Le tranquilicé al respecto. En realidad, le dije, iba a pasar el día en un precioso enclave de la Costa Brava y, lamentablemente, sólo tenía un traje y era aquél: negro y de lana. Para protegerme del sol contaba con el sombrero. En cuanto al bigote postizo, le aclaré, lo llevaba para pasar inadvertido.
—Lo conseguirá, estoy convencido —dijo el señor Siau—. De todos modos, permítame regalarle un paraguas. El sombrero le protegerá de los rayos infrarrojos, pero los rayos ultravioleta son puñeteros y se meten por todas partes.
Entró en el bazar y regresó con un paraguas bastante grande. El mango y las varillas eran de plástico, pero la tela era de un delicado papel de arroz teñido de amarillo canario.
—También le daría una crema solar con factor de protección 50, pero la que vendemos aquí, pese a ser de la mejor calidad, tensa el cutis, afloja los músculos faciales y al que la usa se le pone una cara de sapo muy poco favorecedora.
Un autocar de lujo, equipado con un sistema de refrigeración que lo convertía en un auténtico iglú con ruedas, así como con todo lo necesario para el confort del viajero, me depositó en menos de tres horas en mi destino.
Me apeé en un núcleo urbano formado por calles estrechas transitadas por camiones y motos y flanqueadas por edificios altos de atrevido diseño, en cuyas fachadas se leía:
HOTEL SOL Y MAR
RESIDENCIA MAR Y SOL
APARTAMENTOS SOLMAR
y así hasta el infinito. Desorientado, decidí preguntar por la dirección del hotel a uno de los muchos transeúntes que llenaban las aceras: bronceados, jocundos, encantados de exhibir quién su adiposidad, quién su pellejo, iban y venían en bullicioso tropel, unos cargando con bolsas y capazos desbordantes de vituallas, otros acarreando toallas, sombrillas, flotadores, neveras portátiles, pelotas, cubos, niños y perros, y otros, en fin, serpenteando entre los demás, todavía bajo los efectos de una curda monumental. De indicación en indicación, desemboqué en la playa. Allí abrí el paraguas del señor Siau y eché a andar por la arena procurando no pisar a nadie. Era la hora del mediodía y la arena estaba tan caliente que los calcetines entraron en combustión. Para evitar este efecto, los demás se habían quitado los calcetines y el resto de las prendas. La brisa acariciadora llevaba remolinos de polvo, efluvios de fritura y el tufo producido por los negros gases de las embarcaciones deportivas ancladas frente a la playa. El rugido de los motores de las lanchas ahogaba el griterío de los niños y las broncas de los adultos, mas no la estridencia de las radios portátiles y los altavoces de los chiringuitos. Lanzaban las gaviotas su arisco graznido al infinito azul del firmamento y sus corrosivos zurullos sobre los cuerpos despatarrados en la arena y las cabezas de quienes buscaban alivio en el remojo. Ay, pensé, con qué gusto no arrojaría lejos de mí la ropa (salvo el sombrero), me zambulliría en las cálidas y no muy limpias aguas y, protegiéndome el trasero con el paraguas, surcaría con poderosas brazadas el manso ir y venir del oleaje. Me impidieron caer en la tentación el sentido del deber, el sentido del decoro y el no saber nadar.
El hotel estaba emplazado en un extremo de la playa. Consistía en una construcción almenada, con torreón de ladrillo rojo en el que ondeaba la bandera de la empresa propietaria y explotadora de semejante alcázar, y un extenso jardín rodeado de una alta tapia. Desde fuera sólo se veían las habitaciones superiores, agraciadas con sendas terrazas (una para cada una) y toldos a rayas blancas y verdes. Sobre la suntuosa reja que daba entrada al jardín, ondeaba el nombre del establecimiento:
HOTEL LA TITA FREDA
FUNDADO EL 2 DE ABRIL DE 1939
SÓLO PARA RICOS
Me felicité por haber elegido un atuendo adecuado. Era una lástima que el olor que desprendía la ropa (y yo) y el vistoso color del paraguas atrajeran a un enjambre de abejas negras cortejadas por una nube de zánganos. Al pasar de esta guisa junto a la gigantesca piscina, quienes se bañaban o soleaban me miraron sin disimulo, sin ropa y sin respeto. En la puerta del edificio principal me detuvo un recepcionista con casaca blanca, entorchados y gorra de almirante. Por discreción no miré si llevaba pantalones.
—Hola, chaval —le dije en tono desdeñoso antes de que me pidiera el santo y seña—, el director me está esperando. Vengo por lo de la película.
Ante mi seguridad se desvaneció la suya, titubeó y finalmente dijo:
—El señor director no está en estos momentos. Veré si puede atenderle el subdirector. Tenga la bondad de aguardar aquí.
—Aguardaré dentro y aprovecharé para mear. Dime dónde están los servicios o ve a buscar una bayeta.
