Al entrar en el portal empezó a caer de nuevo un aguacero. El agua repicaba en la claraboya de vidrio y retumbaba en el hueco de la escalera. Ordené a la Moski montar guardia y avisar si entraba alguien sospechoso y subí con los demás hasta el segundo piso, alumbrados primero por el resplandor proveniente de la calle y luego a tientas. Llegados a la puerta del centro, golpeé suavemente con los nudillos: dos golpes espaciados y tres seguidos. Si dentro había un conciliábulo, alguien respondería a aquel simulacro de contraseña, aunque sólo fuera por curiosidad. Aguardamos unos segundos en el otro extremo del rellano, al amparo de la oscuridad, y como nadie acudía a la llamada, dejé actuar a Quesito. Abrir la puerta del piso le llevó más rato. La corriente de aire iba apagando las cerillas que yo prendía y cuando finalmente se abrió la puerta, sólo quedaba una.
Abrí una rendija y atisbé el interior: oscuridad y silencio infundían relativa confianza. Extremando la cautela entré de puntillas y ajusté la puerta para no llamar la atención de algún vecino o visitante si acertaba a pasar por allí, aunque el temporal me tranquilizaba a este respecto: sólo un imbécil o un necesitado abandonaría su hogar en una noche de perros como aquélla.
A excepción de algún relámpago, reinaba la penumbra en el centro de yoga. Las luces habían sido ahorrativamente apagadas y las persianas, bajadas. Aun así, la contaminación lumínica del alumbrado público se colaba por rendijas y desajustes y permitía distinguir la distribución del local y la ubicación de los objetos. Con esta ayuda y el recuerdo de mi anterior visita hice una rápida incursión y de ella extraje la errónea conclusión de no haber nadie salvo yo. Animado por ésta, fui encendiendo las lámparas y procediendo a un examen más sistemático de los a mi juicio puntos de interés.
La recepcionista utilizaba un ordenador. No lo puse en marcha porque no habría sabido cómo acceder a la información, en el remoto supuesto de que hubiera sabido cómo ponerlo en marcha. Me conformé con hojear una agenda donde la recepcionista hacía anotaciones relacionadas con la clientela.
La señora García debe ocho sesiones.
El señor Formigós es tonto.
La señora de Mínguez se tiñe el pubis.
La lista se prolongaba a lo largo de varias páginas. Por si las anotaciones respondían a un código secreto, me metí la agenda en el bolsillo trasero del pantalón y proseguí el registro. Una estancia algo mayor que las otras carecía de muebles. Sobre la moqueta marrón había esparcidas unas colchonetas de hule azul marino. Allí debían de impartirse las clases de yoga, a juzgar por los utensilios descritos y un difuso perfume de sándalo y sudor. En otro cuarto se acumulaban trastos heterogéneos: una fotocopiadora, una silla giratoria rota, varios rollos de papel higiénico, una cafetera con sus correspondientes vasitos de plástico, una bicicleta estática oxidada y un cucurucho con cuatro galletas sin gluten que también me guardé en el bolsillo para comérmelas al salir.
Expresamente había dejado para el final el despacho del swami. La puerta no estaba cerrada con llave y a primera vista su aspecto no difería del que presentaba la primera vez que estuve allí. Procurando no tropezar con las sillas, di la vuelta a la mesa y encendí la lámpara. El retrato del señor o señora con cabeza de elefante era, junto con la lámpara, el único objeto sobre la mesa. Me senté en la silla del swami, recosté los pies en un mullido puf y abrí el primer cajón. Contenía facturas y otros papeles de similar relevancia. Un talonario de cheques me permitió ver el saldo de la cuenta al primero de agosto: 2.645,26 euros. No era una cifra significativa y seguramente correspondía a los gastos regulares de la empresa. Los documentos bancarios y las facturas de suministros iban a nombre de Pashmarote Pancha S. L.
El segundo cajón tampoco arrojó sorpresas, salvo unas fotos de Lavinia Torrada en distintas épocas y escenarios. En una de ellas, tomada en la playa, la interesada lucía un discreto bikini; las restantes no eran especialmente reveladoras. Me guardé la foto del bikini en el bolsillo, junto a las galletas, pero luego me arrepentí y la volví a dejar donde la había encontrado. Era evidente que el registro no iba a resultar fructífero. De todos modos, decidí proseguir con método, y en ello andaba absorto cuando un leve ruido me hizo levantar la cabeza y la inesperada aparición de una silueta humana en el marco de la puerta del despacho estuvo a punto de derribarme de la silla. Repuesto del susto, me indigné al reconocer a Quesito. La increpé a media voz.
—¿No te he dicho que me esperaras abajo? Entrar aquí no sólo es peligroso, sino ilegal. Allanamiento de morada. Te podrían caer seis años en un reformatorio.
—Le pido perdón —dijo ella—, pero como tardaba tanto, pensé que le podía haber pasado algo y he venido a ver…
Se disipó el enfado ante esta muestra de solidaridad y de valor. Eso, sin embargo, no mejoraba nuestra situación ni la gravedad delictiva del acto. Cerré el cajón y dije:
—Vámonos. No conviene tentar la suerte y aquí no hay nada de interés.
