El enredo de la bolsa y la vida (15 page)

Read El enredo de la bolsa y la vida Online

Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
9.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

»En el tercer año de encierro conocí al swami. En un momento de desesperación, una amiga me llevó al centro de yoga de Pashmarote Pancha para ver si allí recobraba la serenidad perdida. No ocurrió tal cosa, pero el swami se enamoró de mí y me tomó bajo su protección. Su amor era platónico o zen o algo igual de absurdo. En mi estado habría conseguido cualquier cosa de haberlo intentado en serio. Pero era un hombre bueno, simple y convencido de la eficacia de lo que predicaba. De este modo conecta con personas como él, organiza su simpleza y colma sus necesidades espirituales. Pronto dejé de acudir al centro pero nos seguimos viendo. Aliviaba mi soledad, me contagiaba su optimismo y me invitaba a cenar. Más tarde me consiguió el trabajo que todavía tengo y gracias al cual he podido subsistir. Cuando Rómulo volvió a casa, seguí viendo al swami en secreto. Rómulo no sabe de su existencia.

»Después de una separación tan larga, reanudar la convivencia no fue fácil. Rómulo era un desconocido para mí y yo debía de serlo para él. Por suerte, parecía haberse regenerado de verdad. De haber sido cierto, me habría compensado de cualquier carencia. Después de tanto sufrimiento, no estaba dispuesta a pasar de nuevo las mismas angustias. Pero me equivoqué entonces como me había equivocado al principio, cuando creía que mi influencia podía apartar a un hombre del camino que ha trazado su destino o su carácter. Él estaba condenado a tropezar siempre con la misma piedra y yo también. No al principio, claro. Estas cosas nunca suceden al principio, cuando todavía se está a tiempo de rectificar.

»Rómulo consiguió un empleo de conserje en una casa buena. Entre su sueldo y mis ingresos, vivíamos modestamente pero sin estrecheces. En otros aspectos, las cosas iban mal: después de tantos años de zozobra yo quería estabilidad y él, después de tantos años de encierro, quería jolgorio. Con enorme tristeza le veía mustiarse a mi lado de día en día, y yo me mustiaba con él. Al final sucedió lo inevitable: Rómulo conoció a una mujer en su trabajo. Una mujer mala, ambiciosa, soltera, con una hija repipi. Entre las dos le llenaron la cabeza de tonterías. No conozco la naturaleza exacta de su relación. Ojalá hubiera sido un simple devaneo. Fuera como fuese, lo empujaron al borde del abismo. Una vez más planeó el atraco perfecto a una sucursal bancaria con un cretino llamado Johnny Pox y con el resultado previsible. Le condenaron otra vez y esto Rómulo, a su edad, no lo puede tolerar. Un día, hace poco, desapareció. Al principio supuse que se había ido a un país donde no hay extradición. A veces hablaba de emigrar al Brasil, otras veces a la India, o a la Patagonia. Eran sólo fantasías, pero siempre me incluía en ellas. Me preguntaba si estaría dispuesta a acompañarle y empezar una nueva vida en un país exótico, y yo le decía que sí, que le seguiría adonde fuera. Rómulo me creía. Nunca dudó de que podía contar conmigo. Al principio había corrido peligro por estar con él y durante su encierro le había demostrado sobradamente mi lealtad y mi constancia. Por eso me extrañó que se fugara solo y sin avisarme. Esperé unos días, primero a que me llamara a su lado, luego a que me diera noticia de su paradero. Si se había puesto a salvo, no le costaba nada hacerme llegar un mensaje tranquilizador. Pero el silencio sólo se vio alterado por tu intempestiva y agorera aparición. Tu visita y tus torpes preguntas me confirmaron la desaparición de Rómulo en circunstancias anormales. Mentí para protegerle. Luego vino la subinspectora y me mostró la foto de un tipo muy peligroso. Tampoco le dije nada. En realidad, no sé nada. Tengo miedo. No por lo que Rómulo pueda haber hecho, no a que se pueda haber ido con esa mujer, sino a algo peor. Si tú sabes algo, dímelo, por favor. Prefiero la certeza a la angustia de la incertidumbre.