Dicho esto franqueé la entrada, cerré el paraguas y me quité el sombrero. En el hall se disfrutaba de un frescor paradisíaco. El portero señaló con el dedo los servicios y se fue. Ya en el váter oriné, me lavé la cara y enderecé el bigote que, a causa de la sofoquina, me colgaba de una mejilla. Me miré al espejo, carraspeé, salí y me di de manos a boca con un individuo vestido con un traje negro como el mío, pero de seda y a su medida. Se me quedó mirando con disgusto y dijo entre dientes:
—¿Es usted el que dice no sé qué de una película?
Ponderé la conveniencia de fingir acento extranjero pero preferí no complicar las cosas más de lo necesario.
—Señor —repuse—, yo nunca digo no sé qué. Yo siempre sé lo que digo. Y he venido a dar instrucciones concernientes al acuerdo concertado en su día por la productora y los representantes autorizados del hotel. Si éstos no han estimado procedente informarle de lo hablado, no es mi problema sino el suyo. ¿Podemos seguir hablando en un lugar más apropiado?
Con menos prontitud que desconfianza me condujo a un despacho situado en la planta baja, en un rincón del hall. El despacho era amplio y los muebles de calidad. En el marco de la ventana se veía el mar y en el mar, un velero. Un retrato de sus Majestades los Reyes de España presidía la pared. El subdirector se sentó tras su mesa y yo hice lo propio en una silla colocada frente a la mesa, de cara a la ventana. Sin más preámbulo dije:
—Me presentaré: Jaime Sugrañes; para la gente de Hollywood, simplemente Jim. No me anuncié para evitar filtraciones y he dejado el Mercedes en el pueblo para dar un paseo. El mar alivia el estrés. Y también quería ver posibles localizaciones.
El subdirector arrugó el ceño.
—Vayamos directamente al asunto del hotel —dijo.
—Se decidió que algunas secuencias se rodaran en sus espléndidas instalaciones: el hall, la piscina, los servicios… A horas convenidas para no incomodar a los señores clientes.
El subdirector no desarrugó el ceño.
—Me extraña mucho que no me hayan comentado nada de un asunto de tanta trascendencia. ¿Puedo preguntarle de qué clase de película se trata? ¿Un documental, acaso?
—Oh, no. Es… una superproducción. Cuajada de estrellas, nominadas a un Oscar. En cuanto a la película… trata de un turista. Un turista con superpoderes…, al servicio de la justicia y del turismo de calidad. No sé si con esto se forma una idea…
—¿Ha traído la escaleta?
No supe a qué se refería. La verdad es que no había urdido bien la estrategia y me estaba armando un lío. Me puse nervioso al constatar no sólo que estaba perdiendo facultades, sino también que al salir de los servicios me había dejado la bragueta abierta.
—Disculpe mi nerviosismo —dije con precipitación—. Como todos los magnates del séptimo arte, fumo puros sin parar. Ahora los médicos me lo han prohibido y sufro ataques de ansiedad. También suelo llevar la bragueta abierta. Mi psicoanalista ve cierta relación subliminal, aunque él también se la deja abierta de un paciente al otro. ¿Puedo orinar?
—¿No acaba de hacerlo?
—Correcto —repliqué—. En cuanto a las conversaciones referentes a la película, verdadero y único motivo de mi presencia en este lugar, puedo informarle de que se llevaron a término en este mismo hotel, hará cosa de dos o tres semanas, para lo cual un representante de los estudios se alojó aquí. Le mostraré una foto. Tal vez recuerde su cara.
No sin temor le entregué la foto que me había dado la subinspectora. El subdirector la examinó con detenimiento, levantó la vista, clavó en mí sus ojos fríos y dijo:
—Por este hotel pasan muchas personas. Pero si este señor estuvo alojado en el mismo, tal vez el servicio lo recuerde. Permítame.
Sacó del bolsillo un móvil, pulsó una tecla y al ser respondida su llamada dijo:
—Que venga inmediatamente Jesusero a mi despacho. Y de paso, haz venir también al servicio de seguridad.
Esta última medida no auguraba nada bueno, pero salir de naja habría sido peor. Estuvimos un rato en silencio, él mirándome fijamente y yo simulando seguir con interés las maniobras del velero. Por romper el silencio, pregunté:
—¿Hay muchos naufragios? En temporada alta, quiero decir.
—Lo que ocurre fuera del hotel no me concierne —repuso con sequedad el subdirector.
A este breve diálogo siguió otro silencio, tan tenso como el anterior. Finalmente sonaron unos débiles golpes en la puerta, se abrió ésta silenciosa y lentamente y entró un camarero bajo, moreno, con un bigote tan grande como el mío pero seguramente genuino, se inclinó con humildad y musitó con marcado acento:
—¿Deseaba verme, don Rebollo?
—Entra, cierra, no me llames don Rebollo y mira con atención esta fotografía —dijo el subdirector en tono poco amistoso—. ¿Reconoces en el retratado a un cliente del hotel?
—Sí, jefe —respondió Jesusero después de echar un vistazo a la foto—. Se alojó aquí hará cosa de diez días, quizá dos semanitas, el tiempo vuela en un sitio tan lindo. Daba buenas propinas. No se relacionaba con nadie —hizo un ademán cabalístico—. Ni por delante ni por detrás, usted ya me entiende, jefe. A menudo se hacía servir en la propia alcoba un refrigerio, otramente dicho manduca.
