El enigma de la calle Calabria (19 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—¡Registrad con cuidado! —dijo Víctor, que se acercó a la cocina, donde la joven permanecía sentada en una silla. Llevaba unos zapatos viejos, raídos, con dos calcetines que se deshacían por momentos. Víctor la miró al rostro. Estaba pálida y tenía incisiones en el cuello y en las muñecas. Ros volvió a mirar a aquella cría, desnutrida y blanca como un cadáver. Había algo en su cara que le resultaba familiar. Todo comenzaba a encajar, no podía ser de otra manera.

—Un momento. Tú... eres Teresita, ¿verdad?

Ella asintió entre sollozos y se le abrazó.

Pensó en que el caso de las vírgenes desaparecidas confluía con el de don Gerardo.

—¿Eran cuatro? —dijo señalando con la cabeza hacia arriba, hacia la azotea.

—Sí, una mujer, Elisabeth, que era la jefa, el enano y dos hermanos.

La cría hipó y dos lágrimas rodaron por sus mejillas.

—¡Dios! —dijo el inspector Ros—. Avisad al gobernador y llevad a la cría con la portera. Hay que registrar esto a fondo. No me extrañaría que el dinero de don Gerardo estuviera por ahí.

Rápidamente se repartieron el trabajo. Aquel tipo, Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth, era un verdadero delincuente. No sólo había participado en el secuestro de don Gerardo, como demostraba su relación con el tipo de la cicatriz en la barbilla y con el Tuerto, sino que también estaba implicado en el asunto de las chicas secuestradas que tanto perturbaba a la opinión pública barcelonesa. Era lógico, por otra parte, pues era un alcahuete, un corruptor de menores acostumbrado a vender los favores de crías pobres a la gente bien. Víctor no podía creerlo. Se las veían con una auténtica mente criminal a la altura, quizá, de Eduardo de la Rubia, el tipo al que persiguiera en el caso que la prensa tituló «El caso de la Viuda Negra». Aunque éste quizá era peor, pues era dos personas en una.

Víctor pensaba que el dinero y los bonos de don Gerardo podían estar en aquella casa, así que ordenó que el registro fuera concienzudo, a fondo. Golpeó incluso las paredes con su bastón buscando compartimentos, pequeños escondrijos, y halló uno. Mientras los guardias buscaban un pico y comenzaban a golpear la pared llegó López Carrillo de la azotea.

—El muerto llevaba sus papeles. Eladio Férez, se llamaba —dijo.

—Deberías pasarte por Jefatura, a ver qué hay sobre él.

—Sí —dijo Juan de Dios.

Estaban en el pequeño salón y don Alfredo se asomó a la puerta caminando despacio, como con miedo:

—Víctor... —su voz temblaba como si fuera un niño—. Tienes que ver esto...

SEGUNDA PARTE

MÁXIMUS

Capítulo 9

Víctor entró en la cocina. Notó que don Alfredo lo seguía arrastrando los pies y que se detuvo en el pasillo, como asustado. ¿Qué había visto allí su compañero? Un guardia sostenía un saco de lona sobre la mesa. La habitación estaba mal iluminada, apenas un pequeño postigo daba a un patio interior, y junto a él se encontraba el fogón de carbón. Una vela iluminaba insuficientemente la estancia.

Víctor sintió que el urbano le señalaba el saco como con miedo, con aprensión. Lo abrió y comprobó que había ropa vieja y sucia en su interior.

Se escuchaban los golpes de los guardias que, en el dormitorio, intentaban abrir el tabique. Sonaban como latidos lentos y pesados que le oprimían el corazón.

—Al fondo, rebusque usted en el fondo —dijo el guardia.

Víctor ladeó la ropa y pudo verlos. Sintió asco, miedo quizá. Volcó el contenido del saco y tomó uno de ellos con la mano derecha. No podía creer lo que veían sus ojos.

—Es un fémur. Humano. De una mujer joven, quizá una niña -dijo.