Esta historia me contó Lavinia Torrada en la peluquería y yo la escuché atentamente, porque confirmaba mis deducciones y abría nuevas vías a la conjetura. Quedaban, sin embargo, importantes enigmas por resolver. Me guardé de decirle que había sido precisamente Quesito, la hija de la mujer a quien ella atribuía la desaparición de Rómulo el Guapo, la que me había encomendado la búsqueda de éste. En cambio, le pregunté:

—¿El swami tiene un colaborador?

—No —respondió con firmeza—. Este tipo de actividad depende mucho de la relación personal.

—Jesucristo tenía discípulos que le hacían suplencias —apunté.

—Eran otros tiempos —dijo—. El swami trabaja solo, con una recepcionista. ¿A qué viene la pregunta?

—Un ayudante mío dice haber visto a un swami de verdad asomado a la ventana del centro de yoga. Un hindú con barba y todo lo demás.

—Vería visiones.

—Es posible. El trabajo que te proporcionó el swami, ¿era de masajista a domicilio?

—No, hombre. Si yo fuera por las casas dando masajes, se armaría la de Dios. El trabajo que me consiguió el swami y todavía conservo es el de vidente a domicilio. Es un trabajo descansado, interesante y más o menos lucrativo. Y nadie se atreve a propasarse con alguien que puede ver el futuro.

—¿Y realmente ves algo?

—Ni hablar. Si viera algo no habría pasado nada de lo que te acabo de contar. Pero con el tiempo he aprendido a escuchar a las personas, a entender sus problemas y a detectar síntomas de lo que inevitablemente ocurrirá. Por ejemplo, sin necesidad de echar el tarot puedo ver el destino de esta peluquería.

—Prefiero no saberlo. ¿Qué llevas en el bolso cuando vas a trabajar?

—El instrumental: cartas, una bola de metacrilato, productos de parafarmacia, velas, incienso, un chal por si refresca. Y si me va de camino, paso por el súper y hago la compra. Al final voy cargada como…

Dejó de hablar repentinamente y sus facciones se transformaron en una máscara trágica. Pensé que se había olvidado de comprar algo en el súper, pero la causa de su metamorfosis era muy otra.

—Por la fuerza de la costumbre —dijo con voz cavernosa—, al hablar del trabajo he entrado en trance y he recibido un mensaje: Rómulo ha muerto. De forma violenta. Por mano ajena. Ahora su alma vaga desconsolada entre el mundo de los vivos y el más allá. No sabe si transmigrar o quedarse como estaba y trata de ponerse en contacto con nosotros.

Su pose y sus palabras me parecieron una pantomima, pero no pude sustraerme a una vaga aprensión, como si en el fondo de aquel fingimiento hubiera un rescoldo de intuición o de conocimiento inconsciente que estuviera tratando de manifestarse por aquella vía. Quise decir algo pero ella impuso silencio llevándose el índice a los labios y emitiendo un imperceptible soplido con aquéllos fruncidos en gracioso mohín.

—¡Chitón! —susurró—. Estoy a punto de oír una señal…

Reinaba un silencio sepulcral en la peluquería. Hasta las puñeteras moscas parecían haber suspendido su vuelo y flotar en el aire cálido, espeso, húmedo y un poco maloliente de aquella mañana canicular. Y en este frágil equilibrio se oyó una voz áspera y como de ultratumba cantar:

—¡Baixant de Font de Gat!

Frágil, oblicuo y ceremonioso, el abuelo Siau entró a remolque de la popular estrofa.

—Disculpen molestia —dijo inclinándose hasta dar con la frente en las rodillas—. Esta semana he de practicar canciones populares para inmersión lingüística.

—No se preocupe, abuelo —dijo Lavinia Torrada recobrando su habitual talante—. Ya estaba por irme.

—Creo que se conocen —dije algo molesto por la interrupción pero atento a mis deberes de anfitrión.

—Sí. Tuve gran honor de ser presentado —dijo el abuelo Siau—. Para usted no pasa tiempo.

