En este punto quedó interrumpido el intercambio por un repentino revuelo entre los periodistas, motivado por la aparición en la puerta del Hospital de un caballero de frente ancha, tez bronceada y sienes plateadas, a quien una bata de impecable blancura confería apariencia de arcángel. Corrió la voz de que era el doctor Sugrañes hijo, de la ilustre estirpe de médicos del mismo nombre, a la sazón portavoz del Hospital, y hacia él se orientaron las cámaras y los micrófonos y la atención de los presentes. Impuso el facultativo silencio con un gesto, se caló las gafas, sacó una hoja del bolsillo y leyó lo que sigue:
—En nombre de la Dirección y del personal del Hospital, debo informarles de que el excelentísimo señor alcalde, habiendo ingresado con múltiples traumatismos y tras haberle sido practicado el protocolo correspondiente, ha experimentado una notable mejoría en el plano físico, por lo que ha sido dado de alta. Y para corroborar esta afirmación, aquí sale, con el termómetro todavía en la boca, ¡y andando hacia atrás! Claro síntoma de recuperación. Señor alcalde, acérquese a los micrófonos. Estamos en el aire. No, en globo no, señor alcalde. Estamos saliendo por la televisión. Local, sí, no hace falta que se esfuerce. Pero tal vez debería dirigirse a nuestra cuota de audiencia para disipar la preocupación de la ciudadanía por lo sucedido. No, no por lo del globo, señor alcalde. Por el atentado, ya sabe a lo que me refiero.
Con gesto seguro, apartó el señor alcalde al portavoz del centro y se dirigió a los medios de difusión:
—Queridos conciudadanos —empezó diciendo—, ¿sabéis el chiste del cagarro y la jirafa? Va una jirafa y tropieza… Mecachis, he empezado contando el final y ya no tiene gracia. Bueno, cambiemos de tema. Hoy se ha producido un hecho gravísimo que no vacilo en calificar de grave e incluso de gravísimo. De resultas de un atentado sin precedentes, salvo la bomba del Liceo, la del Corpus y muchas otras lanzadas cuando Barcelona era una ciudad de verdad y no la ridiculez que es ahora… Un atentado, como os decía, horripilante, cometido por un individuo al que me atrevo a tachar de granujilla, de resultas del cual, me refiero al atentado y perdonad si a veces me encallo… es la maldita afasia… de resultas digo del cual, nuestra ciudad ha recibido un golpe terrible: el balcón del ayuntamiento ha sufrido serios desperfectos. Y la pregunta que yo me hago es ésta: ¿a dónde me asomaré para ver si llueve? Porque el hombre del tiempo no da una… Pero no quiero sembrar el pánico ni la alarma. Ni patatas. Porque ya he tomado las medidas oportunas. Y aún os diré más: mientras estaba hace unos minutos en manos de los facultativos, qué digo, mientras me estaban practicando un tacto rectal, yo hablaba por teléfono con Madrid para pedir una subvención. Por supuesto, me han hecho un corte de mangas, pero me han autorizado a emitir bonos. De modo que si todo sale bien, dentro de un año o dos volveremos a tener un balcón idéntico al que había. Hasta entonces y en consideración a la gravedad de los hechos, se suspenden las elecciones municipales y se anulan los resultados de los sondeos de opinión. Eso es todo por ahora. Si tenéis alguna duda o queréis hacer una consulta o sugerencia, ya lo sabéis: doble ve doble ve doble ve catapún-chin-pum punto cat. Gracias por vuestro apoyo y felices pascuas.
Durante toda la alocución, como nos separaba una distancia corta, yo daba saltos y agitaba los brazos para ver si me reconocía, porque unos años atrás el señor alcalde y yo habíamos participado en una agitada aventura, de la que salimos indemnes aunque no amigos. Pero no me vio o no recordó mi cara o ambas cosas cumulativamente. Algo urgente, sin embargo, había que hacer para acceder al interior del hospital y, como mal menor, sacar a Cándida viva o muerta y dejar en su lugar a Angela Merkel. Una vez hecha la segunda sustitución, Angela Merkel podría alegar una repentina o incluso milagrosa recuperación, salir del hospital por su propio pie y dedicar sus esfuerzos a lo que hubiese venido a hacer a Barcelona.
Dimos varias vueltas al edificio y sólo conseguimos acalorarnos y cansarnos, pero no descubrir una brecha en el inexpugnable cerco policial. En una de las vueltas se abrió éste brevemente para dejar entrar un coche funerario. Aun sabiendo que un hospital alberga enfermos y que muchos de ellos no salen dando zapatetas, el presentimiento de estar asistiendo a las exequias de la pobre Cándida me entristeció de tal modo que, abandonando todo esfuerzo, me senté en el bordillo de la acera y rompí a llorar ruidosamente. En vano trataban de consolarme mis dos acompañantes, uno con citas de los
Upanishad
y la otra con citas de la
Cuádruple raíz del principio de razón suficiente
, sin conseguir con su común empeño el deseado efecto euforizante. Así transcurrió un cuarto de hora, poco más o menos, hasta que una tercera persona vino a unirse al coloquio con intenciones bien distintas, pues inició su intervención dirigiéndose a mí en los siguientes términos:
—¡Puerco con tifus, cuando acabe contigo, lo peor estará por empezar!
