Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
Víctor tuvo que protegerlo de las iras de Rosalía, que quería emprenderla a golpes con aquel rapaz, a la vez que le gritaba:
—¡Soy policía, Eduardo, soy policía!
Viendo que el crío no se calmaba, le puso las rodillas sobre sus brazos, sujetándolo con fuerza, y le mostró la placa. A continuación sacó el revólver y lo lanzó lejos, a un rincón.
—¿Ves? —dijo—. No tienes nada que temer.
Rosalía había tomado asiento en la silla frotándose los ojos con un paño húmedo mientras soltaba lindezas. Entonces Ros se levantó de un salto y se separó todo lo que pudo del chico, que se quedó sentado en el suelo.
—Sólo quiero hablar contigo, hijo.
Eduardo guardó silencio, pensativo. Se levantó. Llevaba unas botas que daban pena, a través de una de ellas se le veía el dedo del pie, que incluso se salía del calcetín de color rojo por un orificio. El otro calcetín era marrón y el pantalón, que le quedaba muy ancho, ni siquiera le llegaba a los tobillos. Quedaba sujeto por un único tirante que, cruzado, lo mantenía en su sitio. Debajo llevaba una camisa que un día fue blanca y cubría su cabeza con una inmensa gorra de obrero.
Se quitó la gorra y quedó al descubierto su pelo, corto, de punta y de color castaño claro.
—Perdone dijo —. Al verlo a usted tan trajeado pensé...
—Sólo estoy intentando aclarar qué le pasó a tu padre. Quiero cazar al hombre que lo mató.
El crío parecía más tranquilo.
Víctor le dejó unas monedas a Rosalía y dijo:
—Ven, Eduardo, vamos a que comas algo.
Salieron de aquel poblado sin decir palabra y, tras coger un coche de alquiler, llegaron al puerto. Desde allí se plantaron en un momento en una horchatería de la calle Santa Mónica, donde Víctor pidió una limonada y un buen vaso de leche con magdalenas para el crío. El camarero, un tipo estirado de pelo rizado, lo miró extrañado. Mostró la placa y aquél desapareció para buscar lo que le habían pedido.
—Tu padre —empezó Víctor—, ¿sabes quién lo mató?
El chaval miró al suelo.
—Veamos —volvió a decir el detective—. ¿Sabes si Agapito estaba metido en algún lío? Eduardo comenzó a hablar.
—No lo veía mucho. A veces, con suerte, un par de veces a la semana.
—Era carterista, ¿no? Se sacaría unos buenos dineros. Es un oficio que da rendimiento —repuso Víctor, recordando la época en que era un raterillo como Eduardo.
—No crea —dijo el crío—. Bebía mucho y le temblaba la mano. La gente de la calle decía que había perdido «el toque».
Trajeron el refrigerio.
—Come —dijo Víctor.
Lo contempló mientras mojaba las magdalenas y se las introducía, casi enteras, en la boca. No tenía modales, pero sí mucha hambre. Recordó cómo su mentor, don Armando, lo había sacado de la calle cuando apenas era un crío para convertirlo en policía. Quizá era ley de vida, quizá él debía hacer otro tanto con alguien como él, con Eduardo. Sintió pena por el crío.
—¿Tu madre?
—Murió; cólera.
—Lo siento, hijo.
—No lo sienta, no la conocí.
Víctor volvió a compadecerse.
—¿Dónde vives?
—Ahora, en la calle, claro. ¿Dónde si no?
—¿Y en invierno?
—Buf, ya veremos.
—¿Y de qué vives?
—Hago recados.
—¿Qué recados? —Dos damas que iban a sentarse a una mesa miraron al crío con asco y siguieron su camino. Víctor tuvo que controlarse para no soltarles cuatro frescas.
—Pues recados, llevo paquetes para gente.
—Ya. ¿Robas?
