El enigma de la calle Calabria (6 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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—No. Creo que no —dijo muy resuelto.

—Ese montón de tierra que hay ahí, en la esquina, ¿estaba aquel día? Pudo saltar sobre él.

—Sí, es de una obra de ahí al lado, creo recordar que sí estaba.

Víctor tomó nota:

—Y al llegar bajaste y no había nadie en el interior.

—Exacto.

—¿Algún objeto? ¿Algún olor? ¿Algo que te llamara la atención?

El joven quedó en silencio.

—Sí, ahora que lo dice. Bajemos del coche.

El joven y Víctor bajaron del pescante y abrieron la portezuela. Don Alfredo y López Carrillo parecían algo sorprendidos.

—Ahí -dijo el cochero señalando un pequeño grabado en la cara interna de la portezuela.

—«Icaria» —leyó Víctor.

Aquella palabra había sido grabada con un objeto punzante, en letras mayúsculas.

—¿Os suena esta palabra de algo? —preguntó Ros.

Sus amigos negaron con la cabeza.

—¿Se fijó usted si este grabado fue realizado antes de la desaparición de don Gerardo? —preguntó Víctor al cochero.

—Pues no sabría decirle. Reparé en ello aquel día porque examiné el interior detenidamente.

Víctor quedó pensativo:

—Icaria —murmuró—. Me suena, ahora que lo pienso, y creo saber de qué. Un momento.

Entonces Ros extrajo un breviario del bolsillo.

—No irás a ponerte a rezar ahora, Ros —dijo López Carrillo en plan chistoso.

—No, no, es mi enciclopedia particular.

Don Alfredo sonreía mientras su amigo se afanaba en buscar la letra I en aquel pequeño libro que parecía un diccionario, y dijo:

—Yo lo llamo la «Victorpedia».

—Aquí está —repuso Ros.

—¡Si está escrito en chino! —exclamó López Carrillo.

—Taquigrafía, Juan de Dios, taquigrafía. «Icaria», comuna socialista, ciudad ideal fundada en Estados Unidos por Cabet, socialista utópico francés, que fracasó rotundamente.

—Vaya. Sí que llevas información ahí —dijo López Carrillo.

—Apuntes, notas, dibujos. En casa tengo tres tomos ya, pero ésta es para viajar. Por eso está abreviada y además escrita con signos taquigráficos.

—No imaginaba que esto fuera asunto de socialistas —murmuró Blázquez.

—Tengo que hablar con alguno de ellos, de la ciudad —declaró Ros.

—Eso no es problema —contestó López Carrillo.

Entonces, en uno de sus extraños arrebatos, Víctor sacó un pequeño estuche de cuero del bolsillo interior de su chaqueta en el que llevaba su instrumental. Tomó un papel muy fino, semitransparente y, pasándole un lápiz por encima, obtuvo una copia del grabado.

—Vaya —dijo López Carrillo, sorprendido por el truco.

—¿Volvió usted de inmediato a la casa? -preguntó Ros mirando al cochero.

—No, esperé un rato, a la salida del tren. Me puse nervioso, la verdad. No sabía qué iba a contar en la casa. Me volví en cuanto partió el convoy y lo conté todo. Al principio me tomaron por loco, la verdad.

—Ya. Me hago una idea del asunto. Ambrosio, volvamos a casa.

Capítulo 3

Cuando llegaron a la calle Calabria descendieron del carruaje. Ya en las escaleras de acceso a la casa y mientras golpeaba la recia puerta de roble con el pomo de cobre, Blázquez dijo:

—¿Y bien?

—Creo que me he hecho una idea bastante aproximada del asunto. No pudo ser secuestrado durante el trayecto ni pudo saltar, porque la apertura y el cierre de la puerta se escuchan desde el pescante. Lo hicieron aquí, justo antes de salir, o al llegar al apeadero, cuando Ambrosio aminoró la marcha; hemos visto un pequeño montículo de tierra muy interesante.

