Read El enigma de la calle Calabria Online

Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (17 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
8.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Víctor se levantó dando la entrevista por terminada. No le agradaba aquel sujeto.

El inspector Ros salió por la puerta principal del Liceo muy enfadado. De pronto, se quedó muy quieto cuando se dio de bruces con un caballero alto, de aspecto extranjero, con la chistera en la mano y que le tendía la diestra:

—¡Lewis! —exclamó Ros estrechando la mano del inglés efusivamente—. ¿Qué hace usted aquí?

Víctor se sintió invadido por una gran alegría al encontrarse con aquel amigo que tanto le ayudara en la resolución del que la prensa llamó «El caso de la Viuda Negra».

—Recuerdo haber recibido un telegrama tuyo diciéndome que estabas en Barcelona, ¿no?

—Sí, sí, pero no pensé que fuera usted a venir.

—El asunto ese del Endemoniado es suficientemente interesante.

—No sabe cuánto me alegro de verlo, estoy metido en un embrollo que, según me temo es delicado. Pero vayamos al hotel y hablemos, aquí hay demasiada gente —dijo Ros—. Además, estoy hambriento.

Una vez que Ros, don Alfredo, López Carrillo y el propio Lewis tomaron asiento en el coqueto gabinete de las habitaciones que habían tomado en el Continental, y mientras aguardaban que les sirvieran la comida, el inglés dijo:

—Vaya, vaya. ¿Y Clara?

—Bien, muy bien, y los niños, también. ¿Cuánto hace que no nos veíamos?

—Dos meses. He estado en Vladivostk. Un asesino de viejas.

—¿Lo ha cazado usted?

—Ya es historia.

—Muerto.

—Sabes, querido Víctor, que el Sello de Brandenburgo no se anda con tonterías.

—Vaya —dijo López Carrillo—. No les sigo. ¿De qué va esto? ¿El Sello de qué...?

Víctor rio, bebió un buen trago de vino, y le dijo a su amigo:

—Aquí mi buen amigo Brandon Lewis pertenece a una elitista organización de ámbito europeo llamada el Sello de Brandenburgo. Está financiada por algunas de las más acaudaladas familias del Viejo Continente y cuenta con algunos de los mejores investigadores policiales del momento. Su objetivo es investigar a los grandes asesinos, prevenir sus fechorías y eliminarlos dándoles caza sin piedad. Para ello cuentan con unos medios... diría que ilimitados.

Lewis sonrió asintiendo.

—¿Y tú...? —preguntó Juan de Dios.

—No, no —aclaró Lewis—. Su buen amigo Víctor ha rehusado obstinadamente nuestras invitaciones para ingresar en el Sello, pues debe su lealtad al cuerpo de policía para el que trabaja. A lo más que ha accedido es a mantenernos informados sobre los casos más complejos que se dan en este país y a recibir unas lecciones del profesor Berkowitz en Viena sobre inteligencia intuitiva.

—¿Cómo?

—Sí —dijo Víctor—. Una idea de Lewis y su grupo. Dicen que todas las capacidades del ser humano son mejorables y que con un buen entrenamiento podemos depurar al máximo nuestras aptitudes.

—¿Y eso te sirve para adivinar cosas? —repuso incrédulo el bueno de López Carrillo.

—No, no, pero sí para seguir a veces el camino correcto, ya sabes, para vislumbrar la buena senda, el husmillo correcto. Hay una cosa que los investigadores llaman inconsciente...

—¿Inconsistente?

—No, inconsciente. Cosas que percibimos sin darnos cuenta pero que nuestro cerebro almacena. Algunos lo llaman intuición, pero en realidad es una observación que realizamos de forma no consciente. Se puede entrenar.

—Ah —contestó López Carrillo, el cual, evidentemente, no terminaba de entender aquellas paparruchas.