—¿En algún momento le viste u oíste hablar de una película con el director del hotel o con cualquier otro empleado?
—¿De una en particular, jefe? ¿Como, por ejemplo,
El doctor Zhivago
?
—No. Del rodaje de una película. En el hotel.
—Ay, jefe, eso me encantaría. Soy muy cinéfilo, con su permiso. Pero si habló del rodaje no se lo sabría decir. Era muy retraído. Sólo una tarde lo vi reunido con unas personas. No clientes del hotel, sino desconocidos. Venidos para hablar con el señor de la foto. Capaz que del doctor Zhivago, o quizá de bisneses. Estuvieron sentados en el bar, tomando tragos. Yo estaba de servicio ese día. Pasando la escoba, jefe, y recogiendo las migas del suelo. No le puedo decir más, jefe.
Mientras el humilde camarero desgranaba su escueto relato, habían hecho su entrada en el despacho dos hombres de aspecto severo. Uno era alto y fuerte, vestido con un traje de dril color tabaco, camisa azul y corbata fucsia. La deformación de la americana indicaba la presencia de una pistola. El otro era bajo, grueso, de rasgos porcinos y vestía guayabera, bermudas y chanclas, seguramente para poder mezclarse con la clientela sin llamar la atención. Ambos estaban muy bronceados y esbozaban sendas sonrisas de autocomplacencia, como si pensaran: sólo con mirarlas, me las ligo.
—Estos caballeros —dijo el subdirector cuando los dos hombres hubieron cerrado la puerta y el camarero concluido su informe— pertenecen a la seguridad del hotel. Pasen ustedes, no se queden en la puerta. Acérquense y miren bien esta foto. Por lo visto se trata de un huésped reciente. ¿Lo reconocen?
Los dos hombres se pasaron la foto de mano en mano y después de haberlo hecho un par de veces y haberse consultado con la mirada y cruzado recíprocas muecas de entendimiento, dijeron no haber visto nunca aquella cara o haberla visto sin parar mientes en ello. El subdirector recuperó la foto y dio rienda suelta a su indignación:
—¡Acémilas! —gritó—. Son ustedes unos acémilas o unas acémilas, pues ignoro el género pero esta circunstancia no altera mi opinión: acémilas incompetentes. Eso son ustedes. Porque el hombre de la foto, en cuya fisonomía dicen no haber reparado ¡es un terrorista! ¿Pensaba usted que no iba a reconocerlo, señor productor de Hollywood?
Hubo una pausa, rota por el camarero para decir:
—A mí no me mire, jefe. Yo soy un indiesito recién llegado de Cochabamba y no me entero de nada.
El subdirector lo fulminó con la mirada.
—Tú lo que eres es un vivales que se va a la puta calle en cuanto venza el contrato. Y ustedes, supuestamente encargados de la seguridad del hotel, ¿también vienen de Cochabamba?
—No, señor Rebollo —dijo el hombre de las bermudas hablando por los dos—, nosotros somos seguratas y cumplimos con nuestro cometido, a saber, la seguridad del hotel y la parroquia mientras permanece dentro de los límites cartográficos del hotel. Y ahora dígame usted: ¿ha volado el hotel en mil pedazos o experimentado desperfecto alguno? No, señor. ¿Han hallado a un huésped descuartizado o habiendo sufrido lesiones de otra índole? Tampoco. Pues con eso está todo dicho. Y no nos vuelva a llamar acémilas o no respondo. —Y dirigiéndose a su compañero, exclamó—: Venga, tú, vámonos.
El interpelado se sintió en la obligación de hacer oír su voz y dijo:
—Vale.
El señor Rebollo golpeó la mesa con la palma de la mano.
—¡Ni hablar! Ustedes no se van sin haber resuelto esta situación. En primer lugar, tenemos aquí a un ciudadano que dice ser productor cinematográfico y, sin acreditar identidad ni oficio, pregunta por un terrorista internacional. ¿Les parece normal?
—Se lo puedo explicar todo, amigo Rebollo —dije yo, creyendo llegado el momento de buscar una salida airosa—. No le he mostrado mi dossier porque usted no me ha dado tiempo a hacerlo. Ni lo haré ahora, aunque me lo pida, por haberse comportado de un modo descortés y poco cooperativo. En cuanto al supuesto terrorista, sólo existe en su imaginación. Es posible que la persona en cuestión se hubiera caracterizado. Cosas del cine. Ahora bien, si se empeña en creer que un peligroso delincuente ha pernoctado bajo este techo, su deber es llamar a la policía. Mientras viene, como medida de seguridad, estos señores y yo haremos sonar la alarma y ordenaremos la inmediata evacuación del hotel. Procurando, eso sí, que no cunda el pánico, y que los medios informativos recojan el suceso sin retratar a los huéspedes y a sus acompañantes en ropa sucinta.
El señor Rebollo cerró los ojos, apretó los puños y dijo: