Las grandes ventajas de la libertad han hecho que se abuse de ella. Como el gobierno moderado ha producido admirables efectos, se ha ido dejando la moderación; como se han percibido grandes tributos, se los ha aumentado sin medida. Olvidando que tantos bienes eran debidos a la libertad, que lo da todo, se ha recurrido a la servidumbre, que todo lo quita.
La libertad ha originado el exceso de tributos; pero el efecto del exceso de tributos es originar la servidumbre, y el efecto de la servidumbre es originar la disminución de los tributos.
Los monarcas en Asia, casi no dan ningún edicto que no sea para dispensar de la contribución a alguna provincia de su imperio; las manifestaciones de su voluntad son beneficios. En Europa, al contrario, los edictos reales nos afligen aun antes de conocerlos, porque hablan siempre de las urgencias del monarca y nunca de las necesidades del pueblo.
De la indolencia incurable que padecen los ministros asiáticos, debida en parte a la forma de gobierno y en parte al clima, los pueblos sacan una ventaja: la de que los edictos imperiales no sean más frecuentes, la de que no menudeen las peticiones. Los gastos allí no aumentan, porque no se hacen reformas ni mejoras; si por casualidad se proyecta alguna cosa, es un proyecto inmediatamente realizable y cuyo fin se ve, no un plan de término indefinido ni una obra perdurable. Como los gobernantes no se inquietan, no apuran con exigencias a los gobernados. En cuanto a nosotros, es imposible que tengamos normalizada la administración ni equilibrada la hacienda, porque siempre hay que hacer algo y no sabemos qué.
No se tiene ya por gran ministro al que invierte los ingresos con acierto y con cordura, sino al que discurre lo que se llama
expedientes
.
La extraña facilidad que encontraron los mahometamos para llevar a cabo sus rápidas y afortunadas conquistas, no tuvo otro fundamento que la enormidad de los tributos
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. Los pueblos, en vez de la serie de vejaciones ideadas por la sutil avaricia de los monarcas, se encontraron con un sencillo tributo fácilmente pagadero y se creyeron más felices obedeciendo al invasor extranjero que a su propio gobierno rapaz y corrompido.
Una nueva plaga se ha difundido en los reinos de Europa: nuestros reyes han dado en mantener ejércitos numerosísimos, absolutamente desproporcionados. Es un mal contagioso, pues lo que hace un Estado lo imitan los demás, con lo que no se va más que a la ruina común. Cada monarca tiene tantas tropas como necesitaría si sus pueblos estuvieran en peligro inminente de ser exterminados. ¡Y se llama paz a este esfuerzo de todos contra todos! Así está Europa arruinándose, hasta el punto de que si los particulares estuvieran en la situación en que se hallan las tres potencias más opulentas
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de esta parte del mundo, no podrían vivir. Somos pobres con las riquezas y con el comercio de todo el universo, y muy pronto, a fuerza de mantener soldados, no tendremos más que soldados y seremos como los Tártaros.
Los príncipes de los grandes Estados, no contentos con reclutar mercenarios en los Estados pequeños, procuran comprar alianzas en todas partes, que es dinero perdido.
Las consecuencias de esta situación es el aumento constante de los tributos; y esto no puede remediarse ya: las guerras futuras no se harán con las rentas, sino con el capital de las naciones. Que los Estados hipotequen sus rentas durante la paz, no es una cosa inaudita; pero es increíble que lo hagan para gastar improductivamente, derrochando con un desenfreno que apenas concebiría el hijo de familia más vicioso y más atolondrado.
En los grandes imperios de Oriente, se perdonan los tributos a las provincias que padecen alguna calamidad; los Estados monárquicos de Europa debieran hacer lo mismo. Se hace en algunos, pero de un modo que contribuye a la agravación del mal: como el príncipe no ha de cobrar más ni menos, lo que deja de pagar una provincia es para las otras un recargo. Para alivio de la región imposibilitada de contribuir, o que contribuye mal, se sacrifica la que paga bien. Se restaura una provincia aniquilando a otra. El pueblo lucha entre la conveniencia de pagar, a fin de evitar apremios, y el peligro de pagar que traería recargos.
Todo Estado bien gobernado consigna en su presupuesto de gastos una suma destinada a casos imprevistos. Al Estado le sucede como a los particulares, que se arruinan si consumen todas sus rentas sin contar con los casos fortuitos.
En cuanto a la solidaridad entre los vecinos de un mismo lugar, se ha dicho que era razonable
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porque podía suponerse un complot fraudulento de los mismos; pero ¿de dónde se ha sacado que por meras hipótesis debe establecerse una cosa injusta en sí misma y ruinosa para el Estado?
