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Authors: Jerónimo Tristante

El enigma de la calle Calabria (11 page)

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Ella puso cara de pensárselo.

—No se haga la tonta, sé por experiencia que ustedes conocen hasta el último detalle de la vida de sus clientes. Se hizo un silencio.

—Ya no viene mucho por aquí, pero hubo una época en que fue asiduo de la casa. Ya sabía yo que tú eras rarito... Frecuentaba mucho a una chica de aquí, Laurana.

—¿Está aquí?

—Pues curiosamente, sí. En este momento está ocupada, pero si espera usted un momento, está con un cura de Badalona que suele aliviarse demasiado rápido, si usted me entiende. Mientras espera, ¿quiere que le atienda alguna chica? Tengo una recién llegada de Cuba que...

—No, gracias, esperaré aquí —repuso él.

En efecto, el cura terminó pronto. Víctor vio salir a un tipo trajeado con un enorme sombrero que medio le tapaba la cara y que en el colmo de la hipocresía se dejó besar el anillo por la dueña del prostíbulo.

—Pase por aquí.

Llegó a una habitación en la que la cama estaba deshecha. Las cortinas eran de terciopelo rojo y había un espejo sobre el lecho. Una joven, de hermoso trasero y turgentes senos, se lavaba sus partes en una jofaina con agua y jabón. Tenía las piernas abiertas, sin asomo alguno de pudor, y sin levantar apenas la cabeza dijo:

—Usted dirá.

—Víctor Ros —repuso él.

Ella giró la cabeza y dijo:

—Tú, yo te conozco.

El rostro de la joven, bastante agraciado, le resultó familiar.

—Sí, en efecto, te conozco. Tú eres el detective de las putas, el que cazó a aquel animal que rajaba compañeras como si fueran cerdos.

—Sí, soy yo.

—Viví en Madrid, Trabajaba en La Casa Rosa. Tú estabas muy encoñado con una chica muy guapa, la llamaban...

—La Valenciana —contestó él, corroborando que el recuerdo de aquella pobre chica aún lo hería profundamente. Se sentía culpable por lo que le pasó.

—Sí, sí —decía señalándose con el índice a la vez que añadía, mirando a su jefa—: este hombre es el único policía serio de todo Madrid. Cuando a nadie le importaba, él se dedicó a seguir la pista de un degenerado que mataba compañeras. En Madrid todas las putas lo adoran.

—Rediez, eso se dice antes —contestó la madama-. Ayúdalo en lo que puedas.

La joven, Laurana, comenzó a secarse. Tenía el cuerpo húmedo y Víctor, de pie a un par de metros, percibía el olor a jabón y a perfume. No pudo evitar fijarse en sus hermosos senos.

—Si gustas... —dijo ella solícita.

—No, no —contestó Ros muy azorado—. Vengo a verte por un cliente tuyo, don Gerardo Borras. La joven hizo memoria:

—Sí, muy buen cliente. Un reprimido que venía aquí a desfogarse como tantos. No creas, era un tipo incansable.

—Dejó de venir.

—Sí, se encoñó con una que conoció en otra casa, una de la calle de la Lleona. No sé si le puso un piso o algo así. Una tiparraca, la Elisabeth, una zorra de la peor calaña. Pregunta allí, ojazos. La madama se llama Petra, dile que vas de mi parte, me conoce y sabe que soy seria.

—De acuerdo —dijo el inspector saliendo de allí a toda prisa—. ¡Y gracias!

No supo bien cómo, pero al llegar a la casa de la calle de la Lleona, tuvo la sensación de que la encargada, Petra, ya lo esperaba. Parecía a la defensiva y ni siquiera lo dejó pasar.

Cuando le mencionó el nombre de Elisabeth escupió en el suelo.

—Si la localiza me lo dice, la tienen que rajar de mi parte —dijo—. Maldito maricón.

—¿Cómo? No entiendo.

—Sí, que era un tío.

—No le sigo.

—Se vestía de mujer y los volvía locos, y ojito que estaba bien armado...

—Vaya, me sorprende.

