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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (12 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—Lo tengo pensado. No volverá a la calle.

—Ya.

Juan de Dios López Carrillo volvió a hablar: —¿Pero no fue ese tal Alberto Aldanza el que te enseñó lo que sabes, Víctor?

—Más o menos. Don Armando me encarriló; fue a su muerte, cuando yo investigaba el misterio de la Casa Aranda, cuando se cruzó en mi camino un dandi, don Alberto Aldanza, un noble excéntrico que me ayudó en el caso del asesino de prostitutas. Me enseñó nuevas técnicas: dactiloscopia, química, botánica, geología y, sobre todo, ciencia forense, pero... ¿sabes?, no sé si podré soportar durante toda la vida el peso de aquellas lecciones, hablemos de cosas más actuales. Este tema me torna el ánimo sombrío. Centrémonos en el caso. Tenemos dos vías abiertas: una, la querida de don Gerardo, o mejor dicho, su querido, porque es un hombre; creo que era un mal bicho y a veces los placeres suelen traer la perdición a los hombres respetables. Seguiremos ahondando en el asunto. ¿Y la otra? preguntó don Alfredo.

—El asesinato del Tuerto. Estaba en ciertos tratos con un enano, un alcahuete que prostituye jovencitas de los bajos fondos. Además, quiero hablar con la mujer que frecuentaba el Tuerto, una especie de novia que tenía, esta tarde. A lo mejor ella nos pone al tanto de qué negocios se llevaba entre manos.

—No veo qué relación tiene el enano con el caso —dijo don Alfredo.

—Al parecer, el Tuerto llevaba un asunto a medias con él. Además, no debe de ser difícil de localizar: un enano, de negro y con un perrito... demasiado llamativo, ¿no?

López Carrillo apuntó:

—¿Y dices que se dedica a traficar con jóvenes vírgenes? No me suena. Hablaré con mis compañeros. De todas maneras, hay más de diez mil putas en Barcelona y el setenta y cinco por ciento son menores de edad, todas de clase baja, claro. Pero haré lo que pueda.

—Te lo agradeceré.

—¿Y el asunto de Icaria? ¿Qué hay de los socialistas? —preguntó de nuevo López Carrillo.

—Esa pista es falsa —sentenció Víctor muy seguro de sí mismo.

—Pero ¿cómo lo sabes? —volvió a preguntar el policía de Barcelona—. ¿Tienes alguna hipótesis ya? ¿Crees que hallaremos a los secuestradores?

—Te contesto a las tres cosas y por orden: ya lo explicaré, sí y no sé.

—Aclárame eso —pidió don Alfredo. Víctor tomó de nuevo la palabra:

—No es un asunto de socialistas, es evidente. Aún tengo que atar algunos cabos al respecto, pero estoy casi seguro. Veamos, segunda pregunta: sí, tengo una hipótesis, claro, y muy sólida, pero no me creería nadie. Tengo que reunir pruebas y estoy en ello. En cuanto a si llegaremos a encontrarlos, no lo sé, me temo muy mucho que don Gerardo estuvo en manos de una banda muy peligrosa, de gente sin escrúpulos... y lisios, muy listos.

—¿Una banda, dices?

—Sí, al menos son cuatro.

—¿Cuatro?

—Sí, y me atrevo a decir que cuatro. Sí.

López Carrillo estalló en una violenta carcajada:

—¡Eres el acabóse, amigo! Nos tomas el pelo.

Don Alfredo negó con la cabeza:

—No creo que lo haga, Juan de Dios, nunca bromea con el trabajo.

Capítulo 6

Aproximadamente a las seis de la tarde Víctor y Eduardo salieron del hotel.

—Voy ridículo, parezco un panoli —refunfuñó el rapaz.

El crío iba vestido con una camisa blanca de manga corta, pantalón corto azul marino, calcetas hasta la rodilla del mismo color, y llevaba unas botas nuevas, lustrosas y resistentes a la vez. Cerraba el conjunto una gorra, esta vez de su talla, de idéntica tonalidad del pantalón.