Un padre de familia recauda y administra por si mismo las rentas de su casa, único medio de hacerlo con orden y economía. El mismo sistema debe adoptar el príncipe, que es dueño de adelantar o retardar el cobro de los impuestos según sus necesidades y la situación de los contribuyentes. Es la manera de ahorrarle al Estado los provechos grandes y a veces abusivos de los arrendadores, que tanto perjudican a los pueblos. Así se evita a la vez el espectáculo de las fortunas improvisadas que los desmoralizan. El dinero pasa por pocas manos, pues va más directamente a las del príncipe y vuelve más pronto a las del pueblo. Se libra el pueblo, además, de una multitud de leyes y reglamentos que le perjudican en beneficio de los arrendadores.
Como el que tiene el dinero es el que manda, el arrendador ejerce un poder arbitrario hasta sobre el mismo príncipe; no es el legislador, pero obliga al príncipe a dar leyes.
Reconozco, sin embargo, que a veces puede ser útil arrendar un impuesto de nueva creación, pues su propio interés les sugiere a los arrendadores artes y medidas para impedir ocultaciones y fraudes; pero una vez organizado por el arrendador un sistema eficaz de recaudación, debe encargarse la administración de recaudar con los menos intermediarios que sea posible. En Inglaterra, la administración de la renta de correos y de otras la aprendió el Estado de los arrendadores, cuando los había.
En las Repúblicas, generalmente, las rentas las administra el Estado. La práctica contraria fue un gran defecto del gobierno de Roma
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.
En los Estados despóticos, donde rige la administración directa, los pueblos son bastante más felices, como lo atestiguan Persia y China
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. Los más desgraciados son aquellos en que el soberano arrienda los puertos de mar y las ciudades comerciales. La historia está llena de las monarquías con los males que causan los arrendadores.
Enfurecido Nerón por los abusos de los publicanos, concibió el proyecto (magnánimo, pero irrealizable) de abolir todas las contribuciones; pero no se le ocurrió la idea de la administración por el Estado, sino que dictó cuatro decretos en los que disponía
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: que se hicieran públicas todas las disposiciones secretas contra los publicanos
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; que éstos no pudiesen reclamar a ningún contribuyente lo que no le hubiesen pedido en tiempo hábil; que hubiera un pretor para conocer sus pretensiones, sin formalidades; que los mercaderes quedasen exentos de tributo por sus barcos. He aquí los buenos tiempos de aquel emperador.
Todo está perdido cuando la profesión lucrativa de los recaudadores llega a ser honrosa por sus riquezas. Esto puede admitirse en los Estados despóticos donde son recaudadores los gobernadores mismos; pero no es conveniente en la República, de tal suerte que una cosa parecida destruyó la República romana. Tampoco es bueno en la monarquía por ser lo más contrario al espíritu de este gobierno. Honrando al recaudador, se apodera el disgusto de los que desempeñan las demás funciones; se pierde el concepto del honor; se desvanece la esperanza de distinguirse por medios lícitos, y con lentitud; se falta, en fin, al principio fundamental de la forma de gobierno.
Se vió en tiempos pasados que se hacían fortunas escandalosas; fue una de las calamidades que produjo la guerra de los cincuenta años; pero los que entonces amontonaron riquezas parecían despreciables, y hoy admiramos a los poseedores de las mismas.
Cada profesión tiene su lote. El lote de los perceptores de tributos es manejar caudales, sin más recompensa que la de hacerse ricos; ni pretenden otro galardón. La gloria y el honor son buenos para la gente noble; que no ve, que no conoce, que no concibe otro bien que la gloria y el honor. El respeto y la consideración de todo el mundo son para aquellos ministros y aquellos magistrados que velan noche y día por la felicidad del imperio, sin hallar otra cosa que el trabajo después del trabajo.
LIBRO XIV
De las leyes con relación al clima
CAPÍTULO ISi es cierto que el carácter del alma y las pasiones del corazón presentan diferencias en los diversos climas, las leyes deben estar en relación con esas diferencias.
El aire frío
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contrae las extremidades de las fibras exteriores de nuestro cuerpo; esto aumenta su elasticidad y favorece la vuelta de la sangre desde las extremidades hacia el corazón. Disminuyen la longitud de las mismas fibras
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aumentando su fuerza. El calor, al contrario, afloja las extremidades de las fibras y las alarga, disminuyendo su fuerza y su elasticidad.
