Read El enigma de la calle Calabria Online
Authors: Jerónimo Tristante
—Y no te hacía caso.
—Exacto. Yo, cuando venía por aquí, me perdía en la Barceloneta, en el Barrio Chino en los poblados de chabolas de los extremeños y murcianos de la playa, o en los ambientes más elevados del Liceo. Comprendí que ésta era una ciudad maravillosa y poliédrica, donde no sólo se hablaban dos idiomas sino muchos más; abierta al mar, cosmopolita: sólo había que pasarse por el puerto para comprobarlo. Aquí hay de todo, Alfredo, desde los ambientes más reaccionarios y más conservadores hasta el anarcosindicalismo más violento, que está haciendo de las suyas, pasando por una burguesía laboriosa, preeminente y acaudalada, sin olvidar a los regionalistas y, por supuesto, a miles y miles de obreros que vienen de toda España a trabajar y a intentar levantar cabeza en este lugar. Vamos, un ambiente variopinto, enriquecedor y, para mí, vibrante.
—Dices bien —interrumpió López Carrillo.
Víctor siguió a lo suyo:
—Esta es una ciudad fascinante, Alfredo. Me estimula. A veces es difícil de entender, no digo que no, pero también es capaz de sacar a flote lo mejor y lo peor de las personas que se dignan habitarla. Es un buen lugar donde vivir. Juan de Dios comenzó a comprenderlo, en parte, con nuestras incursiones nocturnas. Pero ahora me da la sensación de que lo ha entendido gracias a su media naranja. ¿No es así?
—En efecto, amigo, en efecto.
—Gracias a... la Pazguata, con perdón —dijo don Alfredo—. No quería faltar...
Juan de Dios López Carrillo miró a Blázquez con cara de pocos amigos y repuso:
—Me lo tengo merecido. En nuestra época de crápulas conocimos a unas jóvenes de buena familia en las sesiones vespertinas del Liceo. Rehúso contar aquí lo de mi amigo Víctor, aunque te comunico que ella está felizmente casada —dijo mirando a Ros—, pero yo, por mi parte, comencé a tontear con una joven cultivada y educada a la que no se nos ocurrió otra cosa que bautizar como «la Pazguata». —Entonces se santiguó diciendo—: Si se entera de esto me mata.
—Descuida, que aquella vieja anécdota acaba de desaparecer de la faz de la tierra -dijo Víctor—. En lo que a mí concierne, tu mujer se llama y siempre se llamó Eugenia. Esa nadería forma parte ya, para siempre, del pasado.
—Lo mismo digo por mi parte —añadió don Alfredo.
—Bien, es obvio que en aquella época mis intenciones eran de todo menos loables, pero, chico, cuando Víctor se fue me encontré solo y, ¿sabéis?, poco a poco le encontré un sustituto en mi Eugenia. Me la encontré un día con su aya caminando por las Ramblas y paseamos un rato. Comimos pipas de girasol y charlamos, ya no me pareció tan mojigata. Luego me invitó a su casa a jugar al tenis y poco a poco... Éramos unos imbéciles, Víctor.
—Vaya, Juan de Dios, me alegro por ti, amigo.
—Soy un tipo con suerte.
—Los tres lo somos. Esta noche os invitaré a tomar una copa de champán y brindaremos por nuestras respectivas: Clara, Mariana y Eugenia. Las mujeres hacen girar el mundo, amigos. Y ahora, tenemos un caso que aclarar.
López Carrillo dijo entonces:
—Yo he de acercarme a Badalona por otro caso, un asunto fácil pero cruento. Ayer un carnicero agarró el hacha y despachó a su parienta y a un sereno que se la beneficiaba desde hacía tiempo. Tengo que interrogarlo. Mañana nos vemos. He dado orden en Jefatura de que os suministren cualquier cosa que necesitéis.
—Gracias, amigo.
López Carrillo salió del salón tras despedirse y Víctor y don Alfredo se encaminaron hacia la recepción para pedir un coche de alquiler. Mientras don Alfredo hablaba con el encargado, Víctor sintió que le tocaban el hombro. Giró la cabeza y se vio frente a un guardia urbano. Vestía la característica casaca encarnada, pantalón negro y casco, y llevaba el enorme bastón reglamentario.
—Perdone, ¿es usted Víctor Ros?
—Sí, soy yo.
—¿Y don Alfredo Blázquez?
—Es este caballero, ¿ocurre algo?
—Sí, me envían para avisarlos. Deben acompañarme: don Gerardo Borrás ha aparecido.
El coche de alquiler volaba hacia la casa de la calle Calabria, donde residía la familia Borras. Ros parecía impaciente y algo confundido a la vez. La expectación se leía en el rostro de don Alfredo.
—Pero —dijo el inspector Ros—, ¿cómo lo han encontrado? ¿Dónde?
—Fui yo, señor. En la misma puerta de su casa —contestó el guardia.
—Perdone, ¿usted se llama? —preguntó el detective sacando su bloc de notas.
—Fulgencio Costa.
—Cuéntemelo todo.
—Pues estaba a punto de terminar mi turno de guardia en la puerta de la casa de don Gerardo, no hará ni una hora; el caso es que de pronto levanté la mirada y vi que había un tipo raro frente a mí. No me di cuenta de cómo había llegado. No regía, eso estaba claro, miraba al frente, como perdido, y se negaba a circular. El caso es que me acerqué al hombre que, dicho sea de paso, parecía un eccehomo, y le dije que despejara la acera, que allí no había nada que hacer. Ni caso. Miraba al infinito, como ido. Reparé en que tenía un ojo morado, contusiones, un corte en el pómulo y hasta me pareció que le faltaba algún diente que otro, así que lo hice pasar a la casa, porque empecé a sospechar que le habían dado una paliza. Una vez dentro comprobé que era, en efecto, el mismísimo don Gerardo. Me han dado una buena propina.
—¿Va bien vestido?
—Quiá, en chaleco y con la camisa medio rota, con manchas de sangre. Iba todo perdido de tierra y olía mal, muy raro.
El coche llegó a destino y Víctor bajó de un salto. La fachada y el pequeño jardín delantero de la casa de la familia Borras denotaban que allí habitaba gente pudiente. Situada en la calle Calabria, en pleno Ensanche, aquella vivienda amplia, moderna y de cuidados jardines era el prototipo de residencia que comenzaba a imponerse entre la pujante burguesía barcelonesa.
Allí les esperaba un caballero al que don Alfredo presentó como don Herminio, el marido de una de sus primas:
—Quiero verlo —dijo Ros, que ardía en deseos de entrevistarse con el secuestrado y aclarar el caso. Quizá ni siquiera era necesaria su presencia allí. ¿Cómo habían logrado los secuestradores que desapareciera del coche? La curiosidad le devoraba.
—Se lo han llevado a su cuarto, para que lo atendiera su médico, con calma —dijo don Herminio.
—¿Tan mal está? —preguntó don Alfredo.
—No te haces una idea. Cuando ha entrado en el recibidor ha mirado una lámina que lo preside, un Corazón de Jesús, y al verlo se ha puesto hecho una fiera, tenía convulsiones y echaba espuma por la boca. Entre cuatro no podíamos reducirlo. Cosa de locos, como si estuviera poseído.
Ros dijo:
—Indicios de tortura, me dice aquí el guardia, Fulgencio.
—Sí, le faltan varias piezas dentales. Ha perdido el chaleco en el forcejeo y lleva la camisa manchada de sangre en la espalda, como si lo hubieran azotado. Creo que está fuera de sí. Ha debido de escaparse de sus captores. Tiene las uñas llenas de tierra y huele que apesta a huevos podridos. Tiene como un polvillo amarillo en algunas parles de la ropa.
—Azufre —dijo Ros muy serio. Entraron.
Hallaron la casa de la calle Calabria llena de gente: cuñados, cuñadas, algún conocido que otro, varios agentes de uniforme y criadas que iban de acá para allá. Una dama, que resultó ser doña Huberta, la mujer del secuestrado, lloraba en un sillón consolada por varias mujeres y el hijo, un petimetre de tres al cuarto, Alfonsín, que parecía divertido con todo aquello y bebía una copa de jerez tan tranquilamente.
Víctor fue presentado a aquella buena mujer pero tuvo la sensación de que la pobre no se enteraba de nada. Entonces se escucharon voces destempladas que venían del recibidor y Víctor llegó a tiempo para mediar en una agria polémica entre un sacerdote y un señor de porte aristocrático, con monóculo, que resultó ser el médico de la familia.
—¡Silencio!—exclamó Víctor, que, mostrando su placa, hizo cesar el griterío—. Policía. Usted y usted, síganme. Alfredo, ven con nosotros.
El inspector Ros cerró las puertas correderas del coqueto gabinete de los Borras y obligó a sentarse a los dos contendientes, que don Alfredo identificó como Celestino Guadarrama, sacerdote, dominico, confesor de don Gerardo y amigo de la familia, y don Federico Ponce, el médico de los Borrás.
—A ver, explíquenme lo que pasa aquí y que sea rápido, tengo que hablar con don Gerardo cuanto antes: las primeras impresiones son vitales.
—No podrá. Está sedado. Le he tenido que inyectar fenobarbital como para tumbar a un elefante —dijo el médico.
—¿Cómo? —repuso Ros.
—Sí, se estaba autolesionando en una crisis convulsiva, echaba espuma por la boca.
—¡Está endemoniado! Hay que hacerle un exorcismo —terció el cura, un tipo con cara de fanático e inmensa papada—. ¡A la mayor brevedad!
—No entiendo... dijo Víctor,
Don Federico, el médico, tomó la palabra:
—Después del ataque que ha sufrido en el recibidor hemos optado por sedarlo y llevarlo a su cuarto. Está como ido, no conoce, Huberta no para de llorar. Estaba intentando evaluar su estado cuando aquí, el sacerdote, entró en el dormitorio cantando en latín. Don Gerardo, al ver la cruz que este cura le mostraba se ha puesto así, como loco. Un nuevo ataque. Entonces, para rematar el desaguisado, aquí el páter ha sacado una estampita de la Virgen de la Merced...
—¡A la que él tenía mucha devoción!
—... y se ha puesto peor aún.
El cura, trastornado, añadió:
—Huele a azufre, a huevos podridos, y lleva las uñas llenas de barro, como si viniera del interior de la tierra, ese hombre desapareció, se volatilizó en el interior de su coche. Ahora aparece un mes después en el mismo lugar, por ensalmo, por arte de magia. ¿Qué más necesitan para verlo claro? ¡Ha venido del infierno! Está poseído, el rechazo a los símbolos sagrados es la muestra más clara, es un signo inequívoco, hay que exorcizarlo.
—Tiene una crisis nerviosa —sentenció el médico.
—¿Ha podido usted valorar sus lesiones? —dijo Víctor cambiando de tercio.
—Apenas. Pero es obvio que lo han torturado, le faltan dos uñas, arrancadas de cuajo, golpes, moretones, le faltan dientes... ese hombre ha sido llevado al límite, brutalmente torturado, si se me permite decirlo.
—¡Las penas del infierno! Era un pecador, se lo advertí y el diablo vino a por él. Ha escapado a buen seguro por la intermediación de Nuestra Señora, pero el mal está aún en él. Hay que liberarlo.
—Lo secuestraron —dijo Víctor.
—¿Sí? Quizá podría usted explicar cómo se volatilizó —declaró el cura desafiante.
—No —dijo Víctor—. Aún no tengo todos los datos. Acabo de llegar.
—Ya —contestó el fanático sacerdote muy ufano—. Aquí hay un cristiano en serio peligro de perder su alma y no me voy a rendir. Voy a hablar con doña Huberta personalmente, ella entenderá. Hay que actuar de inmediato. En esta ciudad están sucediendo muchas cosas raras.