—Claro, en la Boquería sobre todo. Para comer. Pero no va a detenerme por eso, ¿verdad? —dijo Eduardo mirándolo con malicia y deparándole la mejor de sus sonrisas. Se le notaban los hoyuelos de las mejillas. Era un crío.
—¿Estaba tu padre metido en un lío? —insistió.
—No sé, él hacía su vida y yo la mía. A veces venía a la chabola a dormir y a veces no, pero casi nunca me hablaba. Sé que algo se traía entre manos con el enano ese, el de las chicas.
—¿El de las chicas?
—Sí —dijo Eduardo sin dejar de mirar el vaso y la magdalena que mojaba—. Un enano, de negro, que siempre va con un perro pequeño, a veces viene y se lleva chicas del poblado, ya sabe... pagan bien.
—¿Chicas? ¿Para qué?
El otro lo miró como si fuera tonto.
—Pues para algunos caballeros de mucho parné a los que les gustan sin estrenar. A mí me dijo una vez que si quería ir, pero le dije que no, que no quería. Es un alcahuete.
Víctor sintió más pena aún de que aquel crío supiera tanto de la vida.
—Y esas jóvenes, ¿vuelven?
—Pues claro.
—¿Y les pagan bien, dices?
—El lo arregla con sus padres.
Víctor sintió asco. La pobreza sólo traía aquellas cosas. Volvió a preguntar:
—¿Podría hablar con alguna de ellas?
—No, bueno, de las que han ido sólo conocía a la hermana de mi amigo Sebastián y regresó a Cáceres con sus padres. Fue varias veces y venía contenta, decía que le daban cosas bonitas. Pero debió de ponerse enferma, porque estaba siempre muy pálida y decidieron volverse al pueblo a que se recuperara. Dice la gente que ganó mucho dinero para la familia.
—Ya. Dices que tu padre tenía algo con él. Con el enano.
—Sí, últimamente lo vi con él dos veces, hablando.
—¿En tu casa?
—No, una vez en las Ramblas y otra en la Boquería. Un día me dijo que iba a conseguir un dineral con un asunto que se traía entre manos. Supongo que con él.
—Ya.
Víctor le dio todo el dinero que llevaba encima.
—No te lo gastes todo de golpe. ¿Tienes dónde dormir?
—Con esta fortuna, ¡claro!
—Bien, Eduardo, estoy en el Hotel Continental. Pásate a verme mañana a la hora de la comida, hablaremos.
—Gracias, señor. Es usted bueno.
—Ahora tengo que irme, hijo, cuídate.
Justo cuando se despedían, el crío le dijo:
—¿Sabe? Es usted distinto a los demás; aunque va así vestido, como los ricos, en el fondo parece usted uno de nosotros.
Víctor se quedó pensativo. Aquel crío tenía instinto. Como él a su edad.
—¿Sabe? El Agapito tenía una mujer.
No había dicho mi padre, sino el Agapito, Víctor reparó en aquel detalle. Qué pena.
El crío siguió hablando:
—Sí, se llama Blasa, es mucho más joven que él y trabaja en Sants, en una fábrica de telas. Es de unos ingleses, se llama J. & M. Smith.
—Gracias otra vez. Te espero mañana —le recordó encaminándose al hotel—. Por cierto, ¿cuál es tu comida favorita?
Aquella misma noche, durante la cena en el hotel, Víctor contó a sus dos amigos lo que había averiguado. Les refirió la historia de Eduardo sin poder evitar que lo invadiera cierta sensación de pena y remordimiento. También les relató su visita al despacho del secuestrado. Al parecer don Gerardo es un asiduo de los lupanares.
—Quién lo hubiera dicho —exclamó don Alfredo hojeando la
Guía nocturna
de color rosa—. Si Gerardo era un hombre...
—Sí, probo, lo sé —contestó Víctor, algo cansado de aquella coletilla de doña Huberta.
—Esos son los peores —aseveró López Carrillo-. Dios nos libre de los que se dan golpes de pecho en la iglesia. No hay cosa peor que un hipócrita. Quizá de ahí le vengan esos ataques cuando ve símbolos religiosos. De su pasado libertario y de su doble vida con los asuntos de damas.
Víctor tomó la palabra y dijo mirando a su buen amigo Juan de Dios:
—He telegrafiado a Madrid. Quiero aclarar lo de esos negocios que iba a hacer Borrás. ¿Habéis adelantado algo sobre el asunto de la caja fuerte?
López Carrillo contestó:
—No; parece claro que la combinación sólo la tenían don Gerardo y su secretario, Guzmán.
—Creo que el secretario es honrado apostilló Víctor.
—Eso asegura mi prima —apuntó don Alfredo.
—Le he puesto vigilancia y hemos registrado su casa. Nada. Además, apenas tiene dinero en el banco —añadió Juan de Dios.
—¿Debemos suponer que don Gerardo se llevó el dinero y los valores? —preguntó Víctor.
Quedaron en silencio. López Carrillo pidió café, coñac y habanos para los tres.
Entonces don Alfredo dijo:
—Pero ¿para qué iba alguien a robarse a sí mismo?
—Es una buena pregunta, Alfredo, es una buena pregunta. Mañana por la mañana me entrevistaré con la joven a la que el Tuerto atacó junto a la casa de tu prima, quiero asegurarme de una cosa.
—¿Sabéis? —López Carrillo tomaba de nuevo la palabra—. Esta mañana, en la Jefatura de Policía, he podido hablar con uno de los agentes que levantó el cadáver del Tuerto. Según le dijo una testigo presencial, en la agresión no hubo discusión previa. Un tipo se le acercó por la espalda y le metió la navaja por la axila, hasta el fondo.
—Un ajuste de cuentas. Está claro. Una ejecución, buscando el corazón.
—¿Y por qué había de estar relacionado con el secuestro de Borras? Todo esto es circunstancial —dijo don Alfredo.
—No tenemos otra cosa, piensa, ese hombre se volatilizó, desapareció del interior de su coche. La única, y digo bien, la única posibilidad lógica que entreveo es que aquel incidente junto a su puerta no fuera algo casual, y si así fue, vuelve a aparecer otra nueva casualidad. ¿De verdad no te parece demasiada coincidencia que ejecutaran al tipo al que detuvieron por dicho incidente el mismo día en que quedó en libertad? Piensa: protagoniza el incidente, es detenido, dos días al calabozo y nada más salir lo matan. Es demasiado.
—No sé, chico, no lo veo claro —repuso don Alfredo—. Pero la experiencia me hace tener fe en tu instinto, hijo, no nos queda otra opción que seguir así.
—Bien dicho, amigo, bien dicho. Pero hablemos de cosas más agradables, ¿qué hay de interesante en los teatros de la ciudad, Juan de Dios?
A la mañana siguiente, Víctor se personó en casa de Ana María Velázquez, que vivía en un coqueto edificio de tres alturas situado nada menos que en el paseo de Gracia. Estaba presente el marido, de nombre Julián, al parecer un joven abogado que, salido de la nada, se iba labrando un porvenir en la ciudad. El piso, un principal, denotaba que las cosas les iban bien.
Víctor tomó asiento en un incómodo sofá mientras los dos tórtolos lo hacían en sendas sillas frente a él. Ana María era una joven hermosa, de profundos ojos azules y pelo castaño, lacio. Él era moreno, de ojos marrones, y lucía una perilla recortada seguramente con el propósito de parecer mayor ante sus clientes.
—Bien, bien —dijo el detective mientras sorbía el café que le habían servido—. Cuénteme usted lo del ataque.
—Pues fue una cosa rarísima. Era muy temprano. Yo iba a casa de mi hermana, que vive en esa misma calle, porque tenía que cuidar a su hijo pequeño; ella tenía que ir al médico por un sarpullido que...
—Al grano, querida —le dijo su marido demostrando que sabía de aquellos asuntos.
—Perdón. El caso es que, de pronto, iba yo caminando a paso vivo cuando un borracho, un tipo feo como él solo, tuerto y muy mal vestido, todo harapos, se lanzó sobre mí dando manotazos a mi sombrero diciendo: «¡Moscas, moscas, todo está lleno de moscas!».
—Vaya —dijo Víctor.
—Sí, sí, a voz en grito. Afortunadamente, no pudo arrancármelo porque iba bien sujeto por alfileres; además, dos caballeros que caminaban tras él lo agarraron bien fuerte por los brazos, aunque él seguía gritando.
—Esos dos caballeros, ¿cómo eran?
—Altos, más bien robustos.
—¿Cómo vestían?
—Bien. Hombre, no creo que fueran de la alta sociedad, si se refiere a eso, pero llevaban traje, creo que los dos de mezcli11a, y bombín.
—¿Vio sus rostros?
—No me fijé mucho, la verdad. Pero me parecieron muy normales, excepto... -¿Sí?
—Uno de ellos, el más alto quizá, tenía una cicatriz en la cara, junto a la barbilla.
—Bien observado, Ana María —la felicitó Víctor tomando nota—. ¿Le parecieron vulgares o educados?
—Más bien educados.
—Cuando detuvieron al loco, ¿éste siguió gritando?
—Sí, sí, no paraba. De hecho, incluso cuando se lo llevaban los guardias seguía dando berridos.
—Ya.
—Es una pena que esos dos caballeros que me auxiliaron no acudieran a declarar, me hubiera gustado saber sus nombres para agradecerles su intervención.
—Igual eran de fuera y estaban de visita en la ciudad; ¿tenían acento de aquí?
La joven se lo pensó:
—Pues ahora que lo dice... no. Tenían un acento así..., como el de una criada que tuve yo, de pequeña, creo que era sevillana o quizá de Murcia.
—De acuerdo, Ana María, me ha sido usted de gran ayuda. Y ahora, si me disculpan, debo hacer otras gestiones relacionadas con el caso.
Joaquina Vendrell era la madama de una casa de citas de acertadísimo nombre, Las Hijas de Venus, que estaba situada, como tantas otras, en la calle Quintana. Abrió ella misma la puerta e invitó a Víctor a entrar. De inmediato lo acomodó en un salón demasiado recargado, atestado de sillones y con asientos de cuero rellenos de plumas como los que usaban los árabes de los cuentos que Víctor leyera de pequeño. Sentado en uno de ellos, y luchando por no caerse, el detective acertó a preguntar por doña Joaquina, a lo que aquella añosa alcahueta contestó:
—Soy yo, guapo. Tranquilo, que estás en las mejores manos de Barcelona para encontrar el placer, te guste lo que te guste.
Llevaba un vestido ajustado en la cintura, negro, y el pelo bien recogido en un peinado bastante recargado. Iba discretamente maquillada. Parecía haber recibido una buena educación por su porte y maneras. Había sido guapa de joven, no cabía duda.
—No, no —dijo él—. No quiero ver a las chicas.
—¡Cómo! No me digas que un buen mozo, tan guapo como tú, nos ha salido «rarito»...
—No—continuó mientras sacaba su placa—. Sólo quiero hacerle unas preguntas.
—¡Acabáramos! Ya pagué la semana pasada.
Víctor hizo oídos sordos a aquel inquietante comentario Y dijo:
—Perdone, pero no es ni mucho menos mi intención importunarla. Mire, investigo un secuestro. He venido de Madrid exclusivamente para ello. El tiempo corre en nuestra contra, porque el secuestrado está como ido. Quiero capturar a los secuestradores y considero que usted podría ayudarme.
—Usted dirá. Por cierto, ¿quiere tomar alguna cosa?
—No, gracias, Joaquina. Se trata de un cliente suyo: don Gerardo Borras.