Al caer la tarde entró la Moski en la peluquería, dejó el acordeón en el suelo y estuvo un rato resoplando hasta regularizar su alterada respiración.
—Joder —dijo a modo de introducción—, esto de montar guardia no es lo mío. Por el aburrimiento, quiero decir. Espiar me va: en mi país delataba a todo quisque y me divertía de lo lindo. Pero ver pasar las horas escondida detrás de un árbol me da palo. Yo soy de natural montaraz, como quien dice. Artista ambulante. Cuando estuve en Cuba me dijo Fidel: ¡Chica, a ti no se te cuece el bollo!
De su verbosidad deduje que me traía noticias desagradables. Hablamos un rato, le di las gracias y le dije que ya se podía ir.
—¿No quieres que te acompañe? —preguntó mientras recogía el acordeón.
—No hace falta, de veras. Ya has hecho mucho por mí. Todos habéis hecho mucho por mí y nunca podré pagaros lo que os debo. Ni siquiera podré daros una explicación de lo ocurrido y contaros el final de la historia.
Nos despedimos brevemente para evitar cualquier muestra de sentimentalismo, se fue la Moski y al cabo de un rato salí para hacer personalmente las últimas comprobaciones.
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Las repentinas lluvias torrenciales, tan frecuentes a finales de agosto en Barcelona, son muy adecuadas, por su propia naturaleza, para pillar desprevenido al peatón y dejarlo empapado. Así me ocurrió aquella noche y para no agravar el estado ya precario de mi ropa y mi calzado, corrí a refugiarme en
El Rincón del Gordo Soplagaitas
. Pedí un vaso de agua del grifo en la barra y me senté en un taburete desde el que podía seguir viendo el exterior mientras fingía examinar la reducida carta. El camarero llevaba la cara pintada de negro de resultas del continuo restañarse el sudor con el trapo de secar la cristalería. Parecía absorto en la televisión.
—A que no sabe usted cómo llamo yo a la televisión —me preguntó de improviso. Y sin darme tiempo a resolver el acertijo ni esperar una pregunta aclaratoria por mi parte, añadió—: La caja tonta.
—Caramba, es difícil superar tanto ingenio —dije.
—En efecto. El nombre lo inventé yo solo, sin ayuda de nadie. No lo patento porque creo que el pensamiento debe circular sin trabas, como en la red. En cuanto a la televisión, mire lo que le digo, la podrían suprimir sin menoscabo de la cultura universal. ¿Sabe cómo la llamo yo, a la tele?
—La caja tonta.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Usted.
—Vaya, veo que tiene buena memoria. Y mucha razón. Le pondré un ejemplo a modo de ejemplo. Hace una hora, en el telediario, ha salido la señora Merkel. El alcalde la ha recibido en el Ayuntamiento por segunda vez, ahora a puerta cerrada, no le fueran a dar otro chupinazo. Menudo notición. Y mientras veía el reportaje iba yo pensando y diciendo como para mí: ¿no te jode? Y al decir esto sin decirlo, sólo con pensarlo en la sesera, usted ya me entiende, me doy cuenta de que el jefe de protocolo que acompaña al alcalde es igual, pero igual, igual, que un majadero que hacía de estatua viviente justo delante del bar, aquí en la plaza. Y me digo yo: ¿no te jode?
—Sí —dije—, es un fenómeno insólito. Y demuestra su teoría de un modo irrefutable.
—Yo a esto lo llamo pura parapsicología —añadió señalando la plazoleta con el dedo—. Mire, allí enfrente se estaba el tío, día sí día también, sin mover una pestaña. Y de tanto verlo, se me quedó grabada la figura y ahora es como si la viera en el telediario. ¿No te jode?
Me limité a asentir y a mirar hacia el lugar señalado por el camarero. Como la lluvia seguía cayendo a raudales, me costó distinguir, en el lugar donde el Pollo Morgan había instalado su puesto de observación, una figura encogida y deslavada por la violencia del chaparrón.
Me dio pena. Como los manteles de las cuatro mesas destinadas a servir cenas eran de hule, cogí uno, me cubrí con él y salí diciendo al camarero:
—¡Se lo devuelvo al instante! ¡Y limpio!
