Para que una religión se apodere de la voluntad, es menester que enseñe una moral pura. Los hombres, aun siendo malos individualmente, son buenos en colectividad: aman la honradez; y si la materia no fuera tan grave, diría que esto se ve admirablemente en el teatro, donde puede tenerse la seguridad de que el público ha de mostrarse complacido con los sentimientos nobles y descontento con los inmorales, que reprueba siempre.
La magnificencia del culto exterior nos lisonjea y aumenta el cariño que tengamos a la religión. Impresionan mucho las riquezas del templo y de los sacerdotes. La miseria misma de los pueblos es motivo de adhesión a las creencias que han explotado los causantes de la ruina de los mismos pueblos.
Casi todos los pueblos civilizados viven en casas. De esto nació naturalmente la idea de que Dios tenga la suya, y los hombres se la han edificado para tener una en que poder adorarle y donde acudir en busca de consuelo.
En efecto, nada tan consolador para los hombres como tener un sitio donde esté más presente la divinidad, donde cada cual y todos juntos puedan hacer que hablen su debilidad y su miseria.
Pero esta idea tan natural no se les ocurre sino a los pueblos que labran el terruño; no se verá construir templos a los pueblos que no tienen casas.
Esto explica el desprecio que tan ostensiblemente mostró Gengiskán a las mezquitas
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. Interrogó a los Mahometanos y aprobó todos sus dogmas, excepto el que les prescribe la peregrinación obligatoria a la Meca; no comprendía que no se pudiese adorar a Dios en todas partes. Como los Tártaros no vivían en casas, no conocían los templos.
Todo pueblo sin templos tiene escaso apego a su religión; por eso mismo los Tártaros han sido siempre tolerantes
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; por eso los bárbaros conquistadores del imperio romano abrazaron sin vacilación el cristianismo; por eso los salvajes de América se han desprendido tan fácilmente de su propia religión, y desde que los misioneros les hicieron edificar iglesias en el Paraguay, muestran allí tanto celo por la religión católica.
La divinidad es el refugio de los desgraciados; y como no hay gentes más desgraciadas que los criminales, se ha pensado que los templos debían ser asilos para ellos; esta idea fue todavía más natural en Grecia, donde los homicidas, arrojados de la ciudad y de la presencia de los hombres, no tenían más casas que los templos ni más amparo que el de los dioses.
Esto, al principio, no se refería más que a los homicidas involuntarios; pero andando el tiempo se aplicó a los grandes criminales, incurriéndose en una contradicción grosera: los que habían ofendido a los hombres, mucho más habían ofendido a los dioses.
Los asilos se multiplicaron en Grecia, dice Tácito
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. Los templos se llenaban de deudores insolventes y de esclavos insumisos; los magistrados casi no podían cumplir con su deber; el pueblo protegía los crímenes de los hombres como las ceremonias de los dioses; el Senado acabó por limitar el número de templos.
Más sabias las
leyes de Moisés
, declaraban inocentes a los homicidas involuntarios, pero debían ser alejados de los parientes del muerto; se instituyó un asilo para ellos. Los grandes criminales no merecen asilo y no se les concedió; los Judíos no tenían más que un tabernáculo portátil, y transportándolo continuamente de un lugar a otro, alejaba toda idea de asilo. Es verdad que debían tener un templo; pero como los delincuentes hubieran acudido a él de todas partes, habrían podido turbar el culto divino. Si los homicidas hubieran sido expulsados como en Grecia, era de temer que en otros países adorasen a dioses extranjeros. Por todas estas razones se establecieron ciudades de refugio, donde se asilaban los culpables hasta la muerte del soberano pontífice.
Los primeros hombres
, dice Porfirio
[6]
,
no sacrificaban más que hierba
. Con tan sencillo culto, podía ser pontífice cualquiera. El natural deseo de agradar a la divinidad multiplicó las ceremonias, lo cual hizo imposible que las practicaran todas y atendieran a todos sus detalles los hombres ocupados en los quehaceres de la agricultura. Se hizo preciso que hubiera lugares destinados a los dioses exclusivamente, y ministros que cuidaran de los mismos lugares y de todo lo que se hacía en ellos, como cada vecino cuida de su casa y de sus propios asuntos. Los pueblos sin sacerdotes suelen ser bárbaros, como antiguamente los Pedalios
[7]
y en nuestros días los Wolgusky
[8]
.
