El enigma de la calle Calabria (5 page)

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Authors: Jerónimo Tristante

BOOK: El enigma de la calle Calabria
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Se hizo un silencio y Víctor quedó, una vez más, pensativo.

—Es suficiente -dijo.

Salieron del cuarto y se lavaron las manos en una jofaina que sujetaba una doncella.

—¿Qué opina? —dijo el doctor.

—Mal asunto. ¿Recuperará la cordura?

—No cuente con ello, al menos a corto plazo. Ese hombre ha sufrido mucho, ya lo ha visto, y su mente decidió irse de aquí, quizá a un lugar mejor.

—¿Qué podría hacerse?

—En mi humilde opinión de médico de cabecera y siguiendo lo que me dicta el sentido común, yo aconsejaría que permaneciera en casa, tranquilo, bien alimentado y recibiendo el cariño de su esposa, buenos cuidados, pero...

—¿Sí?

—Ese cura se ha tomado este asunto como algo personal, quiere llevarlo a un convento. Mientras usted ha ido a recuperar las ropas me lo he cruzado en el pasillo y me lo ha dicho. ¿Se da cuenta? ¡A un convento! Allí se volverá loco.

—¡No será posible!

—Como lo oye, y doña Huberta parece escucharle.

—Pero eso es lo peor que podrían hacerle. Manifiesta una clara fobia a los símbolos de la Iglesia.

—Son gente religiosa, don Víctor, creen que así volverá a ser lo que era.

—¿Y la espuma? La de la boca.

—Me temo que esos ataques han debido de activar un foco epiléptico latente. Peo asunto.

Llegaron al recibidor y Víctor se encontró con don Alfredo:

—Doña Huberta está histérica y el enfermo duerme, Alfredo, quizá deberíamos irnos a descansar y a reordenar nuestras ideas. Esto es una jaula de grillos.

—Creo que tienes razón, Víctor. Vayamos a tomar el aire.

Salieron de la casa sin despedirse y con el ánimo sombrío.

Comenzaba una nueva jornada y Víctor y don Alfredo desayunaban en sus habitaciones privadas examinando la prensa en detalle:

—¡Maldición! Lo han sacado todo en primera plana -exclamó Ros al comprobar que el
Diario de Barcelona
se hacía eco del suceso con todo lujo de detalles.

—Pues en
La Vanguardia,
otro tanto —dijo don Alfredo, que también repasaba la prensa con atención.

—Escucha, escucha —afirmó Víctor-: «EL ENDEMONIADO DE LA CALLE CALABRIA:
Ayer apareció tan misteriosamente como se había esfumado el celebrado empresario don Gerardo Borras. Su desaparición, que se suponía un secuestro, había sido llevada con la mayor discreción por la fuerza pública, pero los sucesos del día de ayer han dado al traste con el secretismo y cualquier explicación lógica. Al parecer, la situación en que se encuentra el pobre, así como las extrañas circunstancias que han acompañado su caso, han desatado toda suerte de rumores. Periódicos de toda Europa nos piden detalles vía telégrafo y es que el caso no es para menos. Don Gerardo desapareció hace unos días del interior de su coche de caballos para materializarse ayer mismo muy cerca del lugar donde se le había perdido la pista. Presenta indicios de severo maltrato, iba lleno de tierra y olía a azufre; presenta también fotofobia y, además, parece haber perdido la razón y sufre violentos ataques cuando se le presentan símbolos religiosos. El obispado ha tomado cartas en el asunto e incluso nos consta que el Vaticano va a enviar a un especialista en este tipo de casos. Ni la policía ni la familia han querido hacer declaraciones. Seguiremos informando».

—Estamos apañados —repuso don Alfredo.

—Sí, desde luego.

—Y tú, ¿qué opinas?

—Nada de nada. Un secuestro, eso sí, cruento. Observé sus lesiones y creo que fueron causadas por manos humanas.

—Pero, Víctor, lo del azufre, la fobia a los símbolos religiosos...

—Sí, reconozco que eso hace el caso más interesante, me temo que tendremos que emplearnos a fondo.

—Admite que te gustan estos casos en los que lo paranormal parece cruzarse en nuestro camino.

—Como en la Casa Aranda.

En aquel momento entró López Carrillo. Agitando un periódico que llevaba en la mano dijo a modo de saludo:

—Vaya caso. Lo que nos faltaba.

—Precisamente hablábamos de eso, la prensa no nos lo va a poner fácil —contestó Víctor—. ¿Te apetece un café?

—No te digo que no. Me vendrá bien espabilarme un poco, la verdad.

Mientras don Alfredo le llenaba una taza, López Carrillo volvió a tomar la palabra:

—¿Qué hiciste con la ropa? Me han dicho que montaste un numerito.

Víctor sonrió divertido:

—Telegrafié a mi amigo Córcoles, eminentísimo químico de Madrid. Se las he enviado en una caja para que haga un análisis de todas las sustancias que pueda hallar en la ropa, ese polvillo amarillo es, casi seguro, azufre. Además, quiero que un colega suyo, geólogo, nos aclare algo sobre el tipo de tierra: en las botas había aún algunos restos interesantes.