Saltando entre charcos y torrentes alcancé la plazoleta y grité:
—¿Quieres pillar una pulmonía? ¡Métete aquí debajo y vamos al bar!
Obedeció sin chistar y unos segundos más tarde estábamos los dos a cubierto. Quesito tiritaba. Le sugerí ir al servicio a secarse. Por si en el servicio no había con qué hacer tal cosa, le pedí un trapo al camarero. Era un buen hombre y nos prestó una toalla. Me quedé esperando en la barra. Al volver Quesito le pregunté si había cenado y dijo que no con la cabeza. Le dije que si quería podía pedir un Magnum y volvió a decir que no. Al cabo de un rato preguntó:
—¿Cómo sabía que estaría aquí?
—No lo sabía —respondí—. En realidad he venido buscando lo mismo que tú. Por eso nos hemos encontrado. Pero sospechaba que andarías merodeando. Antes de irnos todos al aeropuerto mandé a la Moski a montar guardia. Quería saber qué pasaba cuando ya no estuviera vigilando el Pollo Morgan. Hace un rato vino la Moski a darme su informe.
Hubo un silencio durante el cual Quesito miró en todas direcciones excepto en la mía. Luego dijo:
—Todo lo ocurrido ha sido culpa mía, ¿verdad?
—Ahora no es el momento de hablar de estas cosas. Estás mojada y puedes pillar un catarro. Vete a casa, te das una ducha, te pones el pijama y te metes en la cama. Y mañana, a eso de la una del mediodía, pásate por la peluquería y cambiaremos impresiones. Hasta entonces, no le cuentes nada a nadie y yo tampoco lo haré.
Miré hacia fuera: por suerte había escampado, porque no habríamos sabido qué decirnos.
Me ofrecí a acompañarla. Se negó rotundamente, casi con irritación. Sin decir una palabra, recogió el bolsito y se dirigió a la puerta.
Aún me quedé un par de horas más en el bar, no porque fuese a pasar algo, sino para no volver a mi casa tan temprano. No hice gasto, pero como no había nadie más, el camarero me dejó estar para tener a alguien ante quien desplegar sus ideas acerca de la televisión, la política, las carreras de motos GP, las mujeres y otros temas parecidos. Como no se le ocurrió apagar la televisión durante el soliloquio, me distraje mirando lo que echaban hasta llegar al último telediario. Volvieron a mostrar las imágenes de Angela Merkel en el Ayuntamiento y comprobé con alegría que, tal como había dicho el camarero, el Pollo Morgan había suplantado al jefe de protocolo del Ayuntamiento, probablemente muerto de resultas del atentado de aquella mañana. Supuse que en el hospital, en un momento de descuido, el Pollo Morgan se había hecho con la documentación y la ropa del difunto. Como su vestimenta estatuaria había quedado inutilizada, era lógico que se buscara otro modus vivendi y aquél, por su paciencia y su experiencia como engatusador, le venía como anillo al dedo.
Por la mañana temprano acudí al Hospital Clínico para interesarme por el estado de salud de Cándida. Una vez acreditado el grado de parentesco, un médico me dijo que la paciente en cuestión estaba fuera de peligro a ratos, que las intervenciones que se le habían practicado no daban lugar a demanda y que las alteraciones y metamorfosis resultantes de aquéllas, tanto de carácter fisiológico como fisionómico, no podían calificarse de secuelas sino de auténticas reformas. Me dejaron verla y la encontré muy animada, con ganas de comer y de hablar, dos cosas que le tenían prohibidas. Las enfermeras me dijeron que la víspera había pasado por el hospital el marido de la paciente, el cual mostró de buen principio un gran interés por ceder el cuerpo de aquélla a la ciencia, bien para trasplantes, bien para fines pedagógicos, pero que perdió el interés cuando le dijeron que allí sólo aceptaban los cuerpos después del fallecimiento del donante y que la donación no llevaba aparejada retribución en metálico.
Tranquilizado al saber a mi hermana en buenas manos, abandoné el hospital tras prometer que volvería en breve, y acudí al tanatorio donde, según me habían dicho las comadres del barrio, se iba a celebrar el funeral del abuelo Siau. Me decepcionó la sobriedad de la ceremonia y lo reducido de los asistentes, donde yo esperaba gentío y pasacalle con dragones, petardos y sombrillas. Al despedirse el duelo, con profusión de reverencias por mi parte, las agujas del reloj del tanatorio señalaban poco más del mediodía.