—¿Y eso que hay debajo de la mesa? —preguntó Quesito. Miré donde decía y vi un cuerpo inmóvil en postura fetal. Distraído con los cajones, no me había percatado de que no tenía los pies sobre un mullido puf sino sobre un mullido cadáver.
—Es un muerto, ¿verdad? —volvió a preguntar con un leve temblor en la voz.
—Debajo de la mesa y en esta postura, no es fácil hacer un diagnóstico —dije abandonando asiento y escabel y pasando al otro lado de la mesa—. De momento, vamos a sacarlo de aquí. Yo lo agarro de un zapato, tú del otro y tiramos cuando diga tres.
Lejos de hacer ascos al macabro encargo, Quesito procedió con presteza y sangre fría. Aunando esfuerzos conseguimos liberarlo de su encierro y ponerlo boca arriba en el suelo, no sin trabajo, porque el infeliz pesaba lo suyo y estaba tan bien encajado entre las patas de la mesa y la cajonera que al estirar nos quedamos con los zapatos en la mano y acto seguido, al asirlo por los tobillos, con los calcetines. La luz de la lámpara iluminó las blandas facciones del swami. No estaba frío ni parecía afectado de rigor mortis, pero su piel presentaba el insalubre color de la cera, no respiraba y no daba señales de vida por ningún otro conducto.
—Deberíamos hacerle el boca a boca —propuso Quesito—. Una vez vino al colegio un guardia urbano y nos lo hizo a todas, para la asistencia en carretera. ¿Lo intento?
Mal no podía hacer a ninguno de los dos el tratamiento, de modo que consentí. Quesito se arrodilló junto al cuerpo, aproximó la cara a la del swami y antes de aplicar sus labios a los de aquél, exclamó:
—¡Tiene algo dentro de la boca!
Me agaché a su lado y tirando de la nariz y el mentón conseguí obligar al interfecto a separar las mandíbulas. Estirando poco a poco y con cuidado, Quesito extrajo una bola de papel de regular tamaño que, una vez desplegada, resultó ser una página doble de
La Vanguardia
ocupada íntegramente por un anuncio de las rebajas de verano de El Corte Inglés. Ésta parecía ser la causa de su asfixia, pero como no se apreciaban signos de violencia, aquélla debía de haber sido provocada por la propia víctima. Como si leyera mi pensamiento, dijo Quesito:
—A lo mejor se trata de un suicidio. Una vez, en el colegio, un profe se inmoló a lo bonzo para protestar por el modelo educativo. El director aprovechó para explicarnos la guerra de Vietnam contra Cataluña.
—No veo otra explicación, pero es raro suicidarse con un anuncio de El Corte Inglés. Tal vez estaba practicando un ritual perverso.
Quesito había vuelto a examinar al swami e interrumpió mis conjeturas.
—Yo diría que vuelve a respirar —dijo. En efecto, liberada de la obstrucción, la garganta del swami dejaba escapar un agónico gorgorito—. Hemos de llamar a una ambulancia.
—No. Los de la ambulancia avisarían a la policía. Eso no nos conviene. Y si llamamos y nos largamos antes de que llegue la ambulancia nos quedaremos sin saber qué ha pasado. Claro que no podemos esperar indefinidamente a que tenga a bien recobrar el conocimiento. A lo mejor está en coma. Y pesa demasiado para llevárnoslo entre los dos. No sé qué hacer.
Mientras reflexionaba, Mahnelik hizo su providencial aparición, llevando una caja de pizza. También él se había sentido inquieto por nuestra tardanza y había subido a ver si todo estaba en orden. Le agradecí el gesto y se encogió de hombros.
—A mí usted me la suda —dijo—, pero la chica es mona. Además, con la caja de pizza estoy a cubierto de cualquier contingencia: si me trincan digo que venía a hacer un delivery. ¿Y este fiambre?
—Nadie que tú conozcas. Deja de hablar y échanos una mano —le dije secamente.
Entre los tres cargamos al swami. Mahnelik estaba nervioso porque había tenido que desprenderse momentáneamente del embalaje y se sentía desprotegido. Antes de abandonar el centro propiamente dicho, abrí la puerta, escudriñé el exterior y del silencio y la oscuridad inferí que no había moros en la costa. Salimos al rellano. La corriente de aire cerró la puerta a nuestras espaldas. Volver a abrir para apagar las luces, recoger la caja de la pizza y, en general, borrar la huella de nuestra presencia, habría sido largo y arriesgado. E imposible, pues de repente alguien encendió la luz de la escalera. Nos quedamos inmóviles, conteniendo la respiración. Ignorante de nuestra presencia, la alargada sombra de un hombre corpulento, de larga barba y melena, ascendía con paso cansino y respiración agitada, llevando en la mano algo que parecía un arma terrible, quizá un mortífero kris, quizá simplemente un paraguas.
—¡Maldita sea —dije entre dientes—, esto es una concentración de swamis! ¡De prisa, al piso de arriba!