—Ya —dijo Juan de Dios con la boca abierta.

—La ciencia, amigo, ésa si que es una compañera de viaje fiable y no la superstición.

Apura el café, Juan de Dios, que mi prima nos espera—dijo don Alfredo dando por terminada la conversación—. Nos aguarda una jornada movidita, me temo.

Se pusieron en pie, bajaron al recibidor y tomaron un coche de alquiler para ir a casa de don Gerardo.

Doña Huberta, la prima de don Alfredo y esposa del secuestrado don Gerardo, les recibió al pie de las escaleras, que partían desde la misma acera de la calle para dar acceso a tan noble y hermosa vivienda. Parecía más calmada que el día anterior.

Era una mujer que debía de rondar los sesenta, canosa, y que ahora lucía un elegante vestido granate con los puños de encaje negro y llevaba recogido el cabello en un peinado tocado con una pequeña gasa de color oscuro.

Les hizo tomar asiento en el amplio salón, desde donde se veía la calle, que quedaba al abrigo del sol merced a unos hermosos falsos plataneros. El discurrir de paisanos y carruajes era algo monótono a aquellas horas de la mañana.

—Ahora que llega usted sé que todo se va a arreglar. Me ha dicho Alfredo que no hay caso ni entuerto que se le resista. Además, nos ha traído suerte, fue llegar usted y aparecer mi marido —dijo la buena mujer mirando a Víctor tras ordenar a la criada traer bizcochos con jerez para todos.

—Espero contribuir modestamente a que su marido vuelva a ser el que era y a cazar a los desgraciados que le hicieron eso.

Ella puso cara de pocos amigos:

—Comienzo a dudar de si lo que le pasó a mi marido fue cosa de seres humanos.

Víctor y su compañero se miraron. Charlaron un poco de banalidades en espera de que las criadas terminaran de servir el refrigerio, y una vez a solas con la dueña de la casa don Alfredo cerró las puertas correderas del salón señalando a Víctor con las cejas que podía comenzar.

—Bien, doña Huberta —comenzó diciendo éste mientras López Carrillo, muy aplicado, tomaba notas en una agenda—. En primer lugar, debo decirle que todo lo qué nos cuente queda en el más absoluto de los secretos. ¿Me entiende?

—Perfectamente.

—En segundo lugar, he de pedirle que nunca, nunca, me mienta. Si lo hace terminaré sabiéndolo, no le quepa duda, y además podría usted llevarme a encaminar la investigación por un sendero equivocado, lo que podría incluso provocar que nunca recuperemos a su marido. ¿Nos entendemos?

—Nos entendemos -repuso la dama, que tenía ya evidentes bolsas bajo los ojos por el sufrimiento que su organismo acumulaba en los últimos tiempos.

—Bien. Su marido desapareció, si no me equivoco, el quince de mayo.

—Exacto.

—¿A qué hora?

—A las ocho y cuarto más o menos.

—Bien. ¿Dónde se despidió usted de él?

—Salí a la calle, a las escaleras, le di un beso y subió al coche.

—¿Lo vio usted subir?

—Sí.

—No, no, digo físicamente, no si usted supone que subió... Pregunto si lo vio usted subir con seguridad.

—Sí, subió por su propio pie; el cochero, Ambrosio, cerró la portezuela, trepó de un salto al pescante y partieron.

—Le diría usted adiós con la mano al iniciar la marcha, ¿no? Vamos, que lo vio cuando se ponía en marcha el carruaje.

—Pues no.

—¿Y eso?

—Justo cuando iban a iniciar la marcha oí gritos y giré la cabeza.

—¿Por qué?

—Un borracho la emprendió a golpes con una dama que pasaba junto a él, al parecer quería quitarle el sombrero. Dos caballeros que caminaban por la calle lo agarraron al instante.

—¿Y el coche de su marido?

—Inició la marcha en ese momento.

—¿El cochero presenció el incidente?

—Sí, creo que sí.—Ya.

—Ese hombre, el borracho...

—¿Sí?

—¿Qué pasó con él?

—Los dos caballeros que lo sujetaban aguardaron a que viniera la fuerza pública. Acudieron dos guardias, lo esposaron y se lo llevaron a empellones.

—Muy bien. Ahora reflexione un momento, ¿tenía enemigos su marido?

—No, que yo sepa. Supongo que como cualquier hombre de negocios.

—¿Vicios?

—Ninguno.

—Doña Huberta...

—Ninguno, mi Gerardo es un hombre pío. Asiste a misa diaria a las siete de la tarde en la iglesia de San Agustín, al salir del trabajo. Es un hombre muy recto, apenas se permite un vaso de vino en las comidas y vive dedicado a su oficio.

—Un hombre recto en todos los sentidos.

—En efecto.

—¿Tiene su marido alguna «amiga»?

—¡Víctor! -exclamó don Alfredo.

Ros miró a su amigo y dijo:

—Blázquez, hay que llegar al fondo del asunto.

—No pasa nada, no pasa nada... —lo tranquilizó doña Huberta alzando la mano izquierda mientras con la derecha se atizaba un buen trago de jerez—. Mi marido, don Víctor, no ha tenido ni tiene querida ni es amigo de visitar a coristas ni casas de mala nota. Es un santo.