Un autobús, un metro y una caminata me dejaron ante el número 12 de la calle del Flabiol. El deterioro del edificio daba testimonio de su reciente construcción. En los balcones de la casa y de las colindantes, hombres en camiseta fumaban alelados. Por las ventanas abiertas se oían gritos de niños y ruido de cacharros. Pulsé un timbre del interfono y una mujer preguntó que qué quería.
—Soy un compañero de su hija, señora —dije impostando la lánguida y aflautada entonación de los adolescentes—. Vengo a devolverle unos libros.
—¿Y esa voz de mamarracho?
—Las hormonas, señora.
La puerta se abrió y entré. El ascensor tenía un espejo y al mirarme en él advertí que a causa de las mojaduras del día anterior, la ropa se había encogido entre un treinta y un cincuenta por ciento de su tamaño original. Si hubiera estado gordo, no me la habría podido abrochar, especialmente el pantalón, pero como soy esmirriado de natural, había atribuido las presiones y tiranteces en ciertas partes de la anatomía a la edad y otros trastornos. Ahora la visión poco halagüeña de mi porte me restaba el poco ánimo que había conseguido insuflarme a mí mismo para poder llegar al final de esta historia.
El rellano estaba en penumbra y de la mujer que me abrió sólo pude distinguir la silueta a contraluz. Ella, al verme y advertir el ardid de que había sido víctima, suspiró con más resignación que enfado y dijo en tono tranquilo:
—Sabía que acabarías encontrándome más tarde o más temprano. Pasa.
En el minúsculo recibidor, una lámpara de aplique me permitió ver sus facciones. Tardé menos de un segundo en reconocerla.
—¿Emilia? —acerté a balbucear, entre incrédulo y conmocionado. Sin embargo, reaccioné de inmediato y añadí con vehemencia—: ¡Estás igual que siempre!
—En ciertos aspectos, tú también —dijo ella con sorna tras pasar revista a mi indumentaria—. ¿Cómo has averiguado nuestra dirección?
—Anoche, en un bar y de resultas de la lluvia, Quesito fue al servicio y cometió el error de dejar el bolso en mi poder. El DNI me reveló su nombre verdadero, domicilio y fecha de nacimiento. No reparé en el nombre de la madre.
—¿La has llamado Quesito?
—Así me dijo que la llamaban en familia. ¿No es verdad?
—Por el amor de Dios… —dijo Emilia ofendida por la pregunta. Luego esbozó una sonrisa y agregó—: Le gusta inventarse nombres; es embustera y se mete en líos sin saber cómo ni por qué. No sé a quién ha salido.
—¿Emilia, qué estás insinuando?
Durante esta confusa y precipitada plática habíamos pasado del minúsculo recibidor a una reducida salita rectangular ocupada por un tresillo viejo y roído, una estantería y un televisor. Un balconcito dejaba entrar el aire caliente que luego un ventilador distribuía con parsimoniosa alternancia. Nos sentamos y yo me vi obligado a interrumpir el ordenado recuento de los hechos para hacer una breve digresión en beneficio del lector.
A lo largo de mi agitada vida, no tanto con inteligencia cuanto con osadía, tenacidad y, valga la inmodestia, una habilidad poco frecuente para adoptar disfraces y fingir un estatus social bien distinto del mío, he desentrañado misterios, he resuelto casos y he salido de aprietos. Pero la naturaleza, que me ha dado este talento, me ha negado otro, sin duda más importante, y por este motivo nunca he sabido desenvolverme bien en el terreno sentimental. Ni siquiera mal, como hace el resto de la especie humana. En el páramo que ha sido mi vida en este sentido, muy pocas veces un destello ha roto una monótona oscuridad, al amparo de la cual confieso haberme procurado tristes sucedáneos. De estos escasos destellos, ninguno arrojó tanta luz sobre mi espíritu ni me escalfó, conforme a la definición de este vocablo por la RAE, como mi relación con Emilia Corrales, a la que ahora reencontraba tras una larga separación.
Para quien no haya leído la novela que en su día escribí sobre el particular, diré que Emilia y yo nos conocimos en Madrid, adonde me había llevado una misión secreta y donde ella trató de robarme y lo consiguió. Como era de esperar, los dos salimos malparados de la peripecia que se siguió de este encuentro, pero en el decurso de aquellas aventuras hubo un episodio cuyo recuerdo ha permanecido vivamente impreso en mi memoria a pesar del implacable transcurrir del tiempo.
—Nada —repuso. Y adoptando un aire de sincera preocupación añadió—: La niña está a punto de llegar. Si haces un comentario inapropiado te mato.
—Seré circunspecto, pero Quesito no llegará hasta dentro de una hora o más. Anoche la cité en la peluquería y allá estará, esperando. Quería mantenerla alejada mientras averiguaba quién había movido los hilos de la trama. Naturalmente, si hubiera sabido que eras tú…
—¿Cómo podías saberlo? A mi hija nunca le hablé de ti y ella no podía adivinar que nos conocíamos desde antes de su nacimiento. Rómulo el Guapo le llenó la cabeza con tus andanzas. Él te tenía un aprecio sincero.
—Y yo le admiraba.
—No es lo mismo —replicó Emilia con aspereza—. Por guapo y por botarate, Rómulo siempre ha despertado sentimientos insustanciales entre personas que a la hora de la verdad le han dejado en la estacada.
—¿Y cuál es la hora de la verdad en el asunto que ahora nos ocupa? —pregunté.
—Creí que ya habías resuelto el misterio —dijo ella.
Había preparado varias estrategias, a cuál más hábil, pero ante Emilia estaba desarmado, así que opté por decir la verdad.
—Sólo a medias. Con tu ayuda podría acabar de resolverlo. Pero en el fondo, me trae sin cuidado: sólo me preocupa Quesito. Quiero saber hasta qué punto ha obrado por propia iniciativa o ha sido un instrumento de tus maquinaciones.
Emilia dio muestras de irritación.
—Nunca entenderás a las mujeres —exclamó—. No somos tan complicadas.
Reclinó la espalda en el sofá, juntó las manos, cerró los ojos y guardó silencio. Yo la miraba y callaba, perdido en los recuerdos. Sin desdoro de su condición al día de la fecha, Emilia Corrales había sido una chica guapa, risueña, bien conformada, simpática, vivaz e inteligente. No le faltaba ambición ni le sobraban escrúpulos. A muy temprana edad vino a Barcelona atraída por el trillado sueño de triunfar en el cine. Y quizá las cualidades recién enumeradas la habrían llevado lejos si hubiera comenzado la carrera una década antes, cuando el fenómeno cultural denominado destape animó el desmayado panorama del cine español. Pero cuando Emilia quiso hacer valer su palmito, su talento y su buena disposición, hasta el nuncio de su santidad nos había enseñado el pompis y la saturación había devuelto la industria cinematográfica nacional a su lugar de origen. El atolondramiento propio de la juventud, las costumbres licenciosas de la época y una de las cíclicas crisis de nuestra economía la impelieron a buscarse la vida en la turbia periferia del dinero y de la fama. Se unió sentimentalmente a un actor fracasado y hampón de cuarta fila al que pronto dieron mulé, no sin que antes la hubiera utilizado como cómplice y cebo de sus trapisondas. Como es lógico, acabó metida en un buen lío y esto propició nuestro encuentro, ya que, de haber sido un poco más formal, nuestros pasos jamás se habrían cruzado. De este modo vivimos juntos momentos de riesgo y emoción y, llevados del acaloramiento que suelen provocar las situaciones trepidantes, hicimos trepidar al unísono los muelles de un desvencijado jergón. Luego el azar, tal como nos había unido, nos separó, y no volví a saber de ella hasta el momento en que el reencuentro me permitió ponerme al día, aunque poco había que contar. La participación de Emilia en un oscuro embrollo dio al traste con el proyecto cinematográfico. Hizo minúsculas apariciones en infames programas de televisión y hasta eso hubo de dejar al descubrir que estaba embarazada. Sobrevivió como pudo sin ayuda de nadie.