—Es natural —repuso ella—, nos presentaron anteayer.

—Uy, usted es joven —replicó el abuelo Siau—, pero a mi edad tiempo vuela como cohete en culo. Me retiro. Sólo venía a preguntar si anoche encontró comida para llevar.

—En efecto, la encontré y la degusté —dije—. Luego pensaba pasar a darles las gracias y a rogarles que no se tomen tantas molestias por mi causa.

—Oh, ninguna molestia. Hoy comida a misma hora de siempre. No falte. Mi honorable nuera se decepcionaría si no viniera. Adiós, honorable señora. Es lástima que yo no tenga edad para tirar tejos. Perdura deseo pero desaparece tempura. ¿No quiere venir a comer con nosotros, señora?

—En otra ocasión, con mucho gusto —respondió Lavinia—. Un amigo me está esperando desde hace un buen rato y los dos tenemos trabajo. Espero que después de lo hablado —añadió dirigiéndose a mí— se establezca entre tú y yo una comunicación más fluida y sincera. Y menos opresiva para otras personas. Ya sabes dónde encontrarme.

Salió moviendo el aire denso con las caderas, envuelta en un halo de etérea belleza y sólida dignidad y dejándonos sumergidos en enervante fragancia.

—No dé más vueltas por dentro de cabeza —dijo el perspicaz anciano al advertir mi estado—. Cada cosa tiene su tiempo y lugar y ninguno son éste. Haga como yo: aproveche ventajas de ser viejo.

—Yo no soy viejo —protesté.

—Vaya practicando —respondió—. Secreto para llegar a muy viejo es envejecer muy pronto. Con vejez viene tranquilidad: no más tempura, no más visitar casas de sombreros.

10. Una proposición y un cónclave

Apenas se hubo ido el afable e inoportuno anciano, entró la Moski cargada con su descomunal instrumento, para informarme sobre los movimientos de Lavinia Torrada. La información era fútil, puesto que yo sabía muy bien dónde había estado aquélla aquella mañana. Pero la dejé hablar.

—La trajo el tío del Peugeot 206 —dijo al finalizar el pormenorizado relato— y la estuvo esperando para llevarla de nuevo a la casa de ella. Allí la vigila el camarada Bielsky. Lo del coche es una pejiguera, porque no la puedo seguir al no estar yo motorizada. Por suerte, se me ocurrió subcontratar al hijo de una amiga, un chico de toda confianza, que es repartidor de pizzas, tiene una motocicleta y por las mañanas no pega sello. Esta noche, en una pausa del reparto, se dejará caer por el restaurante. Así lo conoces.

—Está bien —dije—, pero avisa al señor Armengol, porque también he citado en el restaurante a un camarero. Por lo visto tiene unas fotos pertinentes al caso. Lo malo es que no sé cómo pagar lo que pide por ellas.

Desde que se fue la Moski hasta las dos menos cinco estuve contando los minutos que me separaban de la comida. No era una actividad enriquecedora desde el punto de vista intelectual ni desde ningún otro punto de vista, pero me distraía de mi tribulación predominante, a saber, el dinero. Estar sin blanca no me preocupaba, siendo en mi caso una situación crónica, pero no estaba acostumbrado a tener deudas ni a presupuestar el futuro a la baja. Mi posición financiera era abisal: al margen del crédito de la Caixa, por mí a ratos olvidado pero ni un instante por la citada entidad, les venía debiendo a mi cuñado y al señor Siau; la cuenta del restaurante iba en aumento, al igual que la nómina, y aquella misma noche había de darle sesenta euros al camarero cinéfilo contra entrega de las fotos. Me resistía a recurrir de nuevo al señor Siau, no porque a él le faltara liquidez, a juzgar por el flujo incesante de personas que entraban y salían del bazar, sino por no abusar de su generosidad, sobre todo cuando tenía la certeza de no poder devolverle nunca el préstamo, salvo por un inesperado giro de la rueda de la fortuna, cuyos engranajes no parecían funcionar con suavidad ni viveza. Pero no quedaba otra salida y la perspectiva de dar un nuevo sablazo a quienes tan bien se portaban conmigo enturbiaba la expectativa del convite primero y más tarde, su degustación.

