Se levantó y se puso en movimiento. Se recordó que tenía que utilizar su visión periférica y no mirar a los guardias suizos directamente. Demasiados escondites se habían descubierto por el reflejo de un ojo. Apareció al otro lado de la excavadora y apuntó con la pistola que llevaba en la mano izquierda el tiempo suficiente como para hacer tres disparos.
Al menos uno de ellos impactó en la cabeza de uno de los guardias y lo derribó. Los otros dos se escondieron. Manteniéndose en su posición y con la nariz y la garganta ardiéndole por el humo que se acumulaba en el techo de la cueva, vio que uno de los guardias salía de su escondite y lanzaba una granada contra la caseta.
Resultó ser incendiaria y su estallido llegó hasta sus oídos. El fuego prendió en un lateral.
—¡Hay gente dentro! —gritó Gary.
Miró hacia las ventanas y vio las caras de los obreros apretadas contra el cristal.
—¡Están encerrados! —exclamó Gary.
—Lo sé.
—No podemos dejar que se abrasen. —Lo sé, deja que piense.
Pero no había tiempo para pensar, y lo sabía. Quedaban dos guardias armados…
Gary se puso al descubierto y corrió hacia la caseta. Uno de los guardias se levantó y disparó. Lo derribó, pero Natashya lo localizó en la oscuridad por el resplandor del disparo. Disparó hasta que el guardia cayó al suelo.
Oyó un ruido de suela de cuero detrás de ella. Supo que era el que quedaba y se agachó. Una bala le acertó en la cadera y la hizo caer.
El posterior estudio del resto de los botones dejó ver que todos estaban conectados a un martillo de hueso. Lourds observó cuidadosamente las estalactitas y vio que se les había dado forma. La cueva no iba haciéndose más grande, así que las estalactitas no habían cambiado en miles de años.
—Conozco algo parecido —dijo poniéndose una vez más delante de la imagen del primer hijo—. Lo vi en unas cuevas de Luray, Virginia, en las que hay lo que llaman el órgano Stalacpipe. Aunque éste está basado en uno de los instrumentos musicales más antiguos que se han encontrado, el litófono. Normalmente se construían con barras de piedra de distintos tamaños, o con madera.
—Como un xilofón —comentó Murani. Asintió.
—Exactamente, aunque el Stalacpipe se construyó con el mismo diseño y se utiliza electricidad para accionar los martillos. Lo tocan y hasta venden discos de las canciones interpretadas con él.
—Pero ¿por qué está aquí?
Lourds iluminó los símbolos que había debajo de los botones.
—Por extraño que parezca, creo que es un código de alarma. Si se acciona la secuencia correcta, quizás aparezca el Libro del Conocimiento.
—¿Y si se acciona la equivocada? —intervino Gallardo.
—¿Te refieres a si es una trampa? —preguntó Lourds, al que no se le había ocurrido aquella posibilidad, pues estaba fascinado con todo el montaje.
—Sí.
—Entonces quedaremos inundados. —Gallardo no pareció muy contento con la idea—. La cuestión es cómo evitarlo. —Lourds estudió la pared y recopiló todo lo que sabía—. Los guardianes creían que los instrumentos eran la clave para entrar en la Tierra Sumergida. Las inscripciones de las paredes de fuera dicen que la clave estaba dividida en cinco partes.
—Pensaba que ésa era simplemente la clave para acceder a la cámara oculta —dijo Murani.
—Puede que haya algo más. Volvamos a estudiarlos.
Murani envió a uno de los guardias suizos a buscar los instrumentos. Cuando los trajo, todos los observaron. El susurro del mar se oía al otro lado de la roca y producía eco en las cuevas.
De repente, el padre Sebastian se liberó de los guardias suizos por un momento y pisoteó el tambor antes de que pudieran detenerlo.
—¡No le ayudéis! —gritó tanto a Lourds como a los guardias—. ¡Quiere utilizar el Libro del Conocimiento! ¡Si lo hace volverá a atraer la cólera de Dios sobre todos nosotros!
Murani apuntó con la pistola hacia el sacerdote. No cabía duda de que iba a matarlo.
Lourds le agarró la muñeca a tiempo y le levantó el brazo. La bala rebotó en el techo.
Gallardo le dio un golpe a Lourds que hizo que cayera de rodillas. Sintió un profundo dolor en la cabeza y notó el sabor a cobre de la sangre en la boca. Intentó levantarse, pero las piernas no le sostenían.
Cuando Murani bajó la pistola, tres de los guardias suizos se pusieron delante del padre Sebastian y formaron una barrera humana.
—En este lugar no se va a cometer ningún asesinato. Estamos aquí para llevar a cabo la obra de la Sociedad de Quirino. Si encontramos el Libro del Conocimiento, lo guardaremos —manifestó uno de ellos.
Murani no dijo nada, pero Lourds se fijó en que no parecía nada contento. La Guardia Suiza parecía dividida y empezaban a formarse dos grupos, el que estaba con el padre Sebastian y el que se alineaba con el cardenal.
