Volví a abrir el bloc de notas y le quité el capuchón de plástico dorado a la pluma estilográfica. El swami había cambiado la petulancia inicial por una actitud de obsequiosidad ladina.
—Por supuesto —dijo.
—Así me gusta. Trataré de no sobrepasar los diez minutos que me ha concedido su eficiente y amable secretaria. Pero si los trámites se alargan, dígale a esa chorba que se meta el cronómetro donde ella sabe. Y ahora empecemos por el principio. ¿Tiene usted al día la licencia? ¿Y la cédula de habitabilidad? ¿Cuánta gente trabaja en la asociación? Con seguridad social o sin ella, eso no me interesa. Ya se las entenderá con los de Hacienda cuando le toque.
—Sólo dos personas: la señorita Jazmín, a la que ya conoce, y yo mismo.
—¿Reside usted en Pedralbes?
—No, señor. En el Poble Sec.
—¿Lo ve? —dije simulando hacer una anotación—. Hasta las bases de datos más completas tienen fallos. ¿Es usted propietario de un vehículo? ¿Acaso, según mis datos, de un Peugeot 206? ¿Le ha dado buen resultado? ¿Pasa regularmente la ITV?
—Todo está en orden. El coche va bien y gasta poco.
—¿Es usted propietario de algún establecimiento abierto al público? Como un bar, por ejemplo.
—No, señor.
—Aquí dice que ha sido visto en repetidas ocasiones en una cafetería registrada con el nombre de
El Rincón del Gordo Soplagaitas
.
—Sí, voy de vez en cuando a ese bar. Eso no es ilegal, supongo.
—No, pero es raro. Queda lejos de su trabajo y de su domicilio. Y como bar, sinceramente, no merece el desplazamiento.
—Oiga, no quisiera parecer descortés, pero mi vida privada no es de su competencia.
—Por supuesto, por supuesto —convine encogiéndome de hombros y haciendo otra anotación—. En caso de conflicto decidirán los tribunales.
—Está bien. Le diré la verdad. En casos excepcionales atiendo a las necesidades espirituales de algún discípulo a domicilio. Cerca del bar que usted ha mencionado reside una persona cuya serenidad anímica depende de… de ciertos ejercicios que practicamos al alimón. Meditación postural la llamo yo. Los días de visita suelo tomar algo en el bar, antes o después de las sesiones. Nunca bebidas alcohólicas. ¿Todo esto ha de constar en el expediente?
—De momento, en el informe. Yo sólo soy el mensajero de la buena nueva. En breve le visitarán tres inspectores. Yo de usted iría poniendo en orden los papeles. Y también su vida privada. Se ahorrará muchos quebraderos de cabeza. Ésos se presentan sin avisar.
Estuve tomando notas en silencio durante un rato, luego le puse el capuchón a la pluma, cerré el bloc y me guardé ambos artículos en el bolsillo. Mientras me levantaba dije:
—¿Me permite utilizar su móvil? He dejado el mío en la furgoneta.
—No faltaría más.
Marqué el número de Quesito y cuando ésta respondió dije:
—¿Fernández? Soy yo, el Sugra. Te llamo por el móvil de un cliente. Sí, el swami de los cojones. ¿Cómo? Nada, lo de siempre. Veremos qué dicen los cabrones del tercer piso. ¿Y a ti cómo te ha ido con el derviche? ¡No me digas! ¿Agarrao por las pelotas? ¡Pero qué tío estás hecho, Fernández! Venga, te veo. Ciao, ciao.