Durante toda la comida me mantuve al acecho de una oportunidad para introducir el tema como al sesgo, pero no hubo manera. En vista de ello, decidí esperar al término de la reunión para hacer un aparte con el señor Siau y hablarle sin tapujos. Mas he aquí que a los postres, y en presencia de toda la familia, el propio señor Siau sacó el tema dirigiéndose a mí en los siguientes términos:

—Honorable huésped, vecino y amigo. No es un secreto para usted el afecto que esta humilde familia le profesa y que quiero creer recíproco. No hace falta que conteste. Esto es sólo el principio de mi discurso. Ahora viene lo sustancial. Hace tiempo que venimos observando el funcionamiento de su gran peluquería. No por rivalidad comercial ni para meter nuestras humildes narices en sus honorables asuntos, sino movidos por el gran afecto antes mencionado. No le sorprenderá saber que el resultado de nuestras observaciones no nos ha dado motivos para confiar en el honorable futuro de su gran peluquería.

Carraspeó y yo habría aprovechado la pausa para agradecer su interés y refutar sus conclusiones, si la señora Siau, que se sentaba a mi lado, no hubiera posado disimuladamente la mano en mi antebrazo en clara indicación de que debía guardar silencio y dejar hablar a su marido, el cual, cuando hubo carraspeado y tosido, o quizá entonado una coplilla en su idioma, prosiguió diciendo:

—La culpa no es de usted, al contrario. Usted es un gran peluquero. La culpa es de la catastrófica coyuntura. En tales circunstancias, me es forzoso traer a colación la gran máxima: cuando sopla el vendaval, el junco que se inclina etcétera, etcétera. ¿Ve a dónde quiero ir a parar, honorable amigo?

—No, señor —respondí sinceramente. Y adelantándome a un posible ofrecimiento añadí—: Pero debo advertirle que ya tengo un crédito de la Caixa.

—Lo sé —repuso el señor Siau con benévola sonrisa—. El director de la gran sucursal, el honorable señor Riera, de quien somos humildes clientes, como su honorable esposa, la señora Riera, lo es de este humilde bazar, donde nos honra surtiéndose de grandes bragas y otras honorables prendas, el honorable señor Riera, como le decía, me ha comentado a menudo, siempre en los términos más oblicuos y discretos, la situación crediticia de su honorable empresa, añadiendo, con gran congestión de su honorable rostro, que si todavía no han recurrido a la vía ejecutiva es por no saber qué hacer con las grandes porquerías, de acuerdo con su propia peritación, objeto de un posible embargo.

—Los expertos aún no han emitido un dictamen definitivo —alegué.

—Pronto lo harán —dijo el señor Siau con aire sombrío. Y a renglón seguido, subiendo una o dos octavas el tono de la voz para imprimir un carácter más positivo a su exposición, agregó—: Pero eso da lo mismo. En realidad, no le estoy haciendo estas consideraciones para sumirle en el desconcierto, sino como exordio o introducción a la propuesta que me dispongo a hacerle y con la que estoy seguro de que resolveremos la situación a plena satisfacción de todos. Crea que sólo me mueve a dar este paso el deseo de ayudarle y la natural aversión de un honorable comerciante a contemplar el hundimiento de una gran empresa que reunía todas las condiciones para ser próspera. Sepa también que antes de tomar esta decisión, he consultado a mi honorable esposa, a mi hijo, pese a ser un poco corto de luces y, por supuesto, a mi honorable padre, como se ha de hacer siempre con los ancestros, aunque estén en una etapa vegetal. ¿Té?

Other books

Loose Ends by Tara Janzen
Blame it on Texas by Amie Louellen
42 Filthy Fucking Stories by Lexi Maxxwell
The Psychozone by David Lubar
The Bee Hut by Dorothy Porter
What He Left Behind by L. A. Witt
Beautiful Redemption by Kami Garcia, Margaret Stohl