—Vas perfectamente, Eduardo.

—A mí me gusta mi ropa, ¿qué tiene de malo?

—Que son harapos, pero descuida, tendrás que volver a ponértela para espiar.

—Esto es una mierda.

Víctor se paró en seco y lo miró a los ojos:

—No vuelvas a decir una palabrota más. Por cada una que digas te caerá un guantazo, es bueno que lo sepas ya. Me he propuesto ayudarte, sacarte de la calle, y te haré una persona de bien, con un futuro. Tú te lo mereces.

El crío lo miró avergonzado:

—Perdone, don Víctor, es la falta de costumbre.

—Apéame el don, para ti soy Víctor, a secas, y de tú. Somos socios, ¿entendido?

—Entendido.

Tomaron un tranvía de mulas, de Catalana Ripperts, a la carrera. El detective por poco se cae y el pilluelo, muerto de risa por la impericia de su nuevo amigo, le contó durante el trayecto que eran muchos los barceloneses que habían sufrido serios percances (algunos incluso mortales) por intentar subir a lo que los más conservadores tildaban de invento maligno.

Llegaron pronto a su destino y el crío dijo:

—Aquí bajamos.

Llevó a Víctor atajando por varias calles, algunas angostas, y se encontraron frente a J. & M. Smith, una inmensa construcción de ladrillo rojo propiedad de un potente grupo inversor escocés. Víctor tomó nota de que el paisaje barcelonés había ido cambiando lentamente hacia esos tonos que daban un aire más moderno, pero también más triste, a la ciudad. Alguien, decían que Francesc Cambó, llegó a definirla como «la Manchester del Mediterráneo».

—Aquí es —dijo el crío y entró en aquel edificio, una mole tras la que se adivinaban unas inmensas chimeneas. Unas amplias letras de color rojo rezaban: «J. & M. Smith».

Víctor se presentó dando su tarjeta al portero y al instante se personó un capataz, un tipo de Linares que se llamaba Tristán.

—Buenas, soy Víctor Ros, vengo a ver a una trabajadora, Blasa, asunto oficial.

—Mira, Víctor, allí está —dijo Eduardo, señalando al fondo de una enorme sala que se veía a través de una inmensa cristalera. Allí cientos de mujeres se afanaban en los telares. La llegada de la maquinaria de origen inglés, las llamadas «selfactinas» —término que provenía de la expresión inglesa
self-acting—,
había transformado el ramo del textil. De ser una industria familiar pasó a convertirse en un auténtico maremágnum de empresas y grandes fábricas que, aprovechando las ventajas de la mecanización y la mano de obra barata, había originado un auténtico despertar económico. Aquellas máquinas podían accionar más de mil husos a la vez y, manejadas por sólo dos operarios, producían miles de metros de tejido al día. Blasa era una de ellos, parecía menuda y vestía falda larga de color gris, la camisa era negra y asomaba bajo una especie de guardapolvos gris sin mangas que le protegía la ropa. Llevaba el pelo recogido en un moño

—No puede ser, está trabajando—protestó el capataz.

—Por eso hemos venido ahora, no sé dónde vive, además, serán unos minutos.

—No puede ser.—No quiero montar un escándalo —dijo Víctor.

—Acompáñenme —contestó el otro.

Al final del pasillo se hallaba el despacho del administrador. El capataz abrió la puerta y los hizo pasar. Un tipo de fino bigote y cara de comadreja los miró y, sin levantarse, dijo con fastidio:

—¿Qué pasa?

—Aquí, un policía que quiere hablar con una trabajadora.

—Al acabar el turno.

El capataz se giró mirando a Víctor como diciendo: «¿Ve?».

—Es un asunto oficial. Víctor Ros, ¿usted es?

El administrador contestó de malos modos:

—Wellington, el duque de Wellington.

El capataz rio la ocurrencia.