Devolví el móvil al swami, que lo cogió con mano temblorosa, saludé con una ligera inclinación de cabeza y me dirigí a la salida. Al pasar junto a la recepcionista hice como si no la viera. En la calle el sol caía a plomo. Me puse el sombrero. Había sido una buena idea traer el sombrero y me daba pena tener que devolverlo. Debido a la posición del sol, mi sombra sobre el pavimento se reducía a la sombra del sombrero. Gracias a este efecto astronómico no hube de consultar el reloj para saber la hora aproximada ni para recordar la invitación del abuelo Siau. Al pasar junto al Juli me detuve un instante, como si me estuviera arreglando el sombrero, y sin mirarle le cité para las nueve en el restaurante
Se vende perro
y le dije que convocara a los otros. En aquel momento pasaba un autobús. Le hice señas y cuando se abrió la puerta salté adentro. En el autobús sólo viajaban dos señoras de avanzada edad vestidas de negro. Antes de sentarme, las saludé muy gentilmente quitándome el sombrero.
En mi ausencia, Quesito había ido a la peluquería. Al no encontrarme allí, había entrado por mediación de una ganzúa, se había sentado en el sillón y se había quedado dormida. Mi entrada la despertó y de inmediato se deshizo en disculpas por la intrusión. Al recibir la llamada desde el centro de yoga, se había preocupado: reconoció mi voz pero no el teléfono y no entendió nada. La reprendí.
—No has de presentarte en los sitios sin avisar, y menos entrar cuando no hay nadie y sin permiso. Aparte de causar mala impresión, podría haber una alarma conectada o un perro adiestrado para morder allanadores. En cuanto a la llamada, no tiene nada de particular: quería bajarle los humos a un presumido y, de paso, grabar en tu móvil el número del suyo. ¿Has cumplido el encargo?
—Sí, señor —respondió con naturalidad—. Tengo toda la información.
—¿Tan de prisa? ¿Cómo lo has hecho?
—Colgué la foto en Twitter y a los cinco minutos tenía respuestas de todo el mundo. Hasta la CIA quiere ser mi amiga. El señor de la foto es un terrorista internacional. Muy bueno en su categoría, que es el asesinato. Se llama Alí Aarón Pilila y va por libre. Ha liquidado gente por cuenta de los narcos, pero también se ha cargado a miembros de Al Qaeda por encargo del Mosad y viceversa. En España tuvo varios contratos en el sector de la construcción hasta que reventó la burbuja. Sus métodos son tan simples como eficaces y no le falta refinamiento: a una víctima le cortó los cojones con un serrucho.
—¡Basta! —exclamé indignado—. Una señorita no debería leer estas cosas.
—Usted me mandó.
—No importa: la urbanidad tiene precedencia. Y ahora —añadí después de haber echado una ojeada al reloj— vete a casa. Es la hora de comer y tu madre te estará esperando.
—Mi madre no come en casa —respondió—. Me ha dado dinero para que coma por mi cuenta, pero como hace tanto calor, me lo he gastado en un taxi al venir. Sólo me queda para un Magnum.
—Ni hablar —dije—. A tu edad has de alimentarte bien. Yo estoy invitado a una casa particular, pero si vienes conmigo no les importará. Son muy acogedores. Es aquí mismo.
Después de lo que acababa de contarme no quería que anduviera sola por el mundo. Como la vez anterior, toda la familia Siau esperaba en la puerta, rojos como pimientos a causa del calor, pero sonrientes y reverenciosos, y se mostraron muy complacidos al verme llegar acompañado de Quesito.
—Donde comen dos comen tres, como dicen ustedes —rió el cabeza de familia atajando mis prolijas explicaciones—. Esta frase en mi país no tendría ningún sentido, claro. Pero estamos en Barcelona y es un gran honor para esta humilde familia recibir a su honorable hija. Se parecen ustedes mucho. Todos los occidentales se parecen entre sí, pero en este caso el parecido es asombroso.
No quise desengañarle ni tampoco Quesito hizo nada para deshacer el error.
Habíamos entrado en el bazar y mientras nos dirigíamos al fondo, donde la mesa estaba puesta y desde donde llegaba un olor exquisito y reconfortante, hice las oportunas presentaciones, al término de las cuales, el señor Siau le dijo a Quesito:
—Es un bonito nombre: Kwe-Shi-Tow. En nuestra lengua significa Noche de Luna en Verano.
—No es verdad —dijo el pequeño Quim—. Quiere decir Supositorio Caducado.
Su padre le dio un afectuoso y sonoro capón y dijo en tono de disculpa:
—Pequeño Quim, gran mentecato. ¿Estudias o trabajas, Kwe-Shi-Tow?
—He acabado primero de ESO —respondió la interpelada—. Y si saco una nota suficiente en la selectividad, me gustaría estudiar pediatría, para ayudar a los niños del Tercer Mundo. Pero también me gustaría ser presentadora de televisión. Lo decidiré en el último momento.
—Son honorables profesiones —dijo el señor Siau—. Tu padre estará orgulloso de ti sea cual sea la que elijas. Pero, ¿quién heredará la gran peluquería?
—Hijos —intervino el abuelo Siau— han de seguir tradición de padres. Antepasados marcan camino a seguir. Antepasados laboriosos, familia próspera. Antepasados haraganes, familia a tomar por saco.
El pequeño Quim se había colocado al lado de Quesito y le dijo:
—No le hagas caso. Al abuelo se le va la olla.
El señor Siau y el abuelo Siau le propinaron sendos capones y sin más preámbulo nos sentamos a la mesa. La señora Siau desapareció en la trastienda y reapareció con una cazuela humeante. El pequeño Quim fue a buscar varios cuencos de arroz y durante un rato comimos sin hablar. Habían tenido la gentileza de suministrarme cubiertos normales; en cambio Quesito se desenvolvía la mar de bien con los palillos y daba cuenta de los exquisitos manjares con buen apetito. En una pausa, el abuelo Siau tomó la palabra para recuperar el hilo de su disertación, interrumpida por la aparición de la comida.
—Juventud es rebelde por naturaleza, en todo tiempo y lugar —explicó—. Cuando yo era joven, también era alborotado. Recuerdo con cariño Revolución Cultural. Pegábamos a padres y en escuela ahorcamos a maestro. ¡Fue wai! Pero edad impone madurez. Entonces, revolución; ahora, vender baratijas.
—Mi honorable padre tiene razón —dijo Lin Siau—. Mira el caso del pequeño Quim. Seguramente le gustaría ser futbolista. Quizá astronauta. Pero cuando acabe sus estudios, será gerente de bazar, como su padre. O gran cocinero, como su madre.
—O gran plasta, como el abuelo —dijo el pequeño Quim.
Le llovieron los capones y así, en esta atmósfera festiva, pero no exenta de cariño y sabias enseñanzas, concluyó el refrigerio. Con prolongado parlamento di las gracias y Quesito se hizo eco, con discreción, de mi gratitud y mis elogios. Por su parte, la familia Siau, por boca del señor Siau, expresó su inconmensurable satisfacción por haber compartido con nosotros tiempo y alimentos y reiteró la invitación a repetir la experiencia tantas veces cuantas nos viniese en gana. Antes de separarnos, el pequeño Quim nos hizo unas fotos con su móvil para guardar un recuerdo del evento.
En la calle, Quesito y yo nos despedimos; ella echó a andar hacia la parada del autobús y yo hacia la peluquería. A los pocos pasos me detuve, me volví a mirarla sin ser visto y sentí una punzada de conmiseración. Privada del apoyo paterno, difícilmente podría llevar a término sus proyectos tanto académicos como de otra índole, pensé. En el horizonte de su vida se vislumbraban pocas expectativas y muchos peligros. Por no hablar del peligro presente de mi compañía si, según las apariencias, un terrorista despiadado se había cruzado en mi camino. En los últimos años, Rómulo el Guapo había sido para Quesito algo parecido a un padre o, cuando menos, una volátil presencia masculina en el entorno familiar. Ahora, hasta eso había perdido si la desaparición de aquél devenía permanente. De todos los candidatos a cubrir esta vacante, yo era sin duda el peor, pero también quizás el único: o le devolvía sano y salvo a Rómulo el Guapo, como ella esperaba de mí, o mi deber sería ocupar el puesto de mi amigo en la vida de Quesito, y, en tal caso, ¿qué podía ofrecerle? A lo sumo, transmitirle mis torpes conocimientos profesionales y brindarle la posibilidad de ejercerlos en una peluquería sin clientela. Por otra parte, ¿consentiría Quesito en la sustitución? Un rato antes había aceptado sin orgullo pero sin repugnancia la errónea suposición de parentesco hecha por el señor Siau y esta tácita aceptación podía interpretarse como una muestra de respeto y de cariño hacia mi persona, si bien estos sentimientos sólo se debían a las historias que Rómulo el Guapo le había ido contando, más por pasatiempo que como crónica fiel de la realidad. En este sentido, la frecuentación se encargaría de desengañarla en breve.