A contraluz, la melena de la subinspectora Victoria Arrozales, agitada por la indignación, habría amedrentado a cualquiera, mas no a Angela Merkel, la cual repuso con los brazos en jarras:
—¡Con mi Manolito no se mete nadie, so bruja! Y menos en este momento tan congojoso. ¿Acaso eres seine Frau?
Restañando con el faldón de la camisa las copiosas lágrimas que seguían fluyendo incontenibles, me levanté, me interpuse entre las dos rivales y pronuncié la frase que a lo largo de mi accidentada existencia he pronunciado más veces, siempre con resultado pernicioso.
—Puedo explicarlo todo.
Hice una pequeña pausa y acto seguido, viendo con asombro una cierta disposición a escuchar lo que de mi boca saliera, procedí a referir a la subinspectora lo que el lector ya sabe, omitiendo sólo la probable intervención de Rómulo el Guapo en el atentado, lo cual, por otra parte, era bastante inútil, ya que, si el malvado terrorista Alí Aarón Pilila había sido detenido, como había anunciado la televisión, no tardaría aquél en denunciar a su cómplice. Pero yo más no podía hacer.
La subinspectora escuchó cuanto le referí sin interrumpir ni reaccionar de palabra o de obra y al concluir el relato preguntó si la mujer que me acompañaba era realmente quien decía ser. Lo afirmé, la interesada lo corroboró y la subinspectora se quedó un rato pensativa, transcurrido el cual dijo:
—Ah.
Volvió a quedarse pensativa y luego, recuperando el hilo del discurso, añadió:
—Lo que acabas de contarme es verosímil y factible. Lo único que no entiendo es por qué esta lagartona se empeña en llamarte Manolito.
—Bitte schön —dijo Angela Merkel—, permita que sea yo quien le aclare este extremo. Manolito y yo nos conocimos hace muchos años, viele Jahre, en Lloret de Mar. Los dos éramos jóvenes, impulsivos e inocentes. Frecuentábamos una discoteca kutre donde bailábamos toda la noche a los acordes del Doktor Arcusa y el Doktor de la Calva, Der Dinamische Duo. Después íbamos a la playa, nos sentábamos en la arena y veíamos salir el sol, cogidos de la mano, desplumando un ganso, como dicen ustedes. La historia acabó pronto: yo era de vuelta a mi país. Auf Wiedersehen, Manolito. Aber Manolito quería venir conmigo, conseguir trabajo en Alemania y ganar viele pasta. Me costó disuadirle. Yo vivía en Alemania, pero en la República Democrática. La idea no buena: Manolito mucho loco y la Stasi poca broma. Le escribí varias cartas; no respuesta; pensé: quizá la censura franquista o quizá me ha olvidado. Me hace feliz ver que no me ha olvidado, que ha organizado este bullicio sólo por mí, pero ahora lo nuestro no posible —concluyó dirigiéndome una mirada cargada de afecto y melancolía—. Ya no somos jóvenes, Manolito. Yo estoy casada, soy canciller de la República Federal y he de solucionar la crisis del euro.
Al concluir esta no por errónea menos enternecedora historia, suspiró la subinspectora y dijo:
—Ahora ya lo tengo todo claro. Todos vosotros habéis cometido incontables delitos, incluida la señora Merkel, pero también habéis impedido el asesinato de una persona muy importante y habéis contribuido a estrechar los lazos de amistad que unen nuestros dos países. Por mi parte, doy carpetazo al asunto. Otras jurisdicciones actuarán según sus criterios. Hasta entonces, acabemos lo iniciado. Venid conmigo y procedamos a sustituir a la señora Merkel por los despojos de tu hermana.
Seguida de nosotros, se dirigió a un oficial de los mossos, le mostró la chapa y le ordenó que nos dejaran pasar. De este modo accedimos los cuatro al interior del hospital por una puerta lateral para no ser vistos por los periodistas, y tras deambular por corredores, escaleras, patios, aulas, morgues y otros aposentos, llegamos al vestíbulo y allí fuimos atendidos por el prestigioso doctor Sugrañes hijo, a quien habíamos tenido ocasión de escuchar un rato antes como telonero del señor alcalde. Era un hombre jovial, de modales exquisitos. Ya de niño, tuvo a bien explicarnos, sintió la llamada de la medicina. No queriendo seguir los pasos de su famoso padre en el campo de la psiquiatría, se especializó en cirugía, pero como, según él mismo reconoció, la práctica no se le daba demasiado bien, la Dirección del Hospital le confió el delicado trabajo de dar la cara ante los medios de información, ora cuando ingresaba una celebridad en el centro, ora ante los familiares de los enfermos si en el curso de una intervención o un tratamiento se había producido algún imprevisto o desliz. En el ejercicio de esta especialidad, relató entre grandes carcajadas, había recibido más de un bofetón.