Siguió escarbando en aquella macabra colección.

Había rótulas, varias clavículas y pequeñas costillas. Así hasta más de treinta huesos. López Carrillo estaba como petrificado, lodos pensaban en los suyos: Blázquez en su nieta, Víctor en sus hijos y López Carrillo en sus tres vástagos. A buen seguro que los guardias hacían otro tanto. Uno de ello, el más bajo, dijo:

—Están como quemados.

Víctor miró hacia otro lado, como si así la realidad se hiciera más soportable y repuso:

—Cal viva, creo.

—¡Señor! ¡Vengan! ¡Rápido! —gritó una voz desde el dormitorio.

Cuando llegaron al cuarto vieron a uno de los guardias vomitando apoyado en el pico mientras el otro les señalaba el macabro hallazgo. En la pared, justo donde les había marcado Víctor, había un escondrijo. El tabique roto y la luz de un quinqué mostraban varios frascos rellenos de sangre coagulada, así como un fajo de cartas. Había un cuerpo de niña, seco y pálido, casi azul. Apenas llevaría muerta una semana, pero era evidente que la habían sangrado. Estaba desnuda y presentaba pequeños cortes y laceraciones por todo el cuerpo. Pequeñas, pero suficientes para haberla desangrado poco a poco por el excesivo número de heridas.

Víctor sintió que se le saltaban las lágrimas. Las cartas estaban escritas en un código cifrado y todos los remitentes firmaban con iniciales. Al fondo del escondrijo hallaron un pequeño cráneo, de mujer, que aún tenía pegados fragmentos de cuero cabelludo. López Carrillo tomó otro libro, pequeño, un dietario, y comenzó a leer los nombres que allí aparecían en voz baja. Muchos de los apellidos eran de hombres conocidos, se le notó en el rostro, que palideció, demudado. Era un listado de clientes.

Se echó las manos a la cabeza y dijo:

—Hemos dado con algo gordo, muy gordo.

Víctor comenzó a hojear un libro de hechizos, antiguo, de tapas repujadas, que contenía las instrucciones para preparar algunas recetas que parecían ancestrales. Escrito a medias en catalán y castellano, detallaba cómo elaborar sustancias como «filtro de amor», «poción para la virilidad», «licor afrodisíaco» o «crecepelo infalible». Todo ello adornado con ilustraciones horripilantes de brujas, calaveras y algún que otro carnero de aspecto inquietante con estrellas de cinco puntas por aquí y por allá. Don Alfredo no sacaba nada en claro de las cartas, todas cifradas, y López Carrillo parecía abrumado por el dietario, así que Víctor decidió ponerse manos a la obra con la lista de clientes de aquella mujer que había resultado ser un auténtico monstruo. Había una lámina entre las páginas, un grabado de una dama del medievo que se guardó en la chaqueta. Antes de que pudiera echar un solo vistazo al dietario apareció Ángel Silla, el policía encargado del caso, con tres detectives de paisano. Era un tipo de unos cincuenta años, con el pelo y la barba completamente blancos. Iban delegados por el gobernador. Dijeron que se hacían cargo del caso y les requisaron todo el material. Al fin y al cabo aquél no era asunto suyo. Víctor decidió salir de allí y pasar a hablar con la víctima antes de irse.

Teresita estaba sentada junto a la portera. Habían mandado llamar a sus padres.

—Dime, hija —dijo Víctor con tono cariñoso—. ¿Cómo te trajo aquí esa mujer, Elisabeth?

La niña contestó muy resuelta:

—Yo le dije a mi madre que me iba a casa de una amiga. Ella estaba hablando con una vecina. Entonces, Elisabeth se me acercó y me dijo que me daría mucho dinero si hacía una cosa para ella. Yo la seguí, pero al final de la calle me dio miedo y le dije que no, que quería ir a mi casa. Entonces un tipo me agarró por detrás y me puso un pañuelo con algo que olía muy fuerte. Me subieron a un carruaje y me desmayé. Luego me trajeron aquí.