Víctor sacó la placa:

—Su verdadero nombre. Ya.

—Eusebio Rius, puede usted hablar con ella al acabar el turno. A las nueve.

—Es un momento. Apenas serán unos minutos

—Mire, don Importante, tengo una fábrica que llevar, ¿sabe? Mis jefes no quieren que se pierda ni un minuto. Así que, ¡aire!

Para entonces aquel tipejo se había levantado y agitaba el brazo delante de la cara de Víctor; era un maleducado, un tipo miserable. El policía, más rápido, le cogió el dedo corazón y se lo retorció; luego, la mano, y al instante, el brazo, que le clavó a la espalda. Aquel desgraciado se dobló como un junco por el dolor y cuando quiso darse cuenta estaba esposado, con las manos en la espalda y la cara pegada a su escritorio.

—Me veo obligado a detenerlo por obstrucción a la justicia.

A una voz del capataz aparecieron tres matones en el quicio de la puerta. Iban armados con garrotes. Víctor sacó el revólver y los apuntó directamente a la cabeza:

—Tú, aquí, a mi lado —ordenó a Eduardo—. Ni un paso u os vuelo la cabeza. Este tipo se viene detenido a Jefatura y al que intente atacarme le descerrajo un tiro entre los ojos y que lo lloren en su casa.

Uno de los hombres adelantó un pie y Víctor hizo fuego en el marco de la puerta. Recularon esquivando las astillas que volaron por los aires y uno de ellos corrió incluso por el pasillo. El policía, que sujetaba al detenido por el pelo, golpeó su cara contra el escritorio y dijo:

—¡Dile a tus perros que se aparten, explotador!

—Ya se van... ya se van... —murmuró con la boca llena de sangre—. Esto es un malentendido, no hace falta que me lleve usted preso, no nos hemos entendido, ahora mismo avisan a la joven... ¿se llama?

—Blasa.

—Date prisa, Tristán; y vosotros, fuera de ahí.

En un momento, apenas un par de minutos, la joven estaba junto a la puerta y el panorama despejado de matones. Eran muchas las trabajadoras que se asomaban ya al pasillo, pese a que el disparo apenas se había percibido por el ruido de la maquinaria.

—¡A trabajar! —les gritó Tristán.

—Pon ahí esa silla —dijo Víctor a Eduardo y señaló al pasillo. Sentaron en ella al encargado, que no cesaba de preguntar si iba detenido—. Ya veremos si se ha enmendado usted. Que le limpien la sangre de la boca.

Eduardo miraba con la boca abierta a Víctor, como se mira a un héroe. Obviamente, estaba acostumbrado a que aquellos explotadores se salieran siempre con la suya y aquel tipo que había aparecido de pronto en su vida se comportaba como un salvador.

—Pero ¿no le vas a quitar las esposas? —acertó a preguntar.

—Aún no —le susurró Víctor al oído.

El detective cerró la puerta y ordenó a Blasa que se sentara en una silla frente a la mesa de despacho. Él tomó asiento en el propio pupitre y Eduardo hizo otro tanto, pues a fin de cuentas «eran socios». Las piernas le colgaban y las movía rítmicamente, como jugueteando.

—Yo no he hecho nada —dijo la joven, que parecía un poco lenta.

—Soy Víctor Ros, policía, e investigo la muerte del Tuerto. Este es su hijo, Eduardo.

—Lo sé, una vez lo vi de lejos.

—Era tu hombre ahora, ¿no?

—Sí.

—¿De dónde eres?

—De Gijón.

—¿Viniste sola?

—Sí. Me escapé de casa con un sargento de artillería que me dejó a las dos semanas, aquí, sola y sin sustento. Este trabajo es lo único que tengo y por su culpa lo voy a perder, no quiero volver a la calle.

—Descuida, que eso lo arreglo yo —dijo el detective, que se levantó y comenzó a abrir cajones aquí y allá mientras no dejaba de hablar—. ¿Sabes si alguien perseguía al Tuerto? ¿Temía por su vida? ¿Sabes si estaba intentando chantajear a alguien?