Sumido en estos tristes pensamientos, caminaba yo con paso cansino hasta que la comida oriental produjo en mi desacostumbrado organismo una reacción intestinal que me obligó a postergar la meditación y a correr hacia la peluquería como un lebrel.
Al caer la tarde, el sol poniente proyectó en el suelo del local la sombra maciza de la subinspectora Victoria Arrozales. Mientras ella cruzaba el umbral, me vestí con precipitación, sin olvidar el sombrero, y corrí a ofrecerle asiento con muestras de servilismo y un tartamudeo encaminado a reducir el encuentro a su mínima duración.
—¿No tienes nada nuevo que decirme? —dijo la subinspectora con su habitual sarcasmo.
Tras su mirada desafiante, su postura chulapona y su actitud altanera percibí una nube de inseguridad rayana en la desesperación. Por eso venía.
—¿Se refiere al hombre de la foto? —respondí—. Ya se lo dije ayer: no lo había visto en mi vida. Y hoy sigo en la misma tesitura. También espero no verlo jamás. Es un peligroso terrorista. Me podía haber advertido.
Se quitó la pistola de la cintura, la dejó sobre la repisa, junto a un cepillo enmarañado de pelos, unas tijeras sin filo y un peine sin púas, y se dejó caer en el sillón. Su propia imagen reflejada en el espejo le hizo arrugar la frente. También a la policía le afectan el calor y la fatiga.
—Veo que has estado haciendo los deberes —suspiró en un tono más amistoso—. No esperaba menos de ti. Y como ya sabes de qué va el juego, te pondré al corriente de los hechos. Tenemos motivos para suponer que Alí Aarón Pilila ha estado recientemente en España y que tiene planeado venir a Barcelona. Naturalmente, si alguien está en Barcelona en estas fechas, o es un desgraciado o algo trama.
—No siga, por favor —dije antes de que acabara de integrarme en el círculo de sus colaboradores—, la ayudaría si pudiera pero, en este caso, no puedo.
—Podrías si quisieras —atajó retóricamente. Y a renglón seguido añadió—: Hará unos diez días la policía francesa nos informó de que Alí Aarón Pilila había pasado la frontera. Con nombre y pasaporte falso se alojó en un lujoso hotel de la Costa Brava. Allí se entrevistó con un desconocido. El desconocido hablaba español e iba acompañado de una mujer de buen aspecto, quizá una intérprete, quizá no. Se ignora motivo del encuentro. Finalizado éste, la pareja regresó a Barcelona en autocar de línea. A la mañana siguiente, Alí Aarón Pilila dejó el hotel y en un Mercedes de alquiler regresó a Francia. En Montpellier devolvió el coche y tomó el TGV a París. Ahí la policía francesa le perdió la pista. De la pareja no hemos podido averiguar nada. Tal vez él esté fichado. O ella. O los dos. Pero el servicio del hotel ha hecho una descripción demasiado vaga. No sabía de quién se trataba y no prestó la debida atención. En resumen, no podemos perder más tiempo. Si Alí Aarón Pilila vuelve, se producirá un acto de terrorismo, sin duda un atentado mortal.