Lourds estaba en medio y sabía perfectamente que no era un buen lugar. Miró al tambor para ver si podía arreglarlo. El instrumento era una mezcla de fragmentos de barro y cuerdas de piel. Por suerte eran trozos grandes y pensó que a lo mejor podría pegarlos. Y lo que era aún mejor, la inscripción con las dos lenguas parecía intacta.
Entonces se dio cuenta de que en el interior de las piezas también había inscripciones, una serie de líneas con marcas dibujadas.
—¿Qué es eso? —preguntó Murani.
—A menos que me equivoque, parece una partitura —contestó Lourds fascinado—. Parece diatónica. Los antiguos griegos desarrollaron la teoría de la música. La llamaron
genera
y establecieron tres tipos primarios. El diatónico, utilizado para las escalas mayores y los modos de la iglesia, que también se llamó modo gregoriano.
—¿Pueden ser la clave a la que se refiere la inscripción?
—No lo sé, es posible que… —Antes de que pudiera acabar la frase, Murani había roto la campana.
Hubo que juntar los trozos para componer la escala, pero ahí estaba. Rápidamente, Murani rompió el címbalo, la flauta y el laúd. En el interior de cada instrumento había un trozo de partitura.
—Hay que ponerlas en orden, ¿no? Como muestra el relieve —preguntó Murani.
—Quizá.
El cardenal dispuso la partitura, volvió hacia los botones y empezó a tocar.
La cueva se inundó de música. La emoción que sintió hizo que Lourds olvidara el dolor en la cara. Leslie se puso a su lado mientras se oía el eco que provocaba la música. Le cogió la mano y la apretó con fuerza.
Durante un momento, una vez acabada la última nota, no pasó nada. Entonces se oyó el ruido de una explosión seguido por el de una ráfaga de disparos. Todo el mundo se volvió hacia las cuevas de donde provenía.
Las dos facciones de la Guardia Suiza se separaron aún más, con los fusiles levantados. Parecía como si ambos grupos temieran una traición.
Entonces, unas rocas aparecieron en el centro de la cueva e hicieron que todo el mundo volviera su atención hacia ellas. El estruendo que provocaron llenó el ambiente de ecos que retumbaron por la cueva.
Lourds vio que el suelo se volvía iridiscente en el centro. Unos dientes de piedra sutilmente tallados se retiraron para dejar ver un pozo del que provenía un brillo dorado.
Se acercó rápidamente, seguido de Leslie, que continuaba asida a su mano.
Sin embargo, Murani los adelantó y llegó primero. Apuntó hacia el pozo, primero con la linterna y después con la pistola.
Sorprendido consigo mismo, Lourds dudó un momento, al imaginar que un demonio del Antiguo Testamento o algún ser maligno le golpeaba. «No crees en esas cosas», se recordó. Pero ante todo el mal que le rodeaba y todas las cosas imposibles que había visto, pensó que podía creer cualquier cosa. Cuando llegaron al pozo apretó la mano de Leslie con más fuerza.
Cuando respiraba, Gary sentía que un fuego líquido le quemaba el costado. Por un momento, después de que le alcanzara la bala, había olvidado cómo respirar. Aquello le había asustado más que cualquier otra cosa en su vida. Por decir algo, pues se había salvado por los pelos en más de una ocasión desde que Leslie y él habían decidido unirse a Lourds y Natashya.
«¡Levántate, gilipollas! Esa gente se va a quemar viva mientras estás en el suelo».
Dolorido y con miedo a que volvieran a dispararle, ya que seguía oyendo disparos en la cueva, se puso de pie. Se sentía mareado, pero lo consiguió, cosa que le sorprendió muchísimo.
Se concentró en respirar y andar. La verdad es que era más bien como ir dando tumbos, pero a él le bastó. Sintió el calor que desprendía la caseta al acercarse a ella.
Los hombres que había en el interior habían roto las ventanas, pero éstas eran demasiado pequeñas como para poder salir. Cuando lo vieron, gritaron frustrados.
Un creciente mareo se apoderó de él y sintió que la oscuridad le iba carcomiendo alrededor, esperando para inundarlo.
Unos secos y violentos estallidos de disparos sonaron a su espalda.
«¿Estaremos ganando?», pensó. Ni siquiera él creía que pudieran ganar aquella batalla.
Cuando llegó a la caseta casi tuvo que darse la vuelta a causa del calor. Pero, en vez de eso, se obligó a ir a la puerta. Alguien había colocado una palanca para bloquear la salida. La agarró y el metal le quemó la mano, aunque logró sostenerla lo suficiente como para apartarla y lanzarla hacia un lado.
Los hombres salieron corriendo. Dos de ellos lo cogieron por debajo de los brazos y lo alejaron del fuego. Hablaban italiano y no consiguió entender casi nada de lo que decían.
En aquel momento, cuando empezaba a darse cuenta de que había sido un héroe y que le habían disparado por haber luchado, se sumergió en un oscuro vacío.