Al término de este divertido entremés, el jovial facultativo nos condujo al velatorio, donde estaba colocado un féretro. Al verlo volví a prorrumpir en llanto. El jovial facultativo, sin abandonar la jovialidad, me ofreció un pañuelo de papel y dijo:
—Le acompaño en el sentimiento. Ya sé que estaban ustedes unidos por un fuerte vínculo.
Estas sentidas frases ahondaron mi congoja y redoblaron el volumen de mis berridos, que se prolongaron hasta que una persona en cuya presencia yo no había reparado me tomó del brazo con simpatía y murmuró:
—Le agradezco mucho su asistencia y sus muestras de dolor, a mi modo de ver algo excesivas. Pero a él le habría encantado comprobar cuánto le apreciaba.
Entre la penumbra reinante y la visión empañada por las lágrimas, me costó reconocer al señor Siau y, a cierta distancia, en actitud recogida, a la señora Siau y al pequeño Quim. Comprendí que el sepelio en el que estábamos no era el de Cándida, sino el del abuelo Siau, que aquella misma mañana había adquirido la condición de honorable antepasado, abandonando la de viejo trasto inútil que ostentaba con anterioridad, y lloré un poco más para no defraudar a la familia del difunto, tras lo cual pregunté si Cándida seguía con vida.
—No sé quién es Cándida —repuso Sugrañes Jr.—. Esta mañana sólo se nos ha muerto este vejestorio. Y sólo han ingresado el señor alcalde, de cuyo restablecimiento hemos sido testigos, y la señora Merkel, su acompañante y el jefe de protocolo del Ayuntamiento. Por fortuna, no se encontraba nadie más en el balcón cuando se produjo el atentado. A la señora Merkel le alcanzó la onda expansiva del disparo y a continuación se cayó de morros en mitad de la plaza, pero su aparatoso vestido ceremonial y el chándal que llevaba debajo amortiguaron los dos golpes. Sufre fracturas en huesos cuyos nombres no llegué a aprender nunca y probablemente lesiones cerebrales, porque al entrar iba jurando que le partiría los dientes a su hermano. Se recuperará pronto. Y antes se recuperará su acompañante: sólo sufrió contusiones leves. Mientras recibía los primeros auxilios se lamentaba de la pérdida del vestido de reina de Portugal. Los seres humanos reaccionan de formas extrañas ante los traumatismos, como diría Marañón. Anteayer, sin ir más lejos, ingresó un joven que había sufrido un accidente de moto y que estaba empeñado en llevarse al quirófano una caja vacía de pizza. Tuve que arrancársela por la fuerza. Y me comí los restos de pizza que había en la caja: no soporto tirar comida a la basura.
Mucho nos alegró saber vivos y casi ilesos a Cándida, al Pollo Morgan y a Mahnelik, un giro inesperado de los acontecimientos que ponía fin a la parte sustancial de nuestra empresa. Había llegado, pues, el momento de despedirnos de Angela Merkel. Ella comprendió la necesidad de la separación y dio pruebas de la firmeza de carácter que le permitía meter en cintura al Bundestag.
—De nuevo auf Wiedersehen, Manolito —dijo sin poder ocultar un trémolo de nostalgia por lo que pudo haber sido y no fue—. No vuelvas a secuestrarme. Aquí tienes tu vida mucho resuelta.
Sin esperar mi reacción, estrechó la mano del swami, que no pudo contener unos pucheros, dio el pésame a la familia Siau, tomó del brazo al jovial facultativo y ambos hicieron mutis por la puerta del velatorio. Sería hipócrita por mi parte ocultar que su marcha me produjo más alivio que pesadumbre.
No nos quedaba más por hacer sino salir del hospital tan discretamente como habíamos entrado y para ello el sepelio del abuelo Siau nos deparaba una ocasión idónea. Agarramos por las asas el ataúd y en compungida procesión desanduvimos lo andado hasta desembocar en el vestíbulo y de éste a la calle, donde fuimos vitoreados por los manifestantes, que hacían ondear un estandarte donde se leía:
VISCA SERVEIS FUNERARIS
Cuando hubimos depositado el féretro en el coche, me despedí de la familia del difunto e indiqué al señor Siau la conveniencia de disolver la manifestación, por cuanto su necesidad había dejado de existir, a lo que repuso que los había contratado por 24 horas y que si alguno no cumplía hasta el último minuto, no le pensaba pagar el cuenco de arroz estipulado.
Sólo era la hora de comer cuando me encontré por fin solo en la peluquería, si bien lo apretado e intenso de las horas precedentes me hizo sentir el cansancio propio de una jornada ardua y dilatada. Como seguía haciendo calor, me quité la ropa y me senté en el sillón con el propósito de descabezar un sueño reparador. Al cabo de unos segundos me levanté y me puse la bata, porque estaba seguro de que no tardaría en recibir una visita y era mejor estar presentable. Me volví a sentar y recliné la cabeza, pero no pude dormir. En parte, porque me embargaba la tristeza por la muerte del abuelo Siau, a cuya impertinente e intempestiva compañía había empezado a acostumbrarme y de cuya desaparición sólo después de haber dejado atrás la vorágine adquiría yo plena conciencia. Y en parte por otra inquietud más imprecisa.