El espejo en el espejo (7 page)

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Authors: Michael Ende

BOOK: El espejo en el espejo
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Sólo algunos vieron el caballo blanco de larga crin que suntuosamente embridado y ensillado trotaba por las calles hacia el palacio. Se movía despacio y cansado, como si sus cascos fuesen de plomo. Su cabeza colgaba pesadamente. En la silla montaba, inclinado hacia delante, un mendigo cojo con la ropa hecha jirones y una corona de papel sobre la cabeza. Su rostro estaba asolado por la pena.

—Nuestra reina va a celebrar su boda —sururraban algunos— y ése es el novio.

—Pero si ya tiene un esposo —replicaban otros.

—Eso no tiene por qué preocuparle —opinaban algunos—, al fin y al cabo es la reina de las putas.

Y unos cuantos se atrevieron a preguntar incluso:

—¿Quién ha visto jamás a su marido? Quizás no existe siquiera.

Pero se les mandó callar rápidamente. No era bueno hablar así, pues la reina se enteraba de todo y no toleraba bromas. Cuando el jinete llegó ante el portal brillante de níquel en forma de gran vulva del palacio, el caballo blanco se detuvo solo.

Nadie salió a recibir al visitante, no se oía ni un ruido, el edificio iluminado parecía desierto. El mendigo se dejó deslizar de la silla, tomó dos toscas muletas de madera que colgaban del pomo y subió cojeando los peldaños con ellas.

En el interior del edificio todo era de un material negro grafito, de brillo metálico, pero las formas podían ser tanto de origen técnico como orgánico. Había paredes y techos que estaban ondulados como un paladar y por el suelo discurrían manojos de nudosas venas. Había gigantescos pistones que se deslizaban despacio dentro de tubos o aberturas, y otros pequeños que realizaban el mismo movimiento a una velocidad vertiginosa. Al mismo tiempo se oía un resoplar y un gemido sordo, a veces también gritos y chirridos agudos. Por gruesas barras relucientes de grasa subían y bajaban abrazaderas que eran movidas por brazos prensiles articulados o aparatos como bombas hundían poderosos pilotes en pozos profundos. El aire estaba cargado de olor a metal caliente.

En otras salas había toberas tripudas que de manera intermitente inyectaban líquidos viscosos en ranuras o aberturas ovales de la pared que después se cerraban palpitantes. Especiales dificultades causó al hombre de las muletas un largo pasillo en forma de tubo cuyas paredes y suelo eran resbaladizos y se encontraban en un constante movimiento peristáltico. Finalmente se perdió en un bosque de nudosas columnas que constantemente se hinchaban, erguían y volvían a encoger. Ya no sabía a dónde debía dirigirse.

De pronto apareció ante él una figura gris, encorvada, un hombre viejo que le escudriñaba con ojos pequeños y preguntó con voz ronca:

—¿Eres tú el que fue llamado?

El mendigo asintió.

—¡Ven! —dijo el viejo, precediéndole.

Tras una larga caminata llegaron a una gigantesca sala circular vacía y oscura en cuyo centro, iluminado con focos deslumbrantes, se encontraba a la altura del pecho un podio similar a un ring de boxeo que también era redondo. En el centro había un reluciente sillón de operaciones niquelado y sobre él estaba tumbada la reina de las putas.

Nadie había visto jamás su rostro, pues estaba tapado con una máscara de acero. Su cabeza estaba pelada y su cuerpo desnudo también estaba desprovisto de vello. Sus miembros lisos como el marfil, su tronco, sus pechos, eran de una belleza intachable, sin embargo su desnudez resultaba clínica como la de un cuerpo en la sala de anatomía.

El pequeño hombre gris tosió ligeramente cuando estuvieron delante del podio.

Ella levantó la cabeza, los párpados de acero se abrieron y observó al mendigo con ojos de color de jade.

—¡Acércate —dijo, perezosa—, sube aquí conmigo!