Las personas consagradas a la divinidad debían ser honradas, sobre todo en pueblos que creían necesaria la pureza corporal para acercarse a los sitios más gratos a los dioses, pureza que según ellos dependía de ciertas prácticas.
Como el culto de los dioses exigía una atención constante, la mayoría de los pueblos se inclinó a que el clero constituyera un cuerpo separado. Así los Egipcios, los Judíos y los Persas dedicaron al sacerdocio determinadas familias en las que se perpetuaba el servicio de la religión. Y hubo religiones en que no solamente se alejó a los sacerdotes de los asuntos públicos, sino que se quiso evitarles hasta los cuidados de familia: es lo que practica la religión católica.
No hablaré aquí de las consecuencias que acarrea la ley del celibato; pero sí diré que indudablemente llegaría a ser perjudicial donde el clero fuese demasiado numeroso.
Por la naturaleza del entendimiento humano, en materia de religión nos gusta lo que supone esfuerzo; como en materia de moral nos place especulativamente lo que representa caracteres de severidad. El celibato ha sido más agradable precisamente a los pueblos en que podía ser nocivo, a los que era menos conveniente y de más difícil observancia, como pasa por el clima en los más meridionales de Europa, que son los que lo conservan. En los países más septentrionales, donde son menos vivas las pasiones, ha sido proscrito. Hay más: se acepta el celibato en países de pocos habitantes, donde es más peligroso, mientras se ha rechazado en países de muchos habitantes. Claro es que todas estas reflexiones se refieren a la excesiva extensión del celibato, no al celibato mismo.
Las familias particulares pueden extinguirse, por lo cual sus riquezas no se perpetúan. El clero es una familia inextinguible; si sus bienes se vinculan en él, ya no se pueden transmitir a nadie.
Las familias particulares pueden tener aumento; es útil, por lo tanto, que puedan aumentarse sus riquezas. El clero es una familia que no debe crecer; por lo mismo sus bienes deben tener limitación.
Hemos conservado las disposiciones del Levítico sobre los bienes del clero, excepto aquellas que los limitan. En efecto, no sabemos nunca hasta donde puede acumular riquezas una comunidad religiosa.
Los pueblos consideran tan fuera de razón las adquisiciones de dichas comunidades, que tendrían por imbécil al que las defendiera.
Las leyes civiles suelen encontrar obstáculos para poner remedio a los abusos, cuando estos abusos están unidos a cosas que deben ser respetadas. En este caso, alguna disposición indirecta revelaría mejor el buen sentido del legislador que otra directamente encaminada al objeto perseguido. En lugar de prohibir las adquisiciones del clero, se debe procurar que le disgusten: dejar el derecho, pero quitar el hecho.
En ciertos países de Europa se ha establecido, teniendo en cuenta las prerrogativas señoriales, un derecho de indemnización a favor de los señores sobre los inmuebles adquiridos por manos muertas. El interés del príncipe le ha hecho exigir en igual caso un derecho de amortización. En Castilla, donde no existe semejante derecho, el clero lo ha invadido todo; en Aragón, donde hay algún derecho de amortización, no ha adquirido tanto; en Francia, donde este derecho y el de indemnización están establecidos, ha adquirido todavía menos, y bien se puede decir que la prosperidad del Estado se debe en parte al ejercicio de estos dos derechos. Bueno será que se aumenten, y conténgase la mano muerta si es posible.
Declárese inviolable y sagrado el antiguo y necesario patrimonio del clero; que sea fijo y eterno como él; pero que salgan de sus manos sus nuevas posesiones.
Permítase quebrantar la regla cuando ha degenerado en abuso; aguantad el abuso cuando vuelve a la regla.
Siempre se recuerda en Roma una memoria publicada allí con motivo de ciertas disputas a que el clero había dado ocasión. En aquella memoria se contenía esta máxima:
El clero debe contribuir a las cargas del Estado, aunque diga otra cosa el Antiguo Testamento
. De esto se dedujo que el autor de la memoria entendía mejor el lenguaje administrativo que el canónico.
El más vulgar buen sentido basta para comprender que estos cuerpos que se perpetúan indefinidamente, no deben ni vender sus bienes por vida ni hacer empréstitos por vida, como no se pretenda que sean herederos de todos los que no tienen parientes y de todos los que no quieren tenerlos. Estas gentes juegan contra el pueblo, llevando la banca contra él.
Son impíos respecto de los dioses los que niegan su existencia; o la admiten, pero sostienen que no se mezclan en las cosas de aquí abajo; o piensan que se les aplaca mediante sacrificios: tres opiniones igualmente perniciosas
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.