—Un mal bicho, guapo, muy guapo, tanto vestido de hombre como de mujer, y con buena educación, muy leído. Facturaba más él solo que la mejor de mis chicas, no crea, tenía una buena clientela.

—Deduzco que su paso por aquí no dejó buen sabor de boca —dijo Víctor intentando disimular su sorpresa.

—No crea, no crea. Como puta era buena, o bueno, de las mejores que he conocido. Cuando quiere dejar satisfecho a un cliente se emplea y los vuelve locos. Es puta, muy puta; reputa, diría yo, y le gusta su oficio...

—¿Pero...?

—Es un mal bicho, sólo creaba problemas. Se pasaba el día leyendo libros raros, cosas de brujas. Asustaba a las demás chicas y las manipulaba. Le tenían miedo. Decían que podía echarles mal de ojo y que sabía conjuros que le secaban el huerto a la más dispuesta.

—¿Lo retiró un tal Gerardo Borrás?

—No sé, puede ser. Justo cuando le di puerta me dijo que le daba igual, que se había buscado un buen arreglo. —¿Sabría usted describírmelo?

—Alto, muy guapo, de pelo negro como el azabache y de ojos marrones pero tirando a verdoso, muy parecidos a los tuyos. ¡Qué ojos tienes, morenazo!

—Gracias, señora. Y ése era su alias...

—¿Su qué?

—Elisabeth era su nombre de guerra, su mote. ¿No sabría usted su nombre y apellidos?.Los verdaderos.

—Pues claro: Paco Martínez Andreu.

Ahora tenía algo a lo que agarrarse. No pensaba dejar escapar aquel hilo, era lo único que tenía. Salió de allí algo perplejo. Don Gerardo era una caja de sorpresas y su amante, Paco, o Elisabeth, no parecía trigo limpio.

Víctor, López Carrillo y don Alfredo aguardaban sentados a la mesa en sus habitaciones del hotel.

—Tú dirás qué esperamos. Primero me sueltas la bomba de don Gerardo y ahora aquí nos tienes, aguardando no sé qué —protestó don Alfredo Blázquez.

—Paciencia —repuso Víctor—. Paciencia. Y aclararé que lo de don Gerardo no es culpa mía. Además, ¿no era de moral intachable?

—Me lo tengo merecido —declaró Blázquez—. Quién lo iba a decir, don Gerardo visitando hombres en un lupanar...

—Hombres... lo que se dice hombres... —apuntó Juan de Dios—. Se llama Elisabeth, ¿no?

—Es un hombre —dijo Víctor—. Sin duda.

—¿Pero con...? —preguntó don Alfredo arqueando las cejas cómicamente.

—Con todo lo que tienen los hombres —afirmó Ros.

—Fíjate, don Gerardo acostándose con un hombre «armado» y que se disfraza de mujer. ¡Qué cosas! —recalcó Juan de Dios.

—Sí, un hombre tan... —comenzó a decir Blázquez.

—Tan pío, sí, Alfredo, tan pío. Ya lo sé —dijo Víctor sirviendo algo más de vino a sus compañeros.

—Si sigues así, nos vas a emborrachar. ¿Cuándo se come aquí?

Víctor no contestó. Hojeaba el periódico, el
Diario de Barcelona,
con cierto aire indolente y esperando no se sabía qué. De pronto alzó las cejas, como si algo llamara su atención:

—«Sin noticias de Teresita Jiménez.» Vaya, vaya, ¿qué es esto? «La niña sigue desaparecida y se teme lo peor»

—Un feo asunto—sentenció López Carrillo. —¿Un secuestro?

—Quizá peor. Lo lleva un compañero mío, Ángel Silla. Ha causado cierto revuelo en la ciudad.

—¿Y eso? —preguntó don Alfredo Blázquez, mirando por encima de sus características garitas.