Su voz sonaba suave y dulce e inexplicablemente artificial. El pequeño hombre gris quiso ayudar a subir al mendigo, pero éste lo rechazó con un movimiento de la mano y se quedó en el sitio sin moverse.

—¡Todavía desconfías de mí! —ella se puso de pie y se dirigió al borde del podio. Se encontraba directamente delante del mendigo y lo miraba por encima de sus pechos. El olor a metal caliente que exhalaba, aturdía.

—¿Quién ha dejado pudrirse a tu querida mujer en la cárcel? —preguntó dulcemente.

—Tú, reina.

—¿Quién ha pervertido a tus hijos y los ha azuzado contra ti?

—Tú, reina.

—¿Cómo perdiste tu pierna? —prosiguió casi cariñosa— ¿Quién te ha convertido en un mendigo? ¿Quién te ha quitado todo y cubierto de oprobio y basura?

—Todo tú, reina.

Ella asintió con la cabeza y rió suavemente.

—Y a pesar de todo sigues desconfiando de mí.

Él alzó la cabeza y la miró a los ojos…

—Yo he creado tu reino —dijo despacio—, yo te he defendido de tus enemigos. ¿Lo recuerdas?

El pequeño hombre gris tosió. Con un movimiento autoritario de la cabeza le ordenó que se alejase. Él obedeció y desapareció silenciosamente en la oscuridad de la sala.

—No me acuerdo —dijo ella entonces—, pero es posible que fuese así. En todo caso no has hecho nada más que cumplir con tu deber hacia tu reina.

El mendigo sacudió la cabeza.

—Lo hice porque había prestado un juramento. De eso hace mucho tiempo. Entonces todavía éramos jóvenes los dos.

—No eres muy amable —objetó ella, burlona.

—Entonces —prosiguió él— creía aún en ti.

—¿Y ahora ya no crees en mí?

—No.

—¿Por qué no quebraste entonces tu juramento?

—Sobre un juramento no se puede regatear. Es asunto de Dios lo que resulta.

—Se puede regatear todo —dijo ella—, todo es comprable y vendible. Todo. Eso también es aplicable a Dios. También Él tiene sus precios, ¿verdad? Y no son precisamente modestos.

Durante un rato permanecieron callados, entonces él preguntó:

—¿Por qué llevas la máscara de acero? ¡Muéstrame tu rostro!

Ella se rió como si le hubiese hecho una proposición lasciva.

—Acaso no sabes que yo también tengo pudor, aunque sea opuesto al tuyo.

Ella bajó de un salto del podio y se colocó justo delante de él. Como él apartó la cabeza, ella le alzó la barbilla con su dedo índice y le obligó a seguir mirándola a los ojos.

—Me dicen que ayer mendigaste en la escalinata de la iglesia de Nuestra Señora. ¿Es eso cierto?

—Es cierto, reina.

—He oído que te dieron muchas limosnas. A montones, ¿es cierto? Toda la ciudad vino corriendo, ricos y pobres, para obsequiarte.

Él asintió.

—¿Cuánto recibiste?

—Mucho —dijo él—, al atardecer eran cinco sacos llenos.

—¿Oro y joyas?

—También.

La reina le volvió de pronto la espalda y dijo casi imperceptiblemente:

—Te quieren, ¿verdad?

Él permaneció callado.

—¿Por qué te quieren? ¡Explícamelo!

—No lo sé.

—Pero yo sí lo sé —dijo ella de pronto con dureza.

—Guardarás silencio, reina, por generosidad.

—Generosidad… —repitió ella asombrada.

Caminó despacio alrededor de él y se colocó a su espalda.

—Piensas —le susurró al oído— que debo dejarte al menos esa ilusión. Temes que sacrifique tu última palomita. Mi lengua es el cuchillo y ahora le corto la cabeza: lo hicieron por orden mía.

Ella le abrazó por detrás y apretó su cuerpo desnudo contra el suyo.