—¿Te...? —dijo Víctor interrumpiéndose a sí mismo, se sentía violento—. ¿Abusaron de ti?

—No, no. Sólo querían mi sangre. Al principio incluso me dieron bien de comer,

—¿Para qué la querían? ¿Sabes si la vendían para algún tuberculoso?

—No, no, era para esa mujer, para Elisabeth.

—¿Cómo?

—Sí, para mantenerse joven. —Víctor decidió no contarle que Elisabeth era, en realidad, un hombre.

—¿Para mantenerse joven?

—Sí, me pinchaba con alfileres en... ya sabe... en los pechos y...

—¿Bebía la sangre?

—No. Se la restregaba por la cara, para darse color. Entonces se miraba al espejo y se ponía muy contenta.

Víctor observó que la chica tenía una incisión en la muñeca.

—Ya. ¿Había alguna otra chica contigo?

—Sí —dijo ella—. Rosa. Cuando llegué aquí ya estaba. Un día escuché a Elisabeth que decía que necesitaba un baño, que aquello no era suficiente. A la noche siguiente se la llevaron. Nos drogaban. A veces he tenido la sensación de dormir durante días.

La alusión al baño hizo que Víctor pensara en el cuerpo que habían hallado emparedado. ¿Cómo habían podido hacer aquellas laceraciones?

—Tal vez logró escapar —dijo Teresita, que parecía haberse visto obligada a madurar de golpe.

Don Alfredo, llegado ese punto, tuvo que salir del cuarto. López Carrillo, la portera y Víctor se miraron sorprendidos al ver cómo una mente herida se defendía tras haber vivido los más horribles sucesos.

—¿Estás segura de que mandaba la mujer?

—Sí, el enano la llamaba señora condesa.

—Vaya. Y esa Rosa que estuvo contigo aquí, ¿era morena?

—No, era rubia, muy rubia.

—¿Ha pasado por aquí una chica llamada Antoñita? Morena.

—Medina, sí.

López Carrillo y Ros se miraron. Era la niña desaparecida en el tiovivo de la Ciudadela.

—¿Dónde está?—preguntó Ros temiéndose lo peor.

—Estuvo unas horas, luego se la llevaron.

Entonces se oyeron gritos en la calle. Alguien llegaba: eran los padres de Teresita, que lloraban de pena, miedo y alegría.

Don Trinitario Mompeán apuraba una copa de coñac y un habano junto a la ventana, a la fresca. Faustino, su mayordomo, llamó a la puerta.

—Están aquí.

—Que pasen.

Los tres hombres entraron. Tres copas los aguardaban sobre una bandeja de plata.

—Ahí tienen, beban. Y fumen.

Ros, López Carrillo y Blázquez tomaron asiento e hicieron lo que se les decía:

—Ustedes dirán —dijo el gobernador.

—El asunto es grave —repuso Juan de Dios—. La pista que seguía Víctor por el secuestro nos ha llevado a una banda de desgraciados.

—No le sigo -contestó don Trinitario mirando a Víctor. Este tomó la palabra:

—Mire, don Trinitario, don Gerardo Borrás tenía una querida, pero como ya sabe, no se trataba de una mujer. Era un hombre que se disfrazaba de mujer y ejercía la prostitución. Hay gente que busca cosas así, exóticas.

—Sí, una dama con manubrio —dijo don Trinitario entre risotadas.

—Se llama Paco Martínez Andreu, o Elisabeth, si lo prefiere. Un caso extraño de doble personalidad, pero una masculina y otra femenina. Creo que supo que su amante, don Gerardo, era un hombre con dinero y decidió dar un buen golpe. Bien, creo que un tipo apodado el Tuerto fue contratado para llevar a cabo una maniobra de distracción y poder realizar el secuestro de don Gerardo. Ese tipo fue reclutado por un enano y un individuo con una cicatriz en la barbilla que participó en el incidente.