Unos escalones tallados en la pared del pozo conducían hacia la oscuridad. A pesar de que Lourds unió el rayo de luz de su linterna al de Murani, no consiguieron perforarla lo suficiente como para ver qué había en el interior.
El brillo parecía concentrarse en el fondo.
Murani apuntó a Lourds con la pistola.
—Tú primero —le ordenó.
Pensó en negarse, pero sabía que no era posible. Aunque aquélla no fue la única razón que le impulsó a bajar. La otra, la más importante, era que tenía que ver lo que había allí.
Si los atlantes, o como quisieran llamarse a sí mismos, habían dedicado tiempo y esfuerzo a esconder el Libro del Conocimiento, ¿qué otra cosa podía ocultarse en un lugar tan elaborado?
Lo más inteligente habría sido bajar una luz a aquel enorme abismo y ver qué escollos —literalmente— tenían por delante. Pero también sabía que ni Murani ni él iban a esperar a que se hiciera una cuidadosa exploración.
«Un día de éstos te va a matar la curiosidad», se reprendió a sí mismo.
En el interior hacía más frío que en la cueva. El sonido del océano borboteando contra la roca también era más alto. No pudo dejar de pensar a qué distancia por debajo del nivel del mar estaban. Debían de ser unos ochenta o noventa metros, a tres kilómetros de la entrada de las cuevas.
Los escalones eran estrechos y profundos, y casi no había espacio para bajar. No había visto ningún cuerpo de atlante, pero estaba convencido de que debían de ser bajos.
Oyó unos pasos a su espalda. Cuando se detuvo para mirar hacia atrás vio a Leslie.
—Bajar puede ser peligroso.
—Estar aquí fuera también lo es.
—Ya imagino.
—No puedo dejar que vayas solo.
Sonrió. Podía haberse quedado y los dos lo sabían. Estaba seguro de que la curiosidad la impulsaba tanto como a él.
—Esperemos que sea lo más inteligente —dijo dirigiéndose hacia la oscuridad.
Al final de las escaleras había una puerta. No estaba cerrada y se abrió hacia dentro con facilidad. El aire estaba viciado y olía a humedad, aunque también flotaban otros olores que hicieron que se le acelerara el corazón y perdiera el miedo que sentía.
—¿Lo hueles? —preguntó entusiasmado mientras avanzaba con determinación. Reconoció esos olores inmediatamente, los reconocería hasta el día de su muerte.
—¿Qué? ¿El polvo?
—Pergaminos, tinta, en grandes cantidades.
Iluminó el interior de la habitación y se asombró al ver filas y filas de libros. Estaban cuidadosamente dispuestos en estanterías en las paredes, además de otras en el suelo.
Avanzó hasta la primera y cogió uno. Estaba forrado con un material parecido a la piel, pero no era piel, al menos no ninguna que conociera. La piel no se hubiera conservado durante miles de años sin mostrar ninguna señal de envejecimiento. Aquel libro, todos ellos, parecían recién impresos.
Se lo puso sobre el antebrazo, estaba encuadernado con un intenso color azul, y lo hojeó con la mano izquierda mientras alumbraba con la derecha. Resultaba difícil hacerlo esposado. Sus tersas páginas estaban llenas de los mismos símbolos que había descifrado en los instrumentos musicales.
Volvió a alumbrar la habitación. Había cientos, quizá miles, de libros en las estanterías. Los títulos sugerían historia, biografías, ciencias y matemáticas.
—¡Dios mío! Es una biblioteca —dijo Lourds en voz baja.
—¿Eso es lo único que ves? —preguntó Leslie—. Mira esto.
Siguió la luz de su linterna mientras Murani, Gallardo y el resto entraban en la habitación.
Atraída por su belleza, Leslie estiró sus manos, aun con las esposas, para tocar la figura de ámbar que había en el extremo de una de las estanterías. Una luz destellaba de su pulida superficie e iluminaba las vetas doradas de su interior.
Aquella figura tenía casi metro y medio de altura, y representaba a un hombre sujetando una maqueta del sistema solar en la mano. Alrededor del Sol orbitaban seis planetas de distinto tamaño.
—Conocían el sistema centrado en el Sol —dijo Lourds—. Estaban adelantados miles de años. Y las proporciones parecen correctas.
Se sintió fascinado y se dedicó a observar el resto de los libros.
—¿Eso es importante? —preguntó Leslie—. Creía que todo el mundo sabía que los planetas giran alrededor del Sol.
—No. De hecho la Iglesia encarceló a Galileo por afirmarlo.
—Estás de broma.
No podía creer que no lo supiera.
—No, no estoy de broma.
—La astronomía no ha sido nunca mi fuerte —confesó.
Recorrió los pasillos y buscó títulos que pudiera leer, como un niño en una tienda de caramelos.
—¿Tienes idea del conocimiento que puede haber estado escondido aquí durante todos estos años? ¿Puedes imaginar qué pasos podrían haberse dado en el mundo si otras culturas hubieran poseído este conocimiento?