Ésta es la historia de la última gran familia de la Mafia, los Clericuzio. Un año después de cometer el acto más salvaje de su vida, Don Clericuzio,
el último Don
, decide que la nueva generación, la de sus nietos recién bautizados, viva libre de la carga criminal de la Mafia. Desde su espectacular jardín de Long Island, el Don controla negocios de Las Vegas y de Hollywood con los que puede legitimar su fortuna. Sin embargo, existen dos problemas que el Don no puede ignorar. Primero, sólo hay una cosa que la familia Clericuzio sepa hacer bien: matar. Y segundo, que el mundo ya no es tan sencillo: hay honor entre ladrones y maldad entre hombres supuestamente honorables.
Mario Puzo
El Último Don
ePUB v1.0
GONZALEZ13.10.11
Publicado por Ediciones
B
Barcelona, 1996
Título original:
The Last Don
Traducción de Antonia Menini
ISBN: 978-84-666-4159-3
A Virginia Altman y Domenick Clericuzio.
El Domingo de Ramos, un año después de la gran guerra contra los Santadio, Don Domenico Clericuzio celebró el bautismo de dos bebés de su propia sangre y tomó la decisión más trascendental de su vida. Invitó a los jefes de las familias más importantes de Norteamérica y también a Alfred Gronevelt, propietario del hotel Xanadú de Las Vegas, y a David Redfellow, creador de un vasto imperio de la droga en Estados Unidos.
Ahora Don Clericuzio, jefe de la más poderosa familia mafiosa de Norteamérica, tenía previsto abandonar ese poder, al menos oficialmente. Ya era hora de cambiar de estrategia porque el poder visible era demasiado peligroso, aunque el abandono del poder también resultaba peligroso en sí mismo. Tendría que hacerlo con la máxima benevolencia, con buena voluntad personal y en las condiciones que él mismo pusiera.
Quogue tenía una superficie de ocho hectáreas y estaba cercada por un muro de ladrillo rojo de tres metros de altura, protegido a su vez por una alambrada de espino y unos sensores electrónicos. Además de la mansión principal, la finca albergaba las residencias de sus tres hijos y veinte casitas para empleados de confianza de la familia.
Antes de la llegada de los invitados, el Don y sus hijos tomaron asiento alrededor de una blanca mesa de hierro forjado, en el jardín de plantas trepadoras de la parte posterior de la mansión. Giorgio, el mayor, tenía veintisiete años, era muy taciturno y poseía una inteligencia un tanto especial y un rostro impenetrable. El Don informó a Giorgio de que tendría que matricularse en la Escuela de Estudios Empresariales de Wharton. Allí aprendería todas las triquiñuelas necesarias para robar dinero sin rebasar el ámbito de la legalidad.
Giorgio no discutió con su padre, no merecía la pena, eran demasiado parecidos. Era un joven de elevada estatura y cuerpo tan desgarbado como el de un caballero inglés, que él adornaba con trajes confeccionados a la medida y un bigotito sobre el labio superior. Asintió con la cabeza en gesto de obediencia.
El Don se dirigió después a su sobrino Joseph de Lena, llamado Pippi. El Don amaba a Pippi, tanto como a sus hijos, pues además de los vínculos de sangre (Pippi era hijo de su difunta hermana), el joven era el gran general que había conquistado a los salvajes Santadio.
—Te irás a vivir permanentemente a Las Vegas —le dijo. Cuidarás de nuestros intereses en el hotel Xanadú. Ahora que nuestra familia se está retirando de las operaciones, aquí no habrá demasiado trabajo. No obstante seguirás siendo el Martillo de la familia. Vio que Pippi no parecía muy contento y comprendió que tendría que darle alguna explicación. Tu mujer, Nalene, no puede vivir en el ambiente de la familia, no puede vivir en el Enclave del Bronx. Es muy diferente. Ellos no la aceptan. Tienes que construir tu vida lejos de nosotros.
Eso era cierto, aunque el Don tuviera otro motivo. Pippi era el gran héroe de la familia Clericuzio, y si seguía ocupando su puesto de alcalde del Enclave del Bronx acabaría siendo demasiado poderoso para los hijos del Don cuando éste muriera.
—Serás mi bruglione en el Oeste —le dijo a Pippi. Te harás muy rico, aunque hay trabajo muy importante que hacer.
El Don se volvió hacia Vincent, su hijo menor, de veinticinco años. Era el más bajito de los tres, pero más sólido que una puerta de acero. Parco en palabras y con un corazón sensible. Había aprendido a cocinar todos los clásicos platos campesinos italianos en el regazo de su madre, y era el que más amargamente había llorado la prematura muerte de ésta. El Don lo miró sonriendo.
—Estoy a punto de decidir tu destino y de encaminarte por la verdadera senda —le dijo. Inaugurarás el mejor restaurante de Nueva York. No repares en gastos. Quiero que les enseñes a los franceses en qué consiste la auténtica comida.
Pippi y los otros hijos se rieron, y hasta Vincent sonrió.
—Asistirás durante un año a la mejor escuela de cocina de Europa añadió el Don.
Vincent soltó un gruñido, a pesar de que estaba contento.
—¿Y qué me van a enseñar a mí?
El Don le miró con severidad.
—Tu repostería deja mucho que desear —dijo. Pero tu principal propósito consistirá en aprender la gestión económica de este tipo de negocio. ¿Quién sabe, puede que algún día llegues a ser propietario de una cadena de restaurantes. Giorgio te dará el dinero.
El Don se dirigió finalmente a Petie, su segundo hijo, el más alegre de los tres. Era un afable muchacho de apenas veintiseis años, pero el Don sabía que era la encarnación de un típico Clericuzio siciliano.
—Petie —le dijo—, ahora que Pippi se va al Oeste, tú serás el alcalde del Enclave del Bronx y te encargarás de proporcionar todos los soldados a la familia. Pero además te he comprado una empresa inmobiliaria muy grande. Rehabilitarás los rascacielos de Nueva York, construirás cuarteles para la policía estatal y pavimentarás las calles de la ciudad. El negocio está asegurado, pero yo confío en que lo conviertas en una gran empresa. Tus soldados podrán tener puestos de trabajo legales, y tú ganarás mucho dinero. Primero trabajarás como aprendiz a las órdenes del propietario. Pero recuerda que tu principal misión será proporcionar soldados a la familia y ostentar el mando.
El Don se dirigió a Giorgio.
—Giorgio —le dijo, tú serás mi sucesor. Tú y Vinnie ya no intervendréis en esa inevitable parte de las actividades de la familia que suponen un riesgo, salvo en los casos en que ello sea estrictamente necesario. Tenemos que mirar hacia delante. Tus hijos, mis hijos y los pequeños Dante y Croccifixio jamás deberán crecer en este mundo. Somos ricos y ya no tenemos que arriesgar nuestras vidas para ganarnos el pan de cada día. Ahora nuestra familia sólo prestará asesoría financiera a las demás familias. Les ofreceremos apoyo político y mediaremos en sus disputas. Pero para poder hacerlo necesitaremos cartas con las que jugar. Necesitaremos un ejército. Deberemos proteger el dinero de todos. A cambio, ellos nos permitirán participar en las ganancias.
El Don hizo una pausa. Dentro de veinte o treinta años nos perderemos en el mundo legal y disfrutaremos de nuestra riqueza sin temor. Esos niños que hoy bautizamos nunca tendrán que cometer nuestros pecados y correr nuestros riesgos.
—Entonces, por qué conservar el Enclave del Bronx? —preguntó Giorgio.
—Algún día seremos santos —le contestó el Don, pero no mártires.
Una hora después, Don Clericuzio se encontraba en la terraza de su residencia contemplando la fiesta de abajo.