Y dicho esto salió del cuarto.
—¡Menudo asunto! -exclamó Blázquez.
—Quiero verlo —repuso Ros.
—Está sedado —dijo el doctor.
—Es igual, sólo quiero ver sus lesiones. Me vendrá bien que no se mueva. Es imprescindible que eche un vistazo a sus lesiones.
Víctor miraba por la ventana hacia el jardín, parecía pensar. Sabía que tenía que poner algo de orden en aquel caos. Con tiento, con pausa y usando la razón, las piezas volverían a encajar.
—La ropa —dijo de pronto—. ¿Le han quitado la ropa?
—Claro, está para tirar —dijo el médico—. Les he dicho a las criadas que la quemaran.
En aquel momento y sin mediar palabra alguna, Víctor salió a toda prisa del cuarto, atravesó la casa corriendo como un loco y chocó con una doncella, a la que hizo rodar con estrépito por el suelo con el servicio de té que transportaba.
—¿Dónde queman la ropa? ¡Rápido! —gritó a la fámula.
—Por allí —dijo ella señalando desconcertada una puerta al final del pasillo.
Víctor salió corriendo de nuevo, llegó al patio trasero y, tomando unas pinzas, abrió el enorme horno hemisférico en que se hacía el pan de la casa. Metiendo medio cuerpo dentro, sacó un pantalón, una camisa, un chaleco, calcetines y hasta una bota.
Por poco se asfixia.
—Pero ¿estás loco?
Víctor, tumbado boca arriba y luchando por respirar, logró balbucear:
—Córcoles, mi amigo Córcoles…
El cuarto de don Gerardo permanecía en una especie de penumbra para calmar el estado de ansiedad en que, al parecer, se hallaba el enfermo. El doctor, don Federico, y el propio Víctor entraron en la habitación, por lo que la enfermera que velaba sentada junto a la cama se levantó para dejarles espacio.
—Ayúdeme —dijo el médico a la chica subiendo la manga del camisón a don Gerardo. Le pusieron otra inyección para que durmiera.
Víctor observó que sobre la cama, en la pared, se veía una marca en la pintura dejada por un crucifijo. Faltaban varios cuadros de las paredes que, sin duda, representaban la vida y milagros de santos, vírgenes y demás motivos religiosos que tanto enfurecían ahora al doliente. Era algo extraño, la verdad, o al menos él no conocía un caso igual. A Víctor le pareció que aquel hombre debía de haber sufrido mucho. Lo habían afeitado y olía bien, a loción y colonia. El médico le subió el camisón y, girándolo un poco, alumbró con una lámpara de queroseno.
Víctor inspeccionó las marcas. Su otrora mentor, don Alberto Aldanza, le había enseñado a distinguir qué herramientas provocaban los distintos tipos de herida, así que sentenció:
—Un cuchillo, sin dientes, quizá una navaja. Lo hizo un diestro. Parecen estar cicatrizando. No son recientes.
El galeno lo miró sorprendido.
Víctor echó un vistazo a los tobillos del infortunado:
—Lo ataron. —Luego le tomó las muñecas—. De pies y manos. Una maroma, gruesa. Le arrancaron dos uñas. Qué bestias. Dios, le han quemado los genitales. Y mire, esos pliegues en la tripa y aquí en la cara interna de los muslos. Este hombre ha perdido mucho peso, no le dieron apenas de comer, eso es seguro. Qué inhumano. ¿Ha comido algo?
—No —dijo la enfermera.
—Ya —repuso Ros, quien siguió con la inspección y le levantó el labio superior como se hace para examinar a un caballo—. Le faltan varias piezas. Acerque la lámpara, don Federico.
Mire allí, al fondo, tiene una muela partida, con la corona rota. Un objeto romo, quizá el pomo de un bastón. Observe aquí: moretones en la mandíbula y en el ojo, y cortes en el pómulo. Este puñetazo es de un diestro, llevaba un anillo, grueso.