—No, no —dijo ella en voz baja—, no es verdad. He mentido. No temas, no te haré nada. Estoy cansada. Estoy sedienta. Estoy enferma. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame aún esta vez, lo juraste!

—A ti no puede ayudarte nadie, reina. Ni siquiera tú misma.

De pronto se deslizó lentamente al suelo, abrazó su pierna y cubrió su pie y hasta las muletas con los besos de su boca de acero. Al mismo tiempo sollozaba:

—¡Tú podrías! Tú, tú sólo puedes ayudarme. ¡Dame algo de esas limosnas! ¡Compártelas conmigo! ¡Sé caritativo! Tengo tanto frío. Estoy tan sola.

Él la miró desde arriba, quiso tocar la piel marfileña de su cabeza desnuda, pero retiró la mano.

—¡No seas cruel! Me amaste una vez —gritó ella casi—, te lo ruego de rodillas. Mírame, nunca había implorado a un ser humano, pero ahora te imploro a ti: dame el más pequeño, el menos valioso de todos los regalos que has recibido. ¡Déjame compartir una sola vez algo que fue dado desinteresadamente!

Durante un rato sólo pudieron escucharse sus sollozos convulsivos, luego él dijo, tranquilo:

—Te has apoderado de demasiadas cosas, reina, como para que ahora puedas recibir. Pero no puedes quitarme ya nada, ni yo puedo darte nada, pues lo he regalado todo.

Ella se levantó de un salto y retrocedió un paso.

—¿A quién?

El mendigo sonrió y su rostro desolado parecía casi joven.

—A los pobres. ¿A quién si no?

Ella se apartó despacio y se sentó en el suelo de espaldas al podio. Él la observó. Ella se acurrucó como si tuviese frío y balanceó un rato su tronco hacia delante y hacia atrás.

—¡Los pobres —dijo ella amargamente—, siempre esos suplentes del amor al prójimo! ¿Puedes explicarme qué han hecho para merecer ese privilegio divino? ¿Por qué son favorecidos de esa manera en el cielo y en la tierra? ¡Qué fácil es eso para vosotros, para ti, para Dios, para todos los que son como vosotros! ¡Como si no hubiese ninguna miseria mayor que la pobreza! ¿Qué se comprarán tus pobres? Se llenarán durante unos días las tripas o se emborracharán en la taberna más próxima y derrocharán lo que les quede con mis putas. Y después todo será como si nunca hubiesen recibido nada. ¿No sabes que la pobreza es incurable?

—Sí —contestó él—, como la falta de una pierna.

Como ella no contestó nada, preguntó:

—¿Qué hubieras hecho tú con las limosnas?

—¡Ah, yo! —dijo ella y su voz sonó furiosa—, ¡yo sólo soy una reina! ¿Sabes lo que hubiese hecho? Hubiese llevado tus limosnas sobre mi cuerpo, me hubiese calentado con ellas, hubiesen brillado en mi oscuridad.

—¡Pobre reina! —dijo él.

Ella le miró, pero su rostro era tan impenetrable como su máscara de acero. Se puso de pie.

—La frialdad no está dentro de mí —exclamó vuelta hacia la oscura sala—, soy una estrella de lava incandescente. Pero el universo alrededor de mí está vacío y frío. Y en mi abrazo todo se convierte en ceniza.

El eco devolvió sus palabras y las repitió cada vez más lejos. El mendigo esperó hasta que se hizo el silencio, luego dijo en voz baja:

—Dos cosas he conservado. Puedes escoger una.

Ella se acercó vacilante. De nuevo le envolvió el olor a metal caliente.

—¡Déjame ver! —susurró ella.

—Toma, mi platillo de madera para pedir limosna —lo extrajo de su chaqueta andrajosa—, lo había perdido hacía mucho tiempo. Ahora me lo han devuelto.

Se lo ofreció con el brazo extendido. El platillo estaba desgastado por el uso. En su borde había unas palabras apenas legibles grabadas al fuego. La reina descifró: paciencia y humildad. Sacudió la cabeza.

—No es para mí. Te pertenece a ti. ¿La otra cosa?

El mendigo volvió a guardar cuidadosamente el platillo y sacó del cuello de su camisa una cadenita de la que colgaba un medallón de oro. Tenía la forma de una custodia pequeña en cuyo centro se encontraba una perla de cristal de forma irregular. Una gota de un líquido oscuro temblaba en su interior.

—No sé lo que es —dijo el mendigo—, pero quizás sea bienhechora.

Con un movimiento brusco la reina le arrancó la cadenita del cuello, después permaneció mucho tiempo sin moverse mirando fijamente la perla.

—Por fin llega la respuesta —susurró ella. Empezó a reírse cada vez con más violencia, hasta estremecerse como una posesa, riéndose a carcajadas y gritando. De repente cortó, sus risas y trepó al podio.

El mendigo la miraba desde abajo.

—¿Por qué se ríe la reina?

—¡Me río de una broma de Dios! Es un bromista formidable, ¿lo sabías? Esta perla me la regaló una vez el diablo cuando aún creía en él. Entonces era una niña. Traté de deshacerme de ella hace mucho tiempo. La arrojé a un volcán hirviente. Ahora vuelve a mí, como vuelve a ti tu platillo.

—¿Y qué es?

Ella se sentó en su trono—máquina y se desperezó lujuriosamente.

—No es ninguna bendición, mi pobre amigo. En todo caso, no como tú lo entiendes. En esta pequeña envoltura de cristal hay algo que no pertenece a este mundo y que por eso puede destruirlo. Esta minúscula gotita basta para extinguir la vida de toda la tierra. Es tan frágil la creación que basta romper esta perla.

Ella balanceó el medallón en la cadenita, contemplándolo con ojos ardientes.

—Despoja a la tierra de su fertilidad. Ningún vientre dará a luz y toda semilla morirá. Y cuando todo se haya vuelto estéril desaparecerá la especie humana. Quizás exista un último hombre, quizás se haga muy viejo, quizá sea el que por fin descubra el secreto de la inmortalidad terrenal. Estará solo y llamará a la muerte, que ya no vendrá. Y escribirá el último capítulo en el libro de la Humanidad, que dirá: al final el hombre destruyó el cielo y la tierra. Y la tierra estaba desierta y vacía y reinaba la oscuridad en la profundidad. Y el último hombre gritó: ¡Hágase la luz! Pero siguió la oscuridad. Así un atardecer sin mañana se convirtió en la última noche.

La reina hizo girar el medallón colgado de la cadenita alrededor de su dedo. Durante un rato reinó el silencio, luego dijo:

—En todo caso, te doy las gracias por tu regalo.

El mendigo cayó al suelo y quedó como muerto. Ella lo contempló. La deslumbrante luz de los focos refulgía sobre su máscara de acero.

—¿Lo harás? —preguntó él, castañeteando los dientes.

—Puesto que lo tengo —contestó ella—, lo haré.

—¿Cuándo?

—Cuando llegue el momento.

—¿Puede algo impedírtelo?

Ella dejó de jugar con la cadenita y reflexionó un momento.

—¿Me amas? —preguntó entonces.

—No puedo, nadie puede amarte.

Ella acarició cariñosamente su cuerpo de marfil.

—¿Y Dios?

—Dios tampoco. Si no no serías lo que eres.

La reina soltó una pequeña risa burlona.

—¿Acaso es también un amante tan malo para desistir tan deprisa?

El mendigo se quitó de un manotazo la corona de papel y la estrujó con la mano.

—¡Blasfemas contra Dios!

—¿No será —contestó ella— que Dios blasfema contra mí?

El mendigo trató penosamente de incorporarse. Varias veces se escurrieron sus muletas y volvió a caerse al suelo. Cuando por fin estuvo de pie dijo:

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