La enorme extensión de césped estaba sembrada de mesas de jardín bajo unos parasoles verdes y rectangulares a cuyo alrededor se sentaban doscientos invitados, muchos de ellos soldados del Enclave del Bronx. Los bautizos solían ser unos acontecimientos muy alegres pero los de aquel día parecían un poco apagados.
La victoria sobre los Santadio les había costado muy cara a los Clericuzio pues el Don había perdido a Silvio, el más querido de sus hijos, y su hija Rose Marie había perdido a su marido.
Ahora el Don estaba contemplando a los invitados que se apretujaban alrededor de una serie de mesas alargadas, sobre las que se habían dispuesto jarras de cristal llenas de vino tinto, relucientes soperas blancas, bandejas con pastas de todas clases, fuentes con tajadas de carne de todo tipo, lonchas de queso de distintas variedades y panes recién hechos de toda suerte de tamaños y formas. La suave música de la pequeña orquesta situada al fondo serenó su espíritu.
En el centro mismo de la zona ocupada por las mesas de jardín vio los dos cochecitos de bebé con sus mantas azules. ¿Qué valientes habían sido los dos niños al no hacer la menor mueca en el momento de ser rociados con el agua bendita. A su lado estaban las dos madres, Rose Marie y Nalene, la mujer de Pippi. Desde la terraza, el Don distinguía los rostros de los dos niños, Dante Clericuzio y Croccifixio de Lena, no marcados todavía por la vida. Él debería cuidar de que aquellas dos criaturas jamás tuvieran que sufrir para ganarse el sustento. Si lo conseguía, los niños formarían parte de la sociedad normal. Era curioso, pensó, que ninguno de los hombres presentes en la fiesta les rindiera homenaje.
Vio a Vincent, con su habitual expresión malhumorada y su rostro más duro que el granito, dando de comer a unos chiquillos desde un carrito de perritos calientes que había construido para la fiesta. Se parecía a los que había en las calles de Nueva York, pero era más grande y tenía una sombrilla más vistosa, y además Vincent repartía comida de mejor calidad. El joven llevaba un mandil blanco impecablemente limpio, y aderezaba los perritos calientes con col amarga y mostaza, cebollas rojas y salsa picante. Vincent era el más sensible de sus hijos, a pesar de su aspecto adusto.
En la cancha de bochas vio a Petie jugando con Pippi de Lena, Virginio Ballazzo y Alfred Gronevelt. Petie tenía la mala costumbre de gastar bromas pesadas, cosa que él no se cansaba de reprocharle, pues siempre le había parecido una diversión peligrosa. En aquellos momentos Petie estaba desbaratando el juego con sus payasadas a propósito de una bocha que había volado en pedazos tras el primer golpe.
Virginio Ballazzo era el segundo comandante del Don, un alto ejecutivo de la familia Clericuzio, un hombre de talante jovial que ahora estaba simulando perseguir a Petie, quien fingía correr para escapar de él. Al Don le hizo gracia la escena. Sabía que su hijo Petie era un asesino nato, y que el juguetón Virginio Ballazzo también se había ganado cierta fama por méritos propios, aunque ninguno de los dos podía competir con su sobrino Pippi.
El Don se percató de cómo miraban a su sobrino las invitadas, excepto las dos madres, Rose Marie y Nalene. Pippi era un hombre extraordinariamente apuesto, tan alto como el propio Don, con un fuerte y vigoroso cuerpo y un rostro brutalmente atractivo. También lo miraban muchos hombres, algunos de ellos soldados de su Enclave del Bronx. Observaban su aire autoritario y la elasticidad de su cuerpo en acción. Conocían su leyenda, sabían que era el Martillo, el mejor de los hombres cualificados.
David Redfellow, un joven de rostro sonrosado, el más poderoso traficante de drogas de Norteamérica, estaba pellizcando en ese momento las mejillas de los dos niños en sus cochecitos. Alfred Gronevelt, todavía con chaqueta y corbata, participaba con visible incomodidad en aquel extraño juego. Gronevelt tenía la misma edad que el Don, casi sesenta años.