Una de las doncellas les hizo pasar al salón, donde doña Huberta bordaba junto a la ventana.

—¿Ha despertado su marido?

—Sí. Parece tranquilo.

—Quisiera verlo.

—El doctor ha dicho que nada de visitas.

—No lo importunaré, señora, pero necesito echar un vistazo, sólo eso.

—Sea. Acompáñeme. ¿Vienes, Alfredo?

Subieron la escalera y entraron en el cuarto, que parecía más grande. Habían abierto los postigos y entraba mucha luz. La enfermera estaba dando unas natillas a aquel pobre hombre que, con la mirada perdida en el infinito, permanecía sentado en la cama, con las manos quietas sobre los muslos.

—Al menos come bien —dijo don Alfredo. —Sí —dijo la enfermera-. Es el segundo tazón de natillas que ingiere.

—Don Gerardo, me llamo Víctor Ros y soy policía. Silencio.

El secuestrado seguía a lo suyo, abriendo la boca cuando la enfermera le acercaba la cuchara pero impertérrito, ajeno a cualquier otro estímulo.

Víctor chasqueó los dedos delante de su nariz, pero ni parpadeó siquiera.

—Su mente está lejos de aquí —dijo Ros.

Aquel hombre había sido torturado y su inteligencia y su mente habían volado hacia un lugar mejor. ¿Cómo había vuelto a casa? ¿Había logrado escapar o quizá había sido liberado?

Doña Huberta se abrazó a don Alfredo y comenzó a sollozar.

—Debe ser fuerte, señora. Su marido la necesita más que nunca —dijo Ros.

—Sí, tiene usted razón.

Salieron del cuarto y bajaron la escalera.

—Ya nos vamos —afirmó Víctor—. Esto no ha hecho más que empezar, tenga paciencia.

Ella lo miró esperanzada:

—Si necesitan alguna cosa...

—Pues sí —dijo Víctor—. Su marido, ¿tiene algún despacho u oficina?

—Sí, claro—contestó ella—. En la calle Fernando, número ocho, en el principal.

—Quiero verlo.

—Puede usted pasarse cuando quiera.

—¿Mañana a las cinco de la tarde?

—Avisaré a su secretario, Guzmán, para que lo tenga todo a punto.

Un ruido le izo girarse y pudo contemplar a un tipo alto, espigado, con perilla y pelo demasiado largo tapándole media cara. Iba en camisón de dormir y llevaba un gorro con una borla. Tenía un zumo de tomate en la mano derecha.

—¿Qué es todo este ruido? Me duele la cabeza.

—Este es mi hijo, Alfonsín —aclaró doña Huberta—. Aquí, el detective don Víctor Ros, que ha venido de Madrid para encontrar a tu padre.

—Ah -dijo el otro sin mostrar interés alguno en el asunto y perdiéndose escaleras arriba con su aparente resaca.

—Ayer no nos presentaron como es debido, joven. Por cierto, tenemos una entrevista pendiente —dijo Víctor, pese a que el otro ni lo escuchó—. Y usted, doña Huberta, quisiera que no hiciera caso a esas tonterías, me refiero a lo de la posesión demoníaca, ya sabe.

Ella lo miró con calma y sonrió:

—Hay cosas en este mundo que no se pueden explicar, es a lo que algunos llamamos fe. Usted no vio cómo reaccionaba mi marido al ver el Corazón de Jesús, o la cruz del párroco. Hemos tenido que ocultar todas las imágenes y, créame, mi marido es un hombre muy, muy religioso. No creo que unas oraciones le hagan mal, aunque tenga que atarlo a la cama para ello.

—Es un asunto familiar y usted decidirá al cabo. Tenga buenos días, señora.

Cuando salieron a la calle y ya a solas, Víctor le dijo a su amigo:

—Mal asunto, la superstición no va a ayudarnos y, ¿has visto al hijo? ¡Menudo moscardón!