Juan de Dios tomó aire y comenzó a hablar:

—Pues eso, hará cosa de unos diez días, quizá algo más, una señora volvía al caer la tarde de dar un paseo con su hija de trece años, Teresita. La chica le dijo a su madre que subía a casa de una amiguita que estaba a poca distancia, en la misma acera. Nunca más se supo de ella. No llegó a casa de la amiga. Se evaporó, un misterio. Un periodista que estaba por Jefatura a la caza de noticias supo del asunto y le dio la máxima publicidad en
La Vanguardia
al día siguiente. Me extraña que no lo hayáis visto, porque han empapelado Barcelona con carteles con una fotografía de la cría. Han comenzado a surgir rumores, ya sabéis, que si hay muchas crías desaparecidas... pero que el asunto se oculta porque son pobres. La gente comienza a hablar y se está desatando cierta psicosis.

—Vaya —repuso don Alfredo—. Pero ¿es verdad? ¿Ha habido varias desapariciones de niñas?

—Pues me temo que sí. Bueno, niñas, niñas... Digamos que mujeres jóvenes de entre doce y diecisiete años.

—Mal asunto -dijo Víctor dando un salto en su silla.

—Sí. El gobernador ha ordenado cautela y discreción. Algunas desapariciones no están del todo constatadas, tened en cuenta que hablamos de gente de clase baja: hay chicas que se fugan o incluso a veces las familias van y vienen, vuelven a sus regiones, en fin, que es difícil saber a ciencia cierta el número. Hay gente que prostituye a sus hijas, o incluso las venden.

—Ya, pero... ¿de cuántas hablamos? —dijo Víctor—. Aproximadamente.

—Pueden ser unas diez.

—Rediez —añadió Ros pasándose la mano por la frente—. Una vez detuve a un tipo así. Fue un caso espeluznante: el Sacamantecas de Almadén, que había secuestrado, violado y asesinado a veinticinco infantes.

—¿Por qué Sacamantecas? Yo creo que esto debe de esconder un móvil más... sexual. No irás a decirme que el hombre del saco existe, es un cuento con el que asusto a mis hijas para que se tomen la sopa.

—No quieras saberlo, Juan de Dios, no quieras saberlo —dijo Ros.

Entonces se abrió la puerta y apareció un botones y, tras él, un niño escuálido, harapiento y con la cara negra por el tizne.

—Os presento a Eduardo, mi nuevo colaborador. El nos ayudará a capturar a los secuestradores de don Gerardo Borrás.

Los dos amigos de Ros se miraron con sorpresa mientras que éste decía:

—Pasa, pasa, Eduardo, siéntate. Que traigan la comida.

El botones salió del cuarto para cumplir con la orden que le habían dado. Víctor, sirviendo agua en su copa al pilluelo, dijo:

—Aquí mi buen amigo Eduardo es hijo de Agapito Marín.

—El Tuerto —apuntó don Alfredo.

—Exacto. ¡Pero vaya, aquí está!

Todos se giraron para ver cómo entraban un camarero y el
maître
del restaurante portando una paellera inmensa.

—Tu plato favorito —dijo Ros—. Arroz con conejo.

El crío tenía los ojos abiertos como platos.

—Huele bien, huele bien —dijo López Carrillo.

—Gracias, pueden irse, nosotros solos nos serviremos —declaró Ros y despidió al servicio. Entonces, tomando al crío del brazo, lo hizo levantarse y lo llevó hacia la puerta de su cuarto, que abrió mientras decía—, te diré lo que haremos, Eduardo. Primero comeremos; luego, ¿ves ese pequeño catre que he mandado instalar en mi cuarto? Hay ropa limpia sobre él, te bañarás y te vestirás correctamente. No tires la ropa que llevas ahora, la necesitaremos. Dormirás aquí.

El crío se zafó del brazo del detective y dijo:

—Pero ¿qué quiere?

Era todo desconfianza. Víctor lo miró con calma y repuso:

—Ayudarte, Eduardo, ayudarte. Aquí estarás bien, comerás y dormirás a cubierto.

—Ya, y luego... ¿qué? ¿Qué querrá a cambio? Es usted un pervertido como los demás.

—No, te dije que quiero cazar a los energúmenos que mataron a tu padre. Tengo mujer e hijos. Créeme, yo fui como tú. Sé lo que piensas. No quieres depender de nada ni de nadie, te crees fuerte, invulnerable, eres listo y la policía nunca te cogerá, ¿verdad? Pero en el fondo tienes miedo, estás cansado y te gustaría tener algún lugar al que volver, alguien que se preocupara por ti, ir a la escuela y jugar, como un niño.