Continuaron hablando durante la cena sobre el caso que les ocupaba y Lewis se mostró muy interesado al ir conociendo los detalles de aquel asunto que la prensa había bautizado como «El caso del Endemoniado de la calle Calabria». Hizo preguntas sobre don Gerardo, los icarianos y le llamó mucho la atención aquella figura que comenzaba a adquirir importancia en el sumario, la de Paco Martínez Andreu, alias Elisabeth: hombre, mujer, timador, prostituta, secuestrador, ladrón y alcahueta que prostituía a chicas vírgenes.

—Ese tipo puede ser un muy digno rival, Víctor —dijo con el rostro muy serio—. Además, parece un espécimen interesante. Un trastorno bipolar como ése no es algo muy habitual.

—¿Y no será que simplemente es un poco «tralará»?—dijo López Carrillo muy campechano.

—No, no —dijo Víctor—. La verdad es que el asunto parece raro. Según me dijo su mujer, la pintora, es como si tuviera dos personalidades: una de hombre, Paco, y otra de mujer, Elisabeth.

—La verdad, Víctor, es que eso que apuntas sobre la segunda personalidad de este individuo...

—¿Sí?

—No sé, suelen ser casos difíciles, cruentos —repuso el inglés.

—La mujer dice que todo fue a raíz de una sesión de espiritismo —dijo don Alfredo.

—No irás a creer que un espíritu entró en su cuerpo y se ha ido apoderando de él, Alfredo —añadió Víctor—. Lo que nos faltaba, ya tenemos bastante con un endemoniado.

—Es obvio que el origen de esa doble personalidad estriba en un desorden nervioso. Dices que vio cómo su padre mataba a su madre, ¿no? —dijo Lewis.

—Nunca te puedes creer lo que dice un delincuente —sentenció López Carrillo.

Lewis insistió:

—Y contabas que su criado, el enano, recluta chicas vírgenes, ¿no?

—Sí, en efecto.

—Esto no me gusta un pelo. ¿No te parece mucha casualidad?

—No le sigo, Lewis —dijo don Alfredo.

—Sí, sabes que han desaparecido algunas chicas en la ciudad...

—Es la comidilla —apuntó López Carrillo.

—El Sello dispone de cierta información confidencial que sólo barajan el tipo que lleva el caso, un tal Ángel Silla, y el gobernador.

Los tres policías se quedaron mirando a Lewis, expectantes.

—Bien, como ustedes sabrán, a las chicas se las ha tragado la tierra. Nada. Sólo se ha tenido noticia de una de ellas, una tal... Gertrudis Bermejo. Es confidencial —dijo Lewis consultando un pequeño bloc de notas—. Sus padres, obreros muy pobres venidos de Cádiz, la encontraron a la puerta de su casa, una humilde chabola, dos días después de su desaparición. Casi no podía moverse, estaba exhausta, pálida.

—¿Y?

—Tenía una incisión cerca del cuello y apenas si le quedaba sangre en el cuerpo.

—¿Cómo?—repuso don Alfredo.

—¿Quién se la llevó? ¿Cómo la atacaron?

—No recordaba nada —continuó Lewis—. Quizá la atacaron por la espalda, con cloroformo o fenobarbital, es fácil. Debieron de tenerla drogada. El gobernador civil nos avisó directamente. No quiso ni que el asunto trascendiera a la policía. Es mal asunto hablar de vampirismo.

—¿Vampi qué? —dijo López Carrillo.

—No muertos, amigo, no muertos que chupan la sangre de los vivos. Supersticiones —aclaró Ros—. ¿Y la joven?

—Está siendo estudiada por el Sello en Zurich, con sus padres. No le falta de nada. Se recupera bien.

—¿Y el Sello piensa que las otras chicas...?

Lewis asintió.

Permanecieron en silencio y el inglés tomó de nuevo la palabra:

—Esa Elisabeth o Paco y su criado... buscaban vírgenes, para mí está claro, ¿no?

—Sí —dijo Víctor.

—Sería digno de estudio, ese tipo.

—Vampirismo... —murmuró por lo bajo López Carrillo.

—Sí, amigo, hay casos documentados de personas, auténticos psicópatas que sienten la necesidad de ingerir sangre humana apuntó Lewis—. Algunos, tras la ingesta, quedan en estado de coma durante un rato o incluso alcanzan el orgasmo. Una disfunción muy interesante para el estudio de la psique humana. Yo mismo investigué el taso del sargento Bertrand, en París, en 1841. Un loco que asaltaba cementerios para despanzurrar cadáveres y abrazarse a sus intestinos. Un loco, un necrófago.

—¿De verdad cree que desangraron a esa chica? —preguntó don Alfredo.

—No lo creo: el Sello lo ha comprobado. El agente que investiga el caso lo está llevando con el mayor de los sigilos. Nada debe trascender y si aparece el enano, debemos saberlo. Yo, por mi parte, haré otro tanto, moveré mis hilos —dijo el inglés.

—Vamos, que piensa usted que puede haber alguien suelto por ahí que se cree vampiro y que puede estar relacionado con nuestro enano alcahuete —apuntó don Alfredo.

—Más o menos —dijo el inglés.

—El secreto está a salvo con nosotros —lo tranquilizó Víctor—. Después de lo del Endemoniado sólo nos faltaba que la gente se pusiera histérica con asuntos de brujas y «chupa-sangres».

Ya a los postres llegó un telegrama para el inspector Ros.

—Vaya, lo que esperaba —dijo abriendo el sobre sonriente. Leyó con atención y dijo:

—Es de Córcoles, el químico. Me envía un informe más extenso por correo que ya llegará, pero me adelanta que el polvillo amarillo era, en efecto, azufre. Como ya sabrán ustedes, si el grado de humedad es alto, reacciona con el hidrógeno del aire produciendo sulfhídrico, lo que provoca el olor a huevos podridos. Los restos de tierra de las botas de don Gerardo han sido productivos, me dice que eran materiales diluviales, en concreto arenas con
Pupilla dentata.
Del cuaternario.

Los tres compañeros de Víctor lo miraron como si fuera un bicho raro.

—Sé lo que me digo, sé lo que me digo —repuso-. Sólo necesitaré un buen tratado de geología y algunos mapas de la zona. Algo avanzamos, amigos, algo avanzamos.

Barcelona, 21 de junio de 1881

Querida Mariana:

Te echo de menos. Te mentiría si te dijera que las cosas van bien y eso provoca quizá que os eche más de menos a ti, y sobre todo a nuestra nieta. Dale un beso de mi parte y dile que su abuelito piensa en ella todas, todas las noches.

Víctor, como siempre, se muestra hermético en exceso y yo, por mi parte, procuro frenar sus ansias y sus ganas que, a veces, le llevan demasiado lejos.

Gerardo está hecho una ruina, lo torturaron y quedó como ido, eso cuando no le muestran símbolos religiosos, porque entonces se vuelve loco. En suma, que no va a poder contarnos nada. Como siempre, mi compañero parece saber más de lo que demuestra, a veces se sonríe, pero yo creo que no las tiene todas consigo. Se niega a pensar que el secuestro es cosa de socialistas y anda enfrascado en no sé qué asuntos relacionados con unos análisis que un químico hizo de las ropas del secuestrado. La prensa abunda en el asunto del viaje al infierno de Gerardo, es la opción que más vende y que, la verdad, da que pensar. Sé que en Madrid estáis al tanto y que
La Época, El Imparcial
y los demás periódicos están cubriendo el asunto. Aunque no tanto como Víctor, me tengo por hombre racional, pero la verdad, no acierto a entender cómo se volatilizó don Gerardo del coche y cómo pudo volver a aparecer lleno de azufre, tierra y odiando todo lo que suena a religión. Víctor parece seguro al respecto y ahí anda con no sé qué estudios de geología, de materiales «diluviales» y no sé cuántos organismos microscópicos fosilizados. De locos. Espero volver pronto, la verdad, porque creo que aquí poco nos queda por hacer. Me parece obvio que unos facinerosos secuestraron a Gerardo, lo torturaron y consiguieron hacerse con el dinero y los bonos de su caja fuerte. Mi prima Huberta se ha volcado en la religión y cree firmemente que su hombre ha vuelto del infierno. Quiere llevárselo a un monasterio, aunque Víctor y yo pensamos que en un lugar así no haría sino volverse loco.