Luego, el Tuerto fue asesinado, y poco a poco seguí la pista de la amante de don Gerardo, la cual resultó ser en realidad un hombre. Elisabeth, un mal bicho, prostituta, pederasta, ladrona, participó en un secuestro de otra prostituta y, sobre todo, fue madama de un prostíbulo de menores.

—El asunto de Berga.

—Exacto. Sospecho que él debía de ser quien ponía el dinero y ella llevaba el negocio. Pero no entró en prisión por ello. Hoy mismo hemos localizado a esta Elisabeth, pero ha escapado. Ha logrado saltar al edificio de al lado pese a que iba vestida de mujer. En su piso hemos hallado todo lo que usted ya sabe.

—Y el tipo de la cicatriz ha muerto, ¿no?

—En efecto. Me vi obligado a actuar. López Carrillo tiene sus datos.

Juan de Dios tomó la palabra:

—Eladio Férez. El y su hermano Licinio tienen antecedentes por traficar con obras de arte robadas. Al parecer recorrían los pueblos del Ampurdán y el Pirineo, ojeaban las iglesias y robaban objetos sagrados, que luego vendían en el extranjero.

—Ahí tienen ustedes la clave del trastorno de don Gerardo. Debieron de tenerlo cautivo en su piso, junto a imágenes sagradas, y allí lo torturaron. Por eso desarrolló esa fobia —dijo don Trinitario.

López Carrillo se atrevió a contradecir a su jefe:

—Hemos registrado su piso y no había nada de eso.

—Habrán dado salida al género. ¿Y el hermano?

—Ni idea. Mañana sale su fotografía en todos los periódicos: teníamos una en Jefatura.

—¿Y el enano?

—Despanzurrado. No tenemos ni idea de quién era.

—¿Y el mariquita ese? ¿Hay alguna fotografía?

—Ninguna. Desapareció del expediente. No tenemos imagen suya alguna, ni vestido de hombre ni de mujer. Hs lisio, muy listo.

El gobernador asintió cargándose de razón:

—Ha volado. Y el otro, el compinche que queda, Licinio, en cuanto vea su fotografía en la prensa sale por piernas. Está quemado, al menos en esta ciudad. A ése y a la puta no les veremos el pelo. A ver, lo de las crías... Informen de lo que han averiguado, ya hay tres compañeros suyos haciéndose cargo del caso.

Víctor volvió a hablar:

—Elisabeth se llevó del piso a Antoñita Medina, apenas estuvo unas horas. Nos lo ha contado Teresita. Debe de tener otro escondite.

—Mal asunto —dijo el gobernador.

—Yo la puedo cazar —dijo Ros.

—El caso está cerrado. Al menos para ustedes—sentenció don Trinitario.

—¿Cómo? —exclamaron los tres policías al unísono.

—Lo que oyen. Don Gerardo se ha reventado la cabeza; la fulana esa o lo que sea ha volado; el cómplice que queda, también; y las crías, por desgracia, están muertas. Sólo se ha salvado Teresita.

—No se da usted cuenta, don Trinitario —dijo Víctor intentando razonar con aquel reaccionario—. Paco Martínez Andreu es un criminal de primera línea, ha matado a más de diez niñas. Ya sé por qué lo hace: usa la sangre para rejuvenecer.

—Veinticuatro desapariciones que sepamos en diez años -dijo el gobernador sin mostrar ni un atisbo de humanidad. Era obvio que para él aquellas crías pobres no eran más que una cifra.

Todos permanecieron en silencio.

—¿Y?

—Que la asesina ya está identificada.

—No tenemos ninguna fotografía suya —repuso Juan de Dios—. Podría volver a actuar.

—Ese tipo no es tonto —dijo el preboste—. Sabe que ha escapado por poco y que todo el mundo está al tanto. No volverá a actuar en mi ciudad. Asunto resuelto.

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