El discurso hizo su efecto. Dos lagrimones caían por las mejillas de Eduardo. Don Alfredo lo tomó de la mano y le dijo:

—Ven, mi nieta tiene tu edad. Comamos.

Se sentaron a la mesa. López Carrillo comía incluso con más ansia que el niño vagabundo, por lo que Víctor y don Alfredo rieron divertidos.

—¿Está bueno? —dijo Ros.

—Sabe a gloria —repuso Eduardo.

—¿Y dices que este pilluelo te ayudará? —preguntó Juan de Dios mientras atacaba una pata de conejo—. ¿Cómo? A la que te descuides te sisará la cartera.

Víctor miró al crío muy serio:

—Esta tarde iré a ver a la mujer que me dijiste, a la novia de tu padre, ¿vendrás? —Entonces aclaró a sus compañeros—: Trabaja en J. & M. Smith.

—Ten cuidado Víctor, esta tarde habrá algarada por allí —dijo Juan de Dios sin levantar la cabeza del plato.

—¿Cómo?—dijo Ros

—Sí, los anarquistas y los socialistas preparan una huelga, un paro, creo. La gente no está por la labor pero...

—¿Y cómo lo sabes? Poveda, claro.

—Y otros. Tenemos gente infiltrada, hombre, asisten a las asambleas y nos adelantamos a sus planes.

—Vaya. Sí que le dedicáis energías al asunto —exclamó Ros—. Eduardo, tú tienes amigos en la calle, gente de tu edad, ¿no?

—Sí —dijo el crío.

—Bien, podríamos, a cambio de unas monedas, hacer que trabajen para nosotros con un único fin: encontrar a ese hombre, el enano que andaba en tratos con tu padre.

—Se puede hacer —contestó Eduardo. Parecía mucho mayor de su edad. Víctor reparó en que eran miles de niños los que no tenían infancia, como aquél, y se lamentó por ello.

Trajeron el postre: un inmenso
soufflé
de limón que sirvieron a Eduardo y que éste devoró manchándose cómicamente la nariz.

Cuando hubo terminado aparecieron dos camareras con toallas.

—Y ahora, el baño —dijo Víctor.

—Pero... ¿de verdad voy a vivir aquí? —preguntó el pilluelo, que no podía dejar atrás su desconfianza.

—Pues claro, hijo, y ahora ve.

Eduardo se fue con las dos sirvientas como si lo llevaran al garrote y los tres hombres quedaron en silencio.

—Sé lo que estás haciendo y te equivocas —sentenció don Alfredo.

Víctor, encendiendo un cigarro, dijo:

—Sospecho que me vas a explicar por qué.

—Pues sí, querido amigo, él no es como tú.

—Y eso ¿quién lo dice? Puede que sea incluso mejor que yo.

López Carrillo tomó la palabra:

—A ver, a ver—repuso alzando la mano—. Me he perdido, ¿es posible saber de qué
collons
estamos hablando?

Don Alfredo y Víctor se miraron sonriendo, el primero de ellos tomó la palabra:

—Mira, Juan de Dios, Víctor llegó a Madrid de niño con su madre, sólo tenían lo puesto. Su padre había fallecido de tuberculosis en Extremadura. Su madre trabajaba horas y horas de costurera y él pasaba mucho tiempo en la calle; llevaba camino de terminar convertido en un criminal, y de los buenos, pero un sargento de policía, don Armando, lo apartó del mal camino, lo apadrinó y consiguió que ingresara en la policía, porque logró entrever en él ciertas cualidades que lo han llevado a ser lo que es. Como conozco a nuestro mutuo amigo como si fuera su mismísima madre, sé que se siente en deuda con el mundo por aquello y me temo que piensa hacer lo mismo con este pilluelo, pero... —entonces miró a Víctor y añadió—, ¿tú te has parado a pensar qué será del crío cuando regreses a Madrid? Será más duro para él volver a la calle.

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