Subimos con tanta rapidez como nos permitía el bulto. En el rellano del tercer piso nos detuvimos jadeando. Desde allí oímos abrirse y cerrarse la puerta del centro de yoga. Sin perder un instante, nos precipitamos escaleras abajo. Cruzamos frente a la puerta del centro de yoga y proseguimos la fuga sin pausa. Al llegar al primer piso se abrió de nuevo la puerta del centro de yoga y una voz estentórea gritó:
—¡Alto! ¡Ladrones! ¡Secuestradores!
Por más que corríamos, coordinar los movimientos de cuatro personas, sobre todo cuando una de ellas está exánime y ha de ser llevada en volandas por las otras tres, no resultaba fácil ni eficiente: ora uno perdía pie, ora la cabeza del swami chocaba contra los barrotes de la barandilla, ora nos quedábamos atorados tratando de efectuar un giro en la estrecha caja de la escalera. La persecución habría acabado pronto y mal si de improviso no hubieran invadido la relativa tranquilidad de la noche las escandalosas notas del acordeón de la Moski. Alarmados por lo que pretendían ser los primeros compases de
La Internacional
, varios vecinos se asomaban a las puertas de sus respectivos domicilios, vestidos unos y otros en atuendo nocturno no siempre acorde con la moda, la elegancia y la decencia. Retrocedió ante el alboroto nuestro perseguidor, sin duda remiso a ser visto por la gente, y así pudimos reunirnos en el portal con la Moski, que seguía dándole al fuelle, y a continuación los cuatro ganar la calle con nuestro trofeo a cuestas.
No obstante, llovía.
En tales circunstancias resultaba doblemente embarazoso cargar con un ser humano en la plenitud de su desarrollo. Sólo Mahnelik, Quesito y yo podíamos dedicarnos a esta labor, ya que la Moski debía cargar con el acordeón y encima protegerlo de la lluvia. Si el swami hubiera recobrado el conocimiento, nos habría liberado de su peso, pero como en los forcejeos anteriores había perdido los zapatos era dudoso que hubiera querido meter los pies en una calzada devenida torrente caudaloso. Seguimos, pues, con él a cuestas, por más que la visión de tres personas transportando el cuerpo inanimado de una cuarta a medianoche bajo el aguacero y en compañía de una acordeonista entrañaba la posibilidad de llamar la atención de las autoridades o de un simple ciudadano que pudiera informar a éstas. Y nuestras fuerzas flaqueaban por momentos. Por fortuna, el único testigo de tantos contratiempos era una figura contrahecha que, cubriéndose la cabeza de la lluvia con un cartón, cruzaba la calle, venía directamente hacia nosotros y expresaba jadeando su remordimiento por habernos abandonado en lo que, con razón o sin ella, consideraba su demarcación. Poca ayuda física podía prestarnos el Juli, pero a cambio nos ofreció una valiosa información y una sensata sugerencia.
—Acabo de ver el Peugeot 206 del fiambre que transportáis aparcado en aquella esquina. A él no le importará prestárnoslo. A mí abrir puertas y hacer el puente no se me da, pero es probable que el difunto tenga las llaves en algún bolsillo.
La suposición del Juli resultó cierta y en menos de un minuto estábamos los seis en el interior del vehículo, bastante apretujados pero a cubierto del temporal.
Recobrado el ánimo, pregunté si alguno de los presentes sabía conducir. Mahnelik dijo tener nociones, pero se negó a servirnos de chófer: debía recuperar la motocicleta y devolverla a la pizzería antes de la una, porque sólo le estaba permitido usarla en horas de apertura y respondía de su integridad y buen uso. Aceptadas sus razones, se despidió asegurando haber pasado una noche muy instructiva y prometiendo personarse de nuevo en el restaurante con nuevos y exquisitos productos si no le despedían o sin ellos en caso contrario. Dicho esto, se apeó, fue adonde estaba la moto, saltó sobre el sillín, encendió el motor, arrancó y no tardó en estrellarse contra un árbol. No había tiempo que perder, así que los dejamos maltrechos, a él y a la moto, y partimos.
Huelga decir que ni el Juli ni la Moski ni yo habíamos empuñado un volante en nuestras vidas, por lo que nos vimos obligados a delegar la conducción en Quesito, la cual si bien estaba lejos de tener la edad legal para obtener el permiso de conducir, había recibido lecciones de Rómulo el Guapo. Las lecciones habían sido insuficientes o ella no era una alumna aplicada, porque el motor se caló varias veces y no salimos del estacionamiento sin haber astillado los faros y abollado los parachoques del vehículo de delante y del de detrás, por no hablar de los daños sufridos por el nuestro. Pero la perseverancia dio sus frutos y finalmente recorrimos a gran velocidad y haciendo eses una ciudad afortunadamente desierta. El Juli, la Moski y yo nos protegíamos con los pies y las manos de los bandazos, frenazos y acelerones, lo que no nos libraba de algún coscorrón ocasional; pero el pobre swami, librado a sus inexistentes fuerzas, dio tantos tumbos y recibió tantos golpes que, de haber recobrado el conocimiento, de fijo habría vuelto a perderlo ipso facto.