—Ya. ¿Conoce la naturaleza de los negocios que lo llevaban a Madrid?

—Iba a comprar unos inmuebles para luego alquilarlos a través de un corredor que se encargaría de su mantenimiento, así como del cobro y de enviarle las rentas.

—¿Sabe su nombre?

—Ni idea. Nunca me he metido en sus negocios.

—Salgamos —dijo Víctor poniéndose en pie de improviso.

Colocó a la dama en la puerta, en lo alto de las escaleras desde las que despidió a su marido, y mandó que viniera Ambrosio, el cochero. Le hizo sacar el elegante
Brougham
y aparcarlo donde el día de autos.

—Bien, bien —dijo en voz alta—. Doña Huberta, ¿está en el mismo sitio en que estaba aquel día?

—Sí —contestó muy resuelta.

Víctor subió los ocho escalones de dos en dos y se situó junto a ella, mirando hacia fuera.

—¿Había alguien más en la calle?

—Sí, gente que pasaba arriba y abajo.

—¿Algún otro coche?

—Sí, uno en la acera de enfrente, recogiendo a algún vecino.

—¿Parado?

—Creo que... sí, pero enseguida partió, me parece, no estoy segura del todo...

—El borracho, ¿dónde estaba?

—Allí, a la derecha —dijo la dama señalando una farola de gas. Víctor se acercó al lugar y echó un vistazo en derredor.

—Bien —dijo—. Ahora necesito hablar a solas con Ambrosio. Pase dentro, doña Huberta, que enseguida volvemos. Alfredo, Juan de Dios, subid al coche, vamos a repetir el recorrido que hizo don Gerardo. De camino, abrid dos o tres veces la portezuela y la cerráis, e intentad no hacer ruido, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —respondieron los compañeros de Víctor.

Este subió al pescante con Ambrosio, que era joven, pelirrojo y buen mozo.

—Bien, Ambrosio, intenta recordar. Cuando subió tu señor, hubo un cierto revuelo por un tipo que gritaba.

—Sí, ahí a la derecha, donde se ha colocado usted antes.

—Bien. ¿No bajaste a socorrer a la dama?

—No, dos señores lo agarraron al instante.

—Ya. ¿Bien vestidos?

—Sí, con traje y bombín los dos.

—Aun así, ¿por qué no bajaste?

—No era necesario, el Tuerto había sido reducido. Además, íbamos con el tiempo justo.

—¿El Tuerto?

—Sí, un tipo alto, delgado y tuerto, me suena de verlo por las Ramblas, creo que era carterista. Sé que lo llaman el Tuerto.

—Vaya.

—Había un coche parado ahí enfrente, ¿no?, en sentido contrario.

—Parado... no, venía lento y creo que, sí, que paró, no lo sé a ciencia cierta, pues quedaba detrás de mí, a la izquierda. Quizá llegó a parar, quizá no.

—Y tú, al azuzar al caballo, miraste a la derecha, donde el incidente del Tuerto, ¿no?

—Así es.

—Arrea, haremos el mismo recorrido que aquel día.

Ambrosio azuzó los caballos y el carruaje comenzó a andar. Víctor quedó en silencio durante unos minutos mientras pensaba.

—El coche ese... ¿era de alquiler?

—No me fijé, no puedo decírselo.

—Ya.

Se escuchó el ruido de la portezuela que se abría, un crujido característico, enseguida se escuchó un portazo. Víctor volvió a quedar en silencio. Miraba de reojo, hacia atrás. Pasaron unos minutos en los que Víctor se empapó del ambiente de las calles, colorista, laborioso: mujeres con amplios pañuelos en los que llevaban envuelta la comida para sus hombres, que vivían presos de sol a sol en las inmensas fábricas de ladrillo rojo; agricultores que arrastraban con esfuerzo carros repletos de hortalizas camino del mercado de la Boquería y pilludos de ropas raídas y enormes gorras que le recordaron a sí mismo cuando llegó de niño a Madrid.

Escucharon un crujido.

—La puerta de nuevo, se escucha con toda claridad —dijo Víctor por todo comentario.

Otro portazo Al rato, tras observar con detalle el recorrido y poco antes de llegar, el inspector Ros retomó la palabra:

—¿Pudo saltar don Gerardo?

—Imposible, es un hombre mayor e íbamos a paso vivo. Además, lo hubiera notado.

—Y al llegar al apeadero te habrías encontrado la puerta abierta.

—Claro.

Llegaron a su destino.

Pararon. Sin bajar del pescante, Víctor dijo:

—Al llegar, ¿qué hiciste?

—Miré a la derecha. Allí había dos cocheros amigos míos aguardando a los viajeros que llegan a las nueve y media, y les hice una seña para almorzar en cuanto dejara a mi jefe.

—En ese momento, ¿aminoraste?

—Sí, un poco, porque pasaron varios transeúntes por delante.

—¿Pudo bajar ahí tu señor sin que te dieras cuenta?

Ambrosio puso cara de pensárselo.

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