En definitiva, el único testigo tiene la mente perdida y el dinero y los malhechores volaron. Espero que pronto estemos ahí aunque nos apuntemos un fracaso en nuestro curriculum. Total, no se puede ganar siempre. No me gusta nada mi sobrino, Alfonsín, pero no quiero decirle nada a Víctor al respecto. Menudo es.

Recibe un fuerte abrazo y un beso de tu marido,

Alfredo

Víctor salía del hotel con la intención de acercarse a la universidad para realizar unas consultas cuando fue abordado por don Federico Ponce, el médico de la familia Borrás.

—¡Alabado sea Dios! ¡Menos mal que lo encuentro!

—Buenos días, don Federico.

—Sí, sí, buenos días. Disculpe mis modales, pero necesito su ayuda. Es urgente.

—Usted dirá.

—Doña Huberta y ese cura...

—¿Sí?

—Quieren demostrar al obispo que don Gerardo está endemoniado.

—Vaya.

—Sí, ahora mismo, en su casa. Quieren llevárselo a un monasterio y han llamado al obispo. Creen que si lo ve se convencerá y presionará a las autoridades para que les dejen trasladarlo.

—Es un testigo en un caso importante y no debería salir de la ciudad, por lo menos hasta que haya podido declarar.

—Usted lo ve como policía, pero yo lo veo como médico. No creo que aguante el estar rodeado de símbolos religiosos, con curas, monjas y exorcismos.

—Mi amigo Alfredo ha salido hace unos minutos para allá. Lo acompaño.

No tardaron mucho en llegar a la calle Calabria, pues el cochero se empleó a fondo. Al llegar por poco no pueden bajar del coche de alquiler. Un gentío medio histérico ocupaba la calle, varios coches lujosos con sus cocheros aguardaban y media docena de guardias propinaban empellones a los curiosos porque resultaba imposible transitar. Cuando Víctor bajó y se disponía a entrar escoltado por dos urbanos, un periodista le dijo:

—¿Es verdad que han exorcizado a don Gerardo?

Le pareció ver a dos plumillas que hablaban entre sí en inglés.

Un tipo orondo, de afilados bigotes, les tendió una tarjeta:

—¿Son de la familia? —preguntó entre el gentío— Soy del Circo Columbus, tengo planeada una gira mundial. Don Gerardo puede ganar mucho dinero.

Una vez dentro, el médico y Víctor se miraron con alivio mientras dejaban sus bastones y sombreros a la criada.

—Víctor, ¡dichosos los ojos! —repuso don Alfredo, que salió a recibirlos—. Te he mandado aviso, esto es una locura.

Víctor entró en el salón y se encontró con doña Huberta, el cura de la familia y el obispo de la diócesis, Emeterio Cuenca, un hombre menudo, de rostro afilado y ojos escrutadores que le estrechó la mano sin hacer fuerza, como con aprensión.

—Pero... —acertaba a decir Víctor cuando sonó la campana de la casa. Todos se giraron y pudieron ver cómo entraban Lewis y un caballero desconocido.

El inglés dijo a modo de presentación:

—Estos son Víctor Ros y don Alfredo Blázquez.

—Don Trinitario Mompeán, gobernador civil de la plaza —dijo aquel tipo, bajo, rechoncho y de enormes bigotes, estrechando su mano—. Tenemos que hablar.

BOOK: El enigma de la calle Calabria
8.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Deeper Water by Jessie Cole
Arctic Rising by Tobias S. Buckell
The Watcher in the Shadows by Carlos Ruiz Zafon
Awakened by a Kiss by Lila DiPasqua
The Real Werewives of Vampire County by Ivy, Alexandra; Fox, Angie; Dane, Tami; Haines, Jess
Wild Fire by Christine Feehan
You Can't Choose Love by Veronica Cross
Dark Promise by M. L. Guida
The Audition by Tara Crescent
Wrath of Lions by David Dalglish, Robert J. Duperre