poco —dijo mientras caminaban hacia el cochecito de golf con el que había ido a buscarlo.
—Hace nada —admitió tocándose la ropa—. Debería de haber buscado un hotel en el que cambiarme, lo siento. Todavía huelo a cárcel.
—Pero ha venido aquí, al único lugar al que quería ir, ¿no es así? —preguntó sonriendo.
—Sí —dijo, y tomó asiento. El sacerdote lo condujo hacia la cueva—. Sigo pensando en la biblioteca que hay ahí abajo. Si el Libro de Conocimiento sobrevivió a la bala y al agua…
—¡Ah!, pero ese libro es muy especial. No puede esperarse lo mismo de los demás.
—Tengo esperanzas. Quizá la técnica empleada en la fabricación del papel y de la tinta era diferente a la nuestra. Quizás hayan sobrevivido. Soy un buen buceador, me he sumergido en algunas cuevas.
Sebastian negó con la cabeza.
—Entonces no se ha enterado de las malas noticias.
—¿Cuáles?
—Ha sido hoy por la mañana.
Lourds esperó sintiendo una gran tensión en el estómago.
—Hemos perdido la sección de las cuevas en la que estaba la biblioteca y el lugar donde estaba escondido el Libro de Conocimiento.
—¿Cómo?
—No lo sé. Lo único que sé es que allí ya no queda nada. Puede que se lo llevara el mar, que lo arrancara de la tierra y se lo llevara. Lo único que queda es un gran agujero que ha permitido que el océano Atlántico inunde la mayor parte del sistema de cuevas.
Había desaparecido.
—Puede que logremos salvar parte de las paredes, la zona de la cripta y alguna otra cosa, pero ahora que la Iglesia tiene lo que quería…
—El Papa no quiere seguir vaciando sus arcas.
—Sería una locura —dijo Sebastian con un suspiro—. A pesar de todo me han permitido limpiar alguna cosa antes de irme. Sin duda atraerá a otras personas y otros podrán continuar lo que empezamos, ¿no le parece?
—Eso también impedirá que los medios de comunicación se enteren de qué era lo que había venido a buscar.
—A menos que se lo diga alguien.
—No lo haré —aseguró asintiendo con la cabeza—. De todas formas, nadie me creería.
—¿Y qué me dice de la joven periodista?
—Lo único que dirá Leslie es que seguimos unas pistas que nos llevaron a una biblioteca que ha quedado sepultada en las cuevas.
—¿No dirá nada del Libro de Conocimiento?
—No, sigue aferrada al mito de la Atlántida. Me ha asegurado que cotiza más en los índices de audiencia. Además, ¿admitiría el Vaticano su existencia por mucho que lo asegurara?
Sebastian sonrió.
—Se sorprendería de la cantidad de cosas que no existen, oficialmente.
—No creo que me sorprendiera, sobre todo después de lo que he visto.
El anciano sacerdote detuvo el vehículo en la entrada de la cueva.
—Aún podemos encontrar alguna sorpresa antes de irnos. Si quiere, puede unirse a nuestra investigación.
—Lo haré. No hay otro lugar en el que desee estar que no sea buscando conocimiento.
—Puede que encontremos algún libro que saliera flotando de la biblioteca —dijo Sebastian rebuscando en un bolsillo—. Creo que no soy el único que no se ha sorprendido de que viniera aquí. He recibido mensajes de sus dos compañeras —dijo entregándole dos hojas de papel—. Parece que quieren cenar con usted, las dos.
—¡Ah! —exclamó sonriendo, a pesar de la decepción que le había causado la pérdida de la biblioteca.
—Imagino que ninguna está interesada en cenar a la vez con usted.
—Posiblemente no.
—Supongo que tiene un problema de agenda.
—No, tengo buen apetito —dijo sonriendo al anciano sacerdote—. Después de dos días en la cárcel, esta noche puedo cenar dos veces.
—Si come con prudencia y se controla. Aunque, por supuesto, si descubren que va a cenar dos veces…, bueno, podría ser peligroso.
Lourds se metió los papeles en el bolsillo sintiéndose algo mejor.
—Ése es el tipo de peligro que me gusta, padre. Y no creo que ninguna de esas mujeres esté buscando un compañero de cena permanente.
—¿Qué hará después?
—La biblioteca de Alejandría sigue desaparecida. Todavía no he perdido la esperanza de encontrar alguno de sus libros. Hay un montón de fragmentos perdidos de la historia, y en los relatos y lenguas que hemos seguido durante miles de años. Seguiré hurgando en esos rincones y grietas cada vez que pueda, con la esperanza de encontrar algo algún día. Ésa es mi verdadera pasión.
Siempre lo sería.
G
racias a Robert Gootlieb de Trident Media Group, LLC y a todos los maravillosos agentes que trabajan con él en Trident Media Group. Gracias también a todos los libreros que me ayudaron a encontrar material poco conocido sobre antiguas reliquias; a los agentes de viajes que comprobaron que el tránsito era posible en las esquinas más lejanas del mundo; y a mis amigos en el orden público que me sacaron al campo de tiro y me enseñaron las armas que describo en este libro. Me gustaría también dar las gracias a mi editor Bob Gleason y a Linda Quinton de Tor, por su gran aportación y ayuda en este libro.