—Sí, no se puede decir que mi sobrino sea un portento.

Había varios curiosos al pie de la escalera: la información aparecida en la prensa comenzaba a surtir efecto.

—Habrá que llamar a Jefatura —dijo López Carrillo—para que pongan de nuevo un guardia en la puerta. Decidieron volver al hotel dando un largo y reconfortante paseo, más que nada para abrir el apetito.

Barcelona, a 14 de junio de 1881

Querida Clara:

Acabo de llegar, como quien dice, y para variar ya me hallo metido en profundidades insondables. Dile a Mariana que Alfredo está bien. Esta mañana ha aparecido el secuestrado, que se encuentra, dicho sea de paso, en un estado lamentable. Ha aparecido como desapareció, por arte de magia, lleno de tierra y oliendo a azufre. Para más inri, el cura de la familia dice que ha estado en el infierno y, además, el asunto ha trascendido a la prensa. Supongo que en breve los periódicos de Madrid se harán eco del suceso. Nada podría importunarme más que este tipo de cortina de humo que, como en el caso gracias al cual te conocí, el misterio de la Casa Aranda, no hace más que ocultarnos la verdad, que siempre está ahí, dispuesta, esperando.

He encontrado la ciudad muy cambiada, pero en el fondo sigue igual: llena de energía comercial e intelectual. Hay muchas publicaciones, algunas de ellas en catalán, por lo que me cuesta entender bien lo que dicen. Algunas son muy satíricas, como
La Esquella de la Torratxa
o
La Campana de Grácia,
que no dan tregua, la verdad. Otras, más serias, como
La Vanguardia
o el
Diario de Barcelona.
Los leo todos y procuro encontrar noticias de Madrid, de casa. Llevo apenas dos días fuera y ya os añoro. Cuéntame cómo están Cecilia y Víctor, y mantenme al tanto de todo. No os metáis en líos. Sí, me refiero a ti y a esas sufragistas suicidas a las que tan bravamente capitaneas. Te ruego que no hagas ninguna locura de las tuyas, al menos hasta que vuelva.

Te echa de menos, te añora y te quiere,

Víctor

Víctor aprovechó la tarde para acercarse a la Jefatura de Policía con López Carrillo, mientras don Alfredo se echaba una siesta. Una vez allí, hojearon los atestados del día 15 de mayo. En efecto, un borracho, de nombre Agapito Marín, había protagonizado un altercado en la calle Calabria al lanzarse sobre una dama porque al parecer no le gustaba su sombrero, que intentó destruir de un manotazo. Según constaba en el acta de detención, dos viandantes lo habían retenido y entregado a la guardia pública, comprometiéndose a pasar aquella misma tarde por la comisaría para declarar. La joven implicada en el asunto había testificado acompañada de su marido al día siguiente, pero de los dos probos ciudadanos que la habían ayudado no se supo más.

El alborotador había sido llevado a una celda a la cárcel de la calle Amelia y puesto en libertad dos días después.

Agapito Marín, alias el Tuerto, no tenía dirección conocida, pero uno de los guardias le dijo a Víctor que vivía en un pequeño poblado de chabolas de la Sagrera, en Sant Martí de Provençals. Decidió que no perdía nada por pasarse por allí, pese a que a López Carrillo le pareció una tontería, pero antes convinieron en que era necesario realizar alguna indagación sobre la misteriosa inscripción hallada en el interior del carruaje: «Icaria».

López Carrillo lo llevó, casi sin mediar palabra y a paso vivo, a una pequeña tasca de la calle de la Plata; justo donde la calle moría en un callejón ciego, arrancaba una estrecha escalera que bajaba a una especie de sótano donde algunos desocupados bebían distribuidos en varias mesas de madera. A Víctor aquel lugar le recordó algunas de las tabernas de su barrio, La Latina.

El mostrador era de mármol y había inmensos toneles al fondo que impregnaban el lugar, mal iluminado y algo húmedo, de un olor mezcla de vino y canela. López Carrillo, sin mediar palabra, pasó junto a la barra y, tras abrir una portezuela, se adentró en un estrecho pasillo que acababa en un patio pestilente y lleno de trastos. Allí abrió una puerta desvencijada y con la pintura roída por los años, y se hallaron en un reservado con una mesa y cuatro sillas. Los postigos estaban echados y la sola luz de una vela sobre el tablero les mostró a un obrero que, al parecer, les aguardaba. Se levantó al verlos llegar y les tendió la mano. Llevaba una gorra, un amplio blusón de color gris, pantalones raídos y alpargatas. Su cara estaba negra por la mugre y sus manos eran fuertes y correosas, con las uñas oscurecidas por la suciedad.

—Poveda, Ros —dijo López Carrillo a modo de presentación.

Tomaron asiento y entró el tabernero con una botella de aguardiente y tres vasos. Se sirvieron y quedaron a solas.

—No me gusta que me llames —le dijo Poveda a López Carrillo—. Prefiero otras vías de comunicación, es arriesgado.

—Ya, pero tenemos que preguntarte una cosa.

Víctor observaba al obrero con atención:

—Eres policía, ¿no?

El otro asintió.

—Yo hice lo mismo años ha, en Oviedo. —¡Acabáramos! —exclamó Poveda golpeando la mesa— ¡Tú eres Ros, Víctor Ros!

—Exacto.

—Hiciste un buen trabajo infiltrándote en las filas de los radicales. Fuiste el primero.

—En efecto, pero ahora no sería capaz de hacer una cosa así.

—¿Y eso? —Tengo familia.

—Te comprendo.

—Además, llegó un momento en que me convertí en uno de ellos, me metí demasiado en el papel.

El otro pareció pensárselo y declaró:

—Es cierto, este upo ele trabajo es duro, yo mismo he llegado a sentirme parle del movimiento, ya sabes, a veces hay que intentar mantener cierta distancia. Pero, vayamos al grano, cada minuto que paso aquí es un riesgo extra que corro. ¿Qué queréis?

—Aquí mi amigo Víctor y un servidor investigamos la desaparición de don Gerardo Borras.

—El Endemoniado.

—El mismo.

—He leído los detalles en la prensa —dijo Poveda—. Feo asunto.

—Bien —contestó Ros tomando la palabra—. En su coche hallamos una inscripción: «Icaria».

—Vaya.

—Sí, me consta que era el nombre que Étienne Cabet dio a su ciudad utópica, que, por cierto, resultó un fiasco, pero ¿qué relación puede tener eso con Barcelona? ¿Hay seguidores suyos por aquí?

Poveda asintió y se echó al coleto un buen trago de aguardiente:

—En el pasado, sí. No te haces una idea, compañero, una panda de locos, creo yo. Mirad, Cabet fue un auténtico profeta del socialismo utópico, en Francia sus ideas pasaron casi desapercibidas, pero aquí, en Cataluña, y sobre todo en Barcelona, hallaron terreno fértil. Por decirte algo, fue el principal inspirador del socialismo republicano catalán.

—Algo leí sobre él cuando estaba infiltrado en Oviedo, pero claro, resultaba demasiado bienintencionado para mis compañeros radicales —dijo Víctor.

—En efecto —continuó Poveda—. Pero aquí gozó de gran predicamento. Tened en cuenta que, después de los fracasos de sus esfuerzos revolucionarios, los
exaltáis
miraron hacia interpretaciones más tibias de la utopía. Cabet quería crear una sociedad perfecta, escribió un libro:
Viaje a Icaria,
en el que hablaba de crear la utopía, una sociedad de iguales con una asamblea de dos mil diputados, y un gobierno con un presidente y quince ministros.

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