—Sé que andaba metido en un negocio que me dijo «le iba a dar mucho dinero».

—Ya —dijo Víctor mientras abría los cajones de un inmenso mueble archivador—. ¿Tenía miedo?

—Pues ahora que lo dice... -dijo la joven con expresión pensativa—. Recuerdo que el día que lo soltaron vino a verme en la pausa del almuerzo y...

—Voilà!
—dijo Víctor agitando una goma larga como una serpiente que tenía en la mano. La había hallado en un cajón del escritorio. Entonces miró detrás de un cuadro y observó que allí se escondía una caja fuerte. De pronto volvió la cara hacia la chica y dijo-: Perdona, perdona, te he interrumpido. El día que lo soltaron...

—Vino a verme aquí, en la pausa, muy nervioso y hablamos. Quería venirse a vivir conmigo a mi cuarto. Yo le dije que habían pasado a verme dos personas y que preguntaban por él.

—¿Quiénes?

—Un hombre y un enano. Un enano de negro, con un perro... —Víctor y Eduardo se miraron—. Y un señoritingo con una cicatriz muy grande en la barbilla.

—¡Ahí está! ¡La conexión! ¿Ves, Eduardo? Método, paciencia e inteligencia ¡Un hombre con una cicatriz en la barbilla! Sigue, hija mía, ¿qué ocurrió entonces?

—Que se puso «histórico».

—Histérico.

—Sí, lo que yo he dicho, «histórico».

—Nervioso.

—Sí, sí, muy nervioso, comenzó a agitarme por los hombros y me hizo repetir cómo eran esos dos. Gritó, me dio un bofetón y salió por piernas. No lo volví a ver con vida. Una hora después estaba muerto.

La joven se tapó el rostro con las manos y estalló en sollozos. Eduardo se le acercó y le puso la mano en el hombro.

—Lo que me has contado es muy importante, me va a ayudar a cazar a esos miserables, Blasa, y descuida, que no te quedas sin trabajo. ¡Que pase el señor Rius!

El administrador entró en el cuarto y Víctor le quitó las esposas, esperó a que Blasa saliera y ordenó a Eduardo que cerrara la puerta. Quedaron los tres a solas y tomó la palabra:

—Señor Rius, no lo llevo preso de milagro y sé, porque conozco a muchos como usted, que en cuanto me vaya de aquí intentará despedir a Blasa como venganza. ¿Me equivoco?

El otro sonrió desafiante.

—Bien —continuó diciendo el detective—. Pero eso no va a ocurrir porque usted no es tonto y no quiere quedarse sin trabajo, ni siquiera ir a la cárcel, porque... ¿desde cuándo es usted cocainómano? Adquirió esa costumbre en la marina, ya sabe, cuando estuvo usted en Inglaterra.

—¿Cómo? ¿Qué dice?

Víctor agitó la goma.

—Que usted se inyecta cocaína, una sustancia que, fuera de los usos médicos, no se puede comprar legalmente. ¿Quiere que pida al juez una orden para abrir esa caja? Repito: sé que se inyecta usted cocaína. He visto sus pupilas. Ahí tiene la droga, ¿verdad? O mejor, para qué llamar a un juez, mejor avisaré a sus jefes. Será más rápido.

—No, no. Espere.

—¿Nos entendemos?

—Nos entendemos.

—Mire, Rius, esa joven no tiene la culpa, yo la he interrogado como testigo de un suceso importante y no debe pagar lo ocurrido aquí esta tarde, ¿entendido? Si usted la despide lo sabré al instante, tengo mis fuentes, y ese mismo día vendré a por usted. No creo que sus jefes quieran saber que tienen su patrimonio en manos de un vicioso.

—Descuide, descuide. No ha pasado nada.

Los dos hombres se dieron la mano para cerrar el trato.

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