Con esto
, dijo Platón,
cuanto la luz natural nos dicta de más sensato en materia religiosa
.
La magnificencia del culto externo guarda mucha relación con la constitución del Estado. En las buenas Repúblicas se ha reprimido no solamente el lujo de la vanidad, sino también el lujo de la superstición, promulgando leyes suntuarias de carácter religioso. A este género pertenecían varias leyes de Solón, algunas de Platón relativas a los funerales, adoptadas por Cicerón, y otras de Numa concernientes a los sacrificios
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.
Pájaros
, dice Cicerón,
y pinturas hechas en un día, son dones muy divinos
[11]
.
Ofrecemos cosas comunes, como decía un Espartano, para tener siempre a nuestra disposición el medio de honrar a los dioses
.
Una cosa es el culto que los hombres deben a la divinidad, y otra muy diferente la magnificencia de ese culto.
No le ofrezcamos nuestros tesoros si no queremos hacerle ver que estimamos demasiado las cosas que debemos despreciar
.
¿Qué pensarán los dioses de las ofrendas de los impíos
, dice admirablemente Platón
[12]
,
puesto que los hombres de bien se ruborizarían al recibir presentes de los malos?
Es necesario que la religión, so pretexto de dones a la divinidad, no exija de los pueblos lo que les dejan las necesidades del Estado; como dice Platón
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, hombres castos y piadosos deben ofrendar cosas que se les parezcan.
También es necesario que la religión no fomente costosos funerales. ¿Hay cosa más natural que prescindir de la diferencia de fortunas en una ocasión en que la suerte las iguala todas?
Cuando la religión tiene muchos ministros, es natural que haya un jefe y que se establezca un pontificado. En la monarquía, donde es necesaria la mayor separación posible entre los órdenes del Estado y que no recaigan todas las potestades en la misma persona, es conveniente que el pontificado no esté unido al imperio. Esta necesidad no existe en el gobierno despótico, pues por su propia índole debe reunir todos los poderes en una sola mano. Pero en tal caso, podría suceder que el príncipe creyera que la religión era ley suya y simple efecto de su voluntad. Para evitar este inconveniente, es preciso que haya monumentos de la religión, como libros sagrados que la fijen y establezcan. El rey de Persia es el jefe de la religión, pero el Corán le marca reglas; el emperador de China es sumo pontífice, pero hay libros que están en todas las manos y a los cuales se ha de ajustar él mismo; intentó abolirlos un emperador, pero fue en balde: ellos triunfaron de la tiranía.
Somos aquí políticos y no teólogos; y aun para los teólogos, hay gran diferencia entre tolerar una creencia y aprobarla.
Cuando las leyes de un Estado toleran diversas religiones, ha de obligarlas a que ellas se toleren entre sí. Toda religión reprimida se hace represora; al salir de la opresión combate a la religión que la oprimía, no por su doctrina sino por su tiranía.
Es útil, por consiguiente, que las leyes impongan a todas las religiones, además del deber de no perturbar la marcha del Estado, el de respetarse las unas a las otras. El ciudadano está lejos de cumplir si se contenta con no agitar el cuerpo del Estado; es menester, además, que no inquiete ni moleste a otro ciudadano, sea quien fuere.
Como las religiones intolerantes son las más invasoras, las que ponen más empeño en propagarse, pues las que saben tolerar no aspiran a extenderse, bueno será que donde el Estado esté contento con la religión establecida no permita que se establezca otra
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.
He aqui el principio fundamental de las leyes políticas en materia de religión: cuando se es árbitro de admitir o no admitir en un Estado una religión nueva, lo mejor es no admitirla; pero una vez establecida, es menester tolerarla.
A mucho se expone el principe que intente cambiar o destruir la religión dominante. Si su gobierno es despótico, puede provocar una revolución más fácilmente que con otras tiranias. En semejantes Estados, una revolución no es cosa nueva por causa religiosa. Y es que los pueblos no admiten de repente mudanzas de religión, de usos, de costumbres por el mero hecho de que el principe lo mande.
Por otra parte, la religión antigua se halla ligada a la constitución política y la nueva no; aquélla es conforme al clima, ésta puede ser y es a menudo opuesta a él. Mudar de religión ofrece un inconveniente más: los ciudadanos sienten desconfianza a las leyes, desafecto al gobierno establecido, menosprecio y duda para ambas religiones, de suerte que se le da al Estado, por poco o por mucho tiempo, malos fieles y malos ciudadanos.