Resulta, pues, que en los climas fríos se tiene más vigor. Se realizan con más regularidad la acción del corazón y la reacción de las fibras; los líquidos están más en equilibrio, circula bien la sangre. Todo esto hace que el hombre tenga más confianza en sí mismo, esto es, más valor, más conocimiento de la propia superioridad, menos rencor, menos deseo de venganza, menos doblez, menos astucias, en fin, más fineza y más franqueza. Quiere decir esto, en suma, que la variedad de climas forma caracteres diferentes. Si encerráis a un hombre en un lugar caldeado sentirá un gran desfallecimiento; si en tal estado le proponéis un acto enérgico, una osadía, no os responderá sino con excusas y vacilaciones; su debilidad física le producirá naturalmente el desaliento moral. Los pueblos de los países cálidos son temerosos como los viejos; los de los países fríos, temerarios como los jóvenes. Si no, fijándonos en las últimas guerras
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, en las que por tenerlas a la vista podemos descubrir ciertos detalles, observaremos que los pueblos del Norte no realizan en los países del Sur las mismas proezas que en su propio clima.
La fuerza de las fibras de los pueblos del Norte hace que saquen de los alimentos los jugos más groseros. Resultan de aquí dos cosas: una, que las partes del quilo y de la linfa son más propias, por su mayor superficie, para nutrir las fibras; otra, que son menos adecuadas por su grosería, para darle cierta sutileza al jugo nervioso. Las gentes del Norte, por lo mismo tendrán más corpulencia y menos vivacidad.
Los nervios terminan por todos lados en el tejido de nuestra piel, formando cada uno un haz. De ordinario no se conmueve todo el nervio sino una parte infinitamente pequeña. En los países cálidos, donde lo elevado de la temperatura relaja el tejido de la piel, las puntas de los nervios están desplegadas y expuestas a la acción más insignificante de los objetos más débiles. En los países fríos, el tejido de la piel se encoge, y las mamilas como las borlillas, están punto menos que paralizadas; la sensación no pasa al cerebro, sino cuando es muy fuerte y de todo el nervio junto. Pero la imaginación, el gusto, la sensibilidad y la viveza dependen de un infinito número de pequeñas sensaciones.
He observado el tejido exterior de una lengua de carnero en el punto que a simple vista aparece cubierta de mamilas. Con el microscopio vi sobre ellas una especie de pelusa; entre las mamilas había unas pirámides que formaban por la punta como unos pincelillos. Hay algún fundamento para creer que estas pirámides son el órgano principal del gusto.
Haciendo helar la mitad de dicha lengua, noté a primera vista que las mamilas habían disminuído considerablemente, algunas filas de ellas se habían metido en su vaina. Examiné el tejido con el microscopio y ya no vi pirámides. A medida que la lengua se deshelaba, a simple vista, se veían reaparecer las mamilas, y con el microscopio, las borlillas.
Esta observación confirma lo que he dicho, es decir, que en los países fríos las borlillas nerviosas están menos esponjadas, encerrándose en sus vainas que las resguardan de toda acción externa. Las sensaciones, pues, son menos vivas.
En los países fríos habrá poca sensibilidad para los placeres, será mayor en los países templados y extremada en los países tórridos. Así como los climas se diferencian por los grados de latitud, igualmente pudieran distinguirse por los grados de sensibilidad. He visto óperas en Inglaterra y en Italia; en ambos países he oído las mismas piezas, ejecutadas por los mismos actores, y he observado que la música, siendo la misma, produce en los dos países efectos desiguales: deja a los Ingleses tan tranquilos y excita a los Italianos hasta un punto que parece inconcebible.
Una cosa análoga sucede con el dolor. Ha querido el autor de la naturaleza que sea proporcional a la sensación, al trastorno que produce; ahora bien, es evidente que los cuerpos abultados y las groseras fibras de los hombres del Norte, son menos susceptibles de alteración y desorden que las fibras más delicadas de los del Mediodía. Es más sensible al dolor el alma de los hombres en los países ardientes. Para que lo sienta un Moscovita, es menester desollarlo.
Por efecto de la delicadeza de los órganos, propia de los países cálidos, el alma se emociona excesivamente, con todo lo que se refiere a la unión de los dos sexos. En los países fríos, la sensibilidad amorosa es muy escasa; mayor es en los países templados, sin ser tanta como en los climas calientes.
En los países templados acompañan al amor cien accesorios que lo hacen agradable; son preliminares del amor sin ser el amor mismo. En los países cálidos se ama el amor por el amor; es éste la